23 de junio de 9548 a. C.

El rey Jerjes miraba al bebé que dormía plácidamente entre sus brazos. ¿Cómo era posible que su alegría se hubiera agriado tan deprisa? Por un instante se creyó el rey más bendecido de todos. Creyó que los dioses le habían concedido dos hijos para gobernar su vasto imperio.

En ese momento…

¿Acaso tenía uno?

No cabía la menor duda de que el primogénito, Aquerón, era fruto de los dioses. De que su mujer, su reina, se había acostado con ellos para dar a luz a ese niño.

Pero Estigio…

El rey examinó cada detalle del perfecto niño dormido que tenía pegado al cuerpo.

—¿Eres mío? —Se moría por saber la verdad.

El bebé parecía ser un mortal normal y corriente. A diferencia de Aquerón, cuyos ojos eran de un turbulento gris, los de Estigio eran azules y perfectos. Sin embargo, los dioses siempre eran traicioneros.

Y siempre engañaban.

¿Sería posible que Aquerón fuera su hijo y ese bebé no? ¿O que ninguno de los dos fuera suyo?

Miró a la anciana curandera que había proclamado que Aquerón era hijo de un dios nada más llegar al mundo. Decrépita y arrugada, lucía una túnica blanca adornada con hebras de oro. Su cabello canoso estaba recogido con una recargada guirnalda dorada.

—¿Quién es el padre de este niño?

La mujer dejó el aseo que estaba realizando.

—Majestad, ¿por qué me preguntáis algo que ya sabéis?

Porque no lo sabía. No con seguridad. Y detestaba el regusto del miedo que le quemaba la garganta y le amargaba en la boca. Un miedo que le desbocaba el corazón.

—¡Contéstame, mujer!

—Sea verdad o mentira, ¿creeréis lo que os diga?

Maldita fuera por su sagacidad. ¿Por qué le habían hecho eso los dioses? Les había dedicado sacrificios y les había rezado toda la vida. Con devoción, sin blasfemar. ¿Por qué habían mancillado a su heredero de esa forma?

O peor, ¿por qué le habían arrebatado a su heredero?

Apretó las manos e hizo que el bebé se despertara y gritase. Una parte de él quería tirar al bebé al suelo y verlo morir. Pisotearlo hasta hacerlo desaparecer.

Pero ¿y si se trataba de su hijo? De su propia sangre…

La curandera había dicho que lo era.

Sin embargo, ella solo comunicaba lo que los dioses le decían, ¿y si estos mentían?

Furioso, sintiéndose traicionado, se acercó a la mujer y le dejó el niño en los brazos. Que otro lo consolara. No soportaba mirar a ninguno de los dos niños.

Sin pronunciar otra palabra, salió de la habitación.

En cuanto la mujer se quedó sola, se convirtió en una hermosa joven de largo pelo negro. Vestida de color rojo sangre, besó al niño en la cabeza y este se calmó al punto.

—Pobre Estigio —susurró la diosa Atenea mientras lo acunaba entre sus brazos para calmarlo—. Al igual que a tu hermano, te espera un futuro muy desagradable. Siento no poder hacer más por ninguno de los dos. Pero el mundo humano necesita héroes. Y algún día todos te necesitarán a ti.