9 de mayo de 9533 a. C.

Estigio estaba sentado a solas en el comedor, bebiendo vino con la esperanza de silenciar las voces de los dioses que escuchaba en la cabeza. No comprendía por qué empeoraban ese día en concreto, al igual que sucedía el día de su cumpleaños, pero así era. Como si su intención fuera la de volverlo loco.

«¡Dejadme tranquilo!», gritó para sus adentros.

Sin embargo, los dioses siguieron vociferando.

Llenó la copa de nuevo con vino y un poco de agua, y se preguntó cuánto tendría que beber para acabar perdiendo el conocimiento. Tal vez estuviera a punto. Llevaba horas bebiendo y había consumido casi tres jarras.

De repente, sintió una presencia en la estancia. A esa hora de la noche nadie debería estar despierto, salvo los soldados que patrullaban en el exterior. Hasta sus escoltas dormían en el pasillo.

«Debo reemplazarlos con otros dos que no ronquen tanto».

Volvió la cabeza y descubrió a una de las doncellas de su hermana en el vano de la puerta, observándolo.

—¿Qué quieres? —le preguntó de mala manera.

—He visto la luz de la vela y pensé que alguien la había dejado encendida por error.

Sí, claro… Porque lo normal era que la gente se dejara las velas encendidas.

«Mentirosa», pensó. Aunque fuera una sola vez, le encantaría conocer a una mujer que admitiera abiertamente que lo estaba espiando porque quería follárselo. Sin embargo, se empeñaban en hacer el jueguecito como si él fuera un imbécil incapaz de desenmascararlas.

—Pues ya ves que no es el caso. —Bebió un trago de vino.

En vez de marcharse, la guapa rubia se acercó. Mientras se lamía los labios con gesto seductor, se apoyó en la mesa, a su lado.

—Alteza, ¿os gustaría tener compañía?

—No mucho.

—¿En serio? —preguntó la muchacha, que comenzó a acariciarse el pecho derecho, logrando que se le endureciera el pezón de modo que quedó marcado a través del fino lino blanco.

Fascinado, Estigio fue incapaz de apartar los ojos de ella con la boca hecha agua y embargado por el deseo de saborear algo distinto del vino.

La doncella se acercó y se colocó frente a él, separando las piernas de modo que sus rodillas quedaran entre ellas. Estigio sintió una erección al verla en esa postura. El peplo se le abrió, dejando a la vista su lujurioso cuerpo.

—Señor, ¿habéis tocado alguna vez un cuerpo femenino?

Estigio estaba tan borracho que no podía pensar ni hablar.

De modo que la muchacha se quitó la fíbula que le sujetaba el peplo.

El lino cayó hasta su cintura, exponiendo su torso a la hambrienta mirada de Estigio, que sintió que se le secaba la garganta. Los pechos de alabastro de la muchacha no eran muy grandes, pero estaban bien formados y sus manos los cubrirían perfectamente.

La doncella se relamió los labios al tiempo que se sentaba en la mesa frente a él y se subía el peplo por los muslos. La postura hizo que Estigio viera sin el menor obstáculo su sexo, cubierto de rizado vello rubio.

—¿Os gustaría tocarme?

De repente, la copa que sostenían sus dedos entumecidos cayó al suelo y se sintió consumido por el anhelo de poseerla. La muchacha se tumbó en la mesa y colocó los pies en el borde, quedando totalmente expuesta a su mirada. Acto seguido, extendió una mano y comenzó a acariciarse la húmeda vulva. Estigio contempló enmudecido cómo se abría para él.

—¿Y bien? —lo instó ella con la voz ronca por la pasión al tiempo que se introducía los dedos y comenzaba a masturbarse despacio para excitarlo. Gimió, alzó las caderas y sus dedos acabaron humedecidos por su propio deseo.

Estigio, que respiraba con dificultad, enarcó una ceja.

«Bueno, pues no parece que me necesites…», pensó.

—¿Qué significa esto?

La doncella soltó un gritito al tiempo que bajaba de un salto de la mesa y comenzaba a cubrirse.

Estigio suspiró al ver que Ryssa los contemplaba furiosa desde el vano de la puerta. Sus ojos lo miraban echando chispas. Menos mal que no tenía un puñal a mano, de lo contrario a esas alturas lo tendría clavado en el pecho.

—Nada, hermanita.

Ryssa puso cara de asco mientras su mirada se desviaba hacia la desinhibida doncella.

—Eirene, debías llevarme un poco de agua.

—Perdonadme, señora.

¿Con Ryssa se comportaba de forma dócil y avergonzada?

—¡Sube ahora mismo!

—Sí, señora.

La doncella se agachó para recoger el broche del suelo, ofreciéndole a Estigio una maravillosa vista de su redondeado trasero.

Con un resoplido regio, Ryssa se dio media vuelta y los dejó. En cuanto desapareció de la vista, Eirene lo miró y le sonrió.

—Alteza, si me necesitáis, no estaré lejos.

Se incorporó, le rozó los labios con los dedos para que pudiera olerlos y saborearlos.

Puesto que no estaba en absoluto interesado en el hedor de una puta, Estigio se limpió los labios cuando ella se marchó. Las personas, sobre todo las mujeres, eran una fuente de sorpresas.

«Deberías haber aceptado su invitación», se dijo.

Pero no tenía el menor interés en metérsela a una mujer que parecía dispuesta a aceptar al primero que pillara. Seguro que hasta su padre se la había tirado. Esa idea acabó con su erección de inmediato. No tenía el menor deseo de acabar atado a una arpía rencorosa y desquiciada como su madre o Ryssa solo por haber cedido al deseo.

Prefería remediarlo él mismo.

O follarse a una cabra.

Mientras sacudía la cabeza para despejarse, se agachó para coger la copa del suelo y la puso en la mesa. Después se marchó a la cama. Solo.

Al llegar a la parte superior de la escalera se encontró a Ryssa.

—Mantente alejado de mis doncellas, ¿me oyes?

—Harías bien en advertirles que no se acerquen a tu hermano.

Ryssa lo abofeteó.

—Son sirvientas. No pueden decirte que no y lo sabes. Es asqueroso que te aproveches de ellas en cuanto me doy la vuelta.

Estigio se limpió la sangre de los labios y el entumecimiento se transformó en furia.

—¿Qué quieres de mí, Ryssa?

—Que te mueras.

Ese pensamiento le hizo más daño que el bofetón que acaba de asestarle. Su mano solo le había hecho sangre en los labios. Sus furiosas palabras le habían herido el corazón y la detestaba por la debilidad que eso suponía cuando ella lo odiaba con todas sus fuerzas.

—Quiero que te mantengas alejado de mí y de mis doncellas. Son mujeres decentes. No son tu gineceo privado. ¿Por qué no puedes ser como Aquerón? Él jamás se aprovecha de los demás —añadió Ryssa, si bien eso último no lo dijo en voz alta.

Estigio apretó los dientes. ¿Qué diría su hermana si supiera de las numerosas amantes que había tenido su hermano mientras que él seguía siendo tan virgen como el día que nació? Y eso que lo perseguía un dios para acabar con su virginidad, junto con todas las mujeres con las que se cruzaba y que no eran de la familia.

Ryssa no se lo creería. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo odiaba y alimentaba su resentimiento y su furia con cualquier motivo.

«Me he pasado la vida intentando complaceros a madre y a ti», pensó. Pero esos días formaban parte del pasado. Había personas imposibles de complacer por más que se intentara. Estaba cansado de golpearse la cabeza contra la pared.

Bastante le dolía ya. No necesitaba un chichón para empeorar las cosas.

—Buenas noches, hermanita. Que Morfeo te acoja dulcemente entre sus brazos. —Estigio se volvió, caminó hasta su dormitorio y cerró la puerta con el pestillo, por si acaso alguna otra doncella se perdía de camino a la cocina.

Con un palpitante dolor de cabeza, se arrojó sobre el colchón.

¿Había algo más traicionero en el mundo que una mujer, sobre todo si la muy zorra era astuta?