—Saludos, tío.
Estigio le hizo una reverencia formal a Estes al encontrárselo en los escalones de la entrada a palacio.
Estes enarcó una ceja al percatarse de su fría formalidad.
—¿No abrazas a tu tío, granuja? —dijo su tío en voz alta. Pero mentalmente, pensó—: ¿Qué te ha pasado, niño?
Se negó a reaccionar a los pensamientos de su tío y miró a su padre antes de darle un abrazo rápido, si bien se alejó a toda prisa. Seguía sin gustarle que lo tocaran.
—Se está convirtiendo en un hombre muy digno, ¿no te parece? —preguntó su padre al tiempo que le daba una palmada en el hombro.
Le costó la misma vida no dar un respingo ni hacer una mueca. Solo su padre sería tan tonto como para confundir la inseguridad con la dignidad.
—¡Tío! —Ryssa corrió hacia Estes para abrazarlo y besarlo.
Agradecido por la distracción, Estigio retrocedió tres pasos más y entrelazó las manos tras la espalda.
Estes lo miró por encima del hombro de su hermana mientras esta parloteaba sobre alguna tontería. Estigio apartó la mirada. Le costaba olvidar que la última vez que su tío lo había visto, estaba destrozado y desnudo sobre una mesa, llorando como una mujer.
Un momento que su padre no dudaba en echarle en cara.
«Debería dejarle la corona a Ryssa. Al menos cuando ella llora, es comprensible».
Sin embargo, lo peor era la rabia que sentía hacia Estes por no haberlo ayudado cuando más lo necesitaba. Pese a todas sus promesas, su tío volvió a casa junto a Aquerón y él se pasó otros cuatro meses en aquella mesa, siendo torturado y sangrado. A esas alturas todavía no había recuperado todas las fuerzas ni tampoco su peso.
«Ojalá os muráis todos».
Estigio carraspeó, aunque seguía teniendo la garganta dañada y todavía daba la sensación de que estaba muy resfriado, si bien no era el caso. Su voz se había enronquecido gracias a los sacerdotes.
—¿Padre? ¿Me das permiso para marcharme? Tengo que reunirme con maese Galen para el entrenamiento.
Ryssa lo miró con cara de asco.
—¡Qué insensible! ¿Vas a entrenar aunque nuestro tío acaba de llegar?
Su padre levantó una mano para silenciarla.
—Tu hermano tiene claras sus prioridades, Ryssa. Me alegro de que por fin demuestre un poco de ambición. —Señaló a Estigio con la cabeza—. Puedes retirarte.
Estigio se despidió con un gesto seco de cabeza y enfiló el camino del gimnasio, seguido por sus guardias. Aunque no disfrutaba con los combates de entrenamiento, prefería que Galen le diera una paliza a tener que enfrentarse a la vergüenza y al horror que sentía cada vez que recordaba que le suplicó a su tío que no lo abandonara con sus torturadores.
Para que el cabrón se marchara sin ayudarlo.
En dos ocasiones.
Era la misma sensación atroz que tenía cada vez que lo obligaban a asistir a cualquier celebración en el templo.
Su aversión hacia los dioses era mayúscula a esas alturas. Detestaba tener que adorar en público a los mismos dioses que lo habían condenado a esa vida. Al dios anónimo que lo había acosado.
Mientras tanto, todos le decían lo afortunado y privilegiado que era por haber nacido príncipe.
Esos cabrones ciegos podían quedarse con todo.
La rabia le nublaba la vista cuando entró en el pequeño gimnasio construido para el uso privado de la familia real. Era idéntico al gimnasio público de la ciudad, salvo por el tamaño. Si bien los otros nobles entrenaban y eran educados en el gimnasio público, ese estaba reservado para él. Al igual que todo lo relacionado con el príncipe, entrenaba solo cuando la mayoría de los niños de su edad entrenaban con sus amigos.
Por supuesto, ayudaría si tuviera alguno…
Galen se reunió con él a la entrada del vestuario.
—Llega temprano, señor.
Estigio titubeó.
—Si tienes otra cosa que hacer…
—No, está bien. Es bienvenido a cualquier hora, ya lo sabe.
Estigio lo saludó con una inclinación de cabeza.
—¿Me cambio de ropa o me desvisto?
La mayor parte del entrenamiento se hacía desnudo, pero el de combate requería que se pusiera la armadura para poder acostumbrarse a su peso. Y con un poco de suerte para desarrollar algo de músculo que le iría bien en batalla.
—¿Qué desea hoy?
«Sangre», pensó.
—La armadura.
—Pues cámbiese, señor. Nos veremos en la arena.
Estigio pasó a su lado y entró en la estancia donde guardaba su armadura. En cuanto abrió el alto armario, se detuvo al ver la coraza que se había comprado hacía un mes a fin de reemplazar la anterior, que se le había quedado tan pequeña que ni siquiera podía cerrarse las cintas. Cuando, tonto de él, le pidió dinero a su padre, el rey lo miró con expresión desdeñosa.
«Tras ver cómo te encoges cuando luchas, no mereces más que mi desprecio y tu vieja armadura de niño pequeño. Cuando demuestres tu valía para llevar la armadura de un hombre, la cambiaré. Hasta entonces, no uses nada».
Sin embargo, el cabrón no sabía cómo luchaba. Llevaba años sin verlo entrenar. De modo que Estigio había reunido todos sus ahorros para comprarse una armadura, y Galen tuvo la amabilidad de ofrecerle un préstamo para comprarse el casco y las grebas a juego.
Para ser un soldado curtido, Galen también podía ser muy amable. Era lo más parecido a un amigo y a un padre que había tenido.
Contuvo una sonrisa al ver su preciosa armadura y la acarició con una mano. Negra como su alma, la coraza tenía la forma de un torso masculino perfecto. Las bisagras eran hojas doradas, y lucía la cabeza dorada de Atenea en el centro, justo por debajo de su cuello. A ambos lados de su cara había dos dragones enfrentados. Dos pequeños círculos dorados descansaban sobre sus pezones. Y cinco cabezas doradas de dragones tachonaban el cinto de cuero de su pteruge.
Era la única cosa hermosa que poseía.
«Tal vez algún día sea merecedor de llevarla», pensó.
Desterró ese pensamiento y se despojó del quitón y de la clámide para reemplazar las prendas por el grueso quitón de lana negra que acolchaba la armadura.
Se ató el pteruge antes de levantar la pesada coraza. Aunque la mayoría de los soldados contaban con portadores de escudos para ayudarlos, Estigio fue entrenado para vestirse solo. La idea era que en tiempos de guerra no se confiaba lo suficiente en nadie como para que el rey le diera la espalda. Era demasiado fácil sobornar a los sirvientes para que sabotearan el material o para que clavasen un cuchillo en las costillas de su señor mientras lo ayudaban a vestirse. Incluso había casos de guardias que habían asesinado a sus protegidos. Y dado el pasado de Estigio, no estaba dispuesto a permitir que alguien se le acercara tanto como para hacerle daño.
No después de que su propia madre hubiera intentado matarlo. Renuente a demorarse en esos pensamientos, cogió los brazales y se los ató antes de hacer lo propio con las grebas. Disfrutó un momento del peso del bronce colado que le cubría el cuerpo. Su armadura era lo más cerca que había estado de un abrazo maternal. Su contacto tenía algo muy reconfortante.
Una rara sonrisa apareció en sus labios al recordar cuando se la probó por primera vez, con Galen a su lado.
«—¿Cómo le queda, señor?
»—Increíble. Me siento invencible con ella.
»Una lenta sonrisa apareció en la cara de Galen.
»—No lo es —dijo el viejo soldado con la seca sagacidad de siempre».
Si había alguien en el mundo a quien Estigio pudiera querer, ese era Galen. Si bien su instructor podía ser severo en ocasiones, al menos le tenía cierto aprecio.
Estigio tocó el penacho de crin de caballo blanco y negro que coronaba su casco negro. La misma cabeza de Atenea que adornaba su coraza estaba grabada sobre el protector nasal, y sendos dragones cubrían ambos lados del casco.
Se lo colocó antes de coger la sencilla espada y el escudo sin pintar, elementos que le recordaron al instante que no era ni un soldado ni un hombre de verdad.
Sólo un niño incompetente que jugaba a la guerra y al que un antiguo soldado muy viejo le daba una paliza.
En un abrir y cerrar de ojos, el orgullo que había sentido temporalmente lo abandonó. «Es hora de que me aflojen los sesos», se dijo.
Por raro que pareciera, se moría de ganas.
«Soy un cabrón masoquista», pensó. Suspiró y salió a la arena, donde Galen ya lo estaba esperando pertrechado con su armadura.
Galen lo saludó nada más entrar en la arena. Estigio le devolvió el gesto.
—¿Preparado, señor?
—Echa el resto.
Galen se echó a reír.
—Ese es el espíritu, joven príncipe. Me encanta cuando escucho el fuego en su voz. Me calienta el corazón. —Se abalanzó sobre él.
Estigio apenas pudo contener el ataque, incluso trastabilló hacia atrás. Le ardió todo el brazo y se le quedó insensible. Joder, para ser un viejo, Galen tenía una fuerza increíble.
Se mordió el labio y rotó el hombro para aliviar parte del dolor.
Galen se detuvo un momento para permitirle que se recuperase.
—¿Se está recuperando de una herida, señor? —Era el eufemismo que usaba su instructor para preguntarle si le habían dado una paliza por algún motivo. Dado que solían entrenar desnudos, solo Galen sabía lo duro que podía ser el rey con su heredero cada vez que Estigio lo decepcionaba. Algo que sucedía a menudo. A veces le bastaba con respirar el mismo aire.
—No, maese Galen, es que soy torpe. Todavía no me he acostumbrado al peso de la nueva armadura. Me cuesta encontrar el equilibrio.
—Supone una gran diferencia, ¿verdad? —Galen lanzó su espada al aire, la atrapó por la hoja y se la tendió por la empuñadura a Estigio, que frunció el ceño al verlo—. Necesita la espada de un hombre para luchar, no ese juguete desequilibrado que tiene en la mano. —Con cuidado, rozó la coraza de Estigio con la empuñadura—. Adelante, señor. Ha llegado el momento.
Estigio tiró su vieja espada y aceptó la de Galen. Mientras probaba el equilibrio y asestaba unos cuantos mandobles para habituarse a ella, Galen se marchó a sus aposentos para coger otra.
El viejo tenía razón. Había una enorme diferencia entre las sensaciones que le provocaba ese xiphos y el de hierro que había estado usando hasta el momento. Empezando por la desgastada empuñadura de cuero. Estudió la hoja serrada que seguramente habría acabado con decenas de vidas en la experta mano de Galen. Las palabras «Gloria para Palas Atenea» estaban grabadas en el bronce, y la empuñadura esférica tenía el mismo emblema con la cabeza de la diosa que Estigio llevaba en su armadura.
—¿Pasa algo, señor?
Estigio apartó la mirada de la espada y la posó en Galen, que regresó con una espada igual.
—¿Qué te traes con Atenea?
—Todo hombre debe elegir un dios al que invocar durante una batalla. Ares, Apolo, Deimos, Fobos, Zeus, Niké, Poseidón… En mi caso, siempre ha sido Palas Atenea. —Miró la empuñadura de su espada, allí donde la cara de la diosa le devolvía la mirada—. Cualquiera puede luchar por orgullo, por poder, por vanidad, por avaricia o por odio, pero una guerra siempre debería sopesarse con sabiduría y fuerza a partes iguales. No basta con saber cómo luchar, también hay que saber cuándo dejar de lado la espada y negociar. No merece la pena luchar por todo lo que hay en este mundo.
Estigio reflexionó al respecto.
—¿Hay algo por lo que merezca la pena luchar, maese Galen?
—Por supuesto.
Aunque su vida dependiera de ello, no se le ocurría una sola cosa por la que derramaría su sangre.
—¿El qué?
—El amor y la familia.
Estigio contuvo un resoplido. No conocía el amor y lo poco que conocía de la familia se lo podría haber ahorrado.
—¿No por la patria?
—Las patrias van y vienen, buen príncipe. Solo merece la pena conservarlas si su pérdida provoca el sufrimiento de los seres queridos.
Tal como él había dicho, no había nada por lo que luchar. Sin embargo, tenía curiosidad…
—¿Por quién luchas tú, Galen?
—En otra época, luché por mi preciosa mujer, que dejó este mundo demasiado joven. —Hizo una mueca, como si alguien lo hubiera golpeado—. Aun después de tantos años, siento su ausencia como un dolor físico y rezo porque algún día usted encuentre a una mujer tan buena y tan decente… Una cuya cara le llene el corazón de orgullo y de amor. —Miró a Estigio con una sonrisa renuente—. Ahora lucharía por mi hija y por mis nietos. Y siempre lucharé por usted, señor.
Esas palabras lo reconfortaron. Dado que Galen rara vez decía algo tierno, ni siquiera amable, supo que las decía de corazón.
Galen levantó la espada.
—Bueno, ¿nos ponemos manos a la obra o seguimos charlando como un par de viejas?
Estigio levantó el escudo.
—Por supuesto, que comience mi sufrimiento.
Con una carcajada, Galen asestó un mandoble dirigido a su cabeza. Estigio lo esquivó y contraatacó con una estocada baja seguida de un golpe de escudo. Galen bloqueó su ataque y procedió a avanzar con una avalancha de golpes que costaba parar. Era una de las claves de Galen, que le enseñaba a usar todo el cuerpo como un arma y a entregarse a fondo. En combate, solo importaba sobrevivir… a ser posible con el cuerpo intacto.
Sin embargo, mientras luchaban, algo en el interior de Estigio estalló. Era una especie de…
¿Fuerza? ¿Poder?
No estaba seguro de qué se trataba. Pero una puerta interior se había abierto y de ella brotó la habilidad de saber con exactitud qué iba a hacer Galen justo antes de que lo hiciera. Había sido capaz de hacerlo en otras ocasiones, pero nunca en combate.
Algo acababa de cambiar.
De repente, era capaz de esquivar y contrarrestar cualquier golpe y mandoble. Por primera vez, Galen se vio obligado a retroceder ante sus ataques y a protegerse.
La visión de Estigio se nubló hasta que ya no vio a Galen como a un hombre, sino como a un objetivo al que aniquilar. Perdió la noción del tiempo y del espacio. Incluso se olvidó de que estaba entrenando. De hecho, le asestó un golpe tras otro al escudo de Galen con el hoplon y con el xiphos, hasta que rompió el grueso marco de madera y dobló el bronce.
Sin más alternativa, entre jadeos y muy debilitado, Galen tiró el inservible escudo y clavó la punta de la espada en el suelo antes de arrodillarse delante de Estigio.
—¡Me rindo, buen príncipe!
Se escucharon unos aplausos.
Estigio bajó la espada y frunció el ceño mientras buscaba el origen de los aplausos. Estes y su padre se encontraban junto a la puerta principal. Su tío la abrió y entró seguido de su padre, que iba un par de pasos por detrás.
—Impresionante, precioso. —Estes se detuvo para coger un hoplon de la pared donde descansaban varios—. Pero veamos cómo te va con un guerrero en la flor de la vida en vez de con un anciano.
Cogió el xiphos que Galen había clavado en el suelo y saludó a Estigio con la espada.
Estigio esbozó una sonrisa lenta y cruel.
—¿Estás seguro, tío? Detestaría hacerte daño el mismo día de tu llegada. ¿No sería mejor que descansaras un poco?
Estes se echó a reír.
—Arrogante… Estupendo. Pero prepárate para una cura de humildad.
¿Y eso en qué se diferenciaría de lo habitual?
Estigio le devolvió el saludo y esperó a que su tío hiciera el primer movimiento.
Una vez que lo hizo, el choque de las espadas resonó por las paredes que los rodeaban. En esa ocasión, Estigio no solo vio los movimientos que iba a hacer su tío, sino que ganó fuerza con cada golpe. Era como si estuviera absorbiendo la fuerza vital de Estes. A medida que su tío se debilitaba, él iba aumentando su fuerza. En un abrir y cerrar de ojos, desarmó a su tío y lo tenía de espaldas en el suelo, con la punta del xiphos contra el cuello.
Con la respiración entrecortada, Estes levantó las manos en señal de rendición.
—Me rindo, buen Estigio.
Estigio clavó la espada en el suelo, se quitó el casco y lo colocó sobre la empuñadura. Le tendió el brazo a su tío para ayudarlo a levantarse.
Estes no daba crédito.
—Por todos los dioses, si ni siquiera te cuesta respirar. Ah, lo que yo daría por volver a ser tan joven… —Miró a Galen—. Tienes mis respetos, maese hoplomaco. Has hecho maravillas con la habilidad de mi sobrino. Ha pasado muchísimo tiempo desde la última vez que alguien me desarmó, y mucho más desde que alguien me tiró al suelo. —Después miró al rey—. Hermano, de haber contado con Estigio a nuestro lado, jamás habríamos tenido que entablar conversaciones de paz con la Atlántida. Los habríamos aniquilado.
Su padre por fin cerró la boca.
—No tenía ni idea de que era tan bueno. El niño se lo tenía bien callado. —Se volvió para mirarlo—. Con razón querías una armadura nueva.
«Y tú me la negaste con desdén y sorna, imbécil».
Sin embargo, no había ni rastro de esas emociones. Su padre casi parecía orgulloso.
El rey señaló el escudo de Estigio con la barbilla.
—Es hora de decorar tu hoplon y de forjar un xiphos y un kopis de guerrero para ti. Por fin estás preparado para defender mi trono.
Esas palabras deberían haberlo hecho feliz. En cambio, Estigio solo sintió un vacío. No sentía orgullo ni satisfacción en su corazón. A decir verdad, ya no deseaba las alabanzas de su padre. Le daba igual lo que ese cabrón pensara. Porque sabía muy bien lo que sentía su padre por él.
A menos que fuera perfecto, era un despojo que había que tirar y ridiculizar.
O peor todavía, un despojo del que olvidarse.
Durante todos los meses que había estado soportando las torturas, su padre ni siquiera lo había echado de menos. De hecho, apenas lo había mirado ni le había dirigido la palabra desde que regresó. El único motivo de que el rey estuviera allí era que Estes quería verlo entrenar.
«¿Para qué perder el tiempo…? El niño lucha como una methusai. Antes prefiero ver cómo crece la hierba en el jardín».
Su padre miró con el ceño fruncido a su hoplomaco.
—Galen, ve a por un escriba y que diseñe un emblema para mi hijo. Algo digno de un campeón real. Un águila o un león, tal vez.
Estes meneó la cabeza.
—A mí me parece que mejor un pegaso o un tridente.
—Un fénix —dijo Estigio. Nada lo describía mejor. Había sido forjado en las llamas del río Flegetonte, en el Inframundo. Y como un fénix, no podría existir de verdad hasta que su padre estuviera muerto y enterrado.
El rey lo saludó con una inclinación de cabeza.
—Ya has escuchado a mi hijo, Galen. Que sea un fénix.
—Me encargaré de todo, majestad, y yo mismo le entregaré su nuevo hoplon en un mes.
Mientras Galen y su padre se alejaban para hablar del asunto, Estes se acercó a él.
—Tu padre tiene razón, Estigio. Te estás convirtiendo en un buen hombre.
Estigio no comentó sus palabras mientras recogía el casco y la espada.
—¿Cómo le va a mi hermano bajo tu custodia, tío?
Un extraño temblor sacudió el cuerpo de Estes, uno que Estigio no entendió. Y aunque lo intentó, no fue capaz de leerle el pensamiento.
—Se encuentra muy bien. Es feliz. Está sano. Se parece a ti.
—Salvo por los ojos —le recordó Estigio.
—Salvo por los ojos.
«Y las cicatrices de las quemaduras…».
Como no quería pensar en eso, Estigio colocó su hoplon en la pared antes de entrar en las estancias de Galen, seguido muy de cerca por Estes.
—¿Pregunta Aquerón por mí?
—Pues sí. A menudo. Un día me gustaría que os reunierais. Creo que los tres disfrutaríamos mucho. —Había un deje todavía más raro en su voz. Algo que le provocó un escalofrío en la columna.
Aun así, no podía escuchar ni uno sólo de sus pensamientos. ¿Cómo era posible?
Preocupado por esa circunstancia, Estigio dejó el xiphos de Galen en el lugar en el que su instructor solía guardarla.
—Dime, joven Estigio, ¿ha llamado tu atención alguna muchacha o ha reclamado tu corazón?
Le costó la misma vida no poner cara de asco al escuchar la pregunta. Entre las locuras y el odio de su madre y de Ryssa, y las mujeres infieles y temperamentales que se arrojaban a sus pies constantemente, atarse a una era lo último que le apetecía.
—No.
—¿No? —Estes no daba crédito, como si fuera algo impensable—. ¿Cómo puedes ser tan joven y tan guapo y no estar enamorado?
Tal vez lo estuviera si la emoción no le fuera ajena por completo.
—Las mujeres me resultan tediosas y mandonas. Aburridas y poco apetecibles. No me interesan.
Estes enarcó una ceja al escucharlo.
—¿Estás diciendo que prefieres acostarte con hombres?
En esa ocasión sí torció la cara por el asco cuando le asaltaron los recuerdos.
—Por todos los dioses, no. Ni mucho menos. No me apetece acostarme con ninguno.
Su tío se quedó boquiabierto y casi se atragantó.
—¿Todavía eres virgen? ¿A tu edad? Inconcebible. Tanto tu padre como yo teníamos ya un montón de bastardos cuando cumplimos los quince. Y tu hermano hace mucho que ha descubierto el placer en brazos de otra persona. Ya he perdido la cuenta de todas las amantes que ha tenido Aquerón.
—Supongo que no soy igual de hombre que mi hermano. —Por supuesto, tenía mucho que ver que Aquerón no se hubiera pasado casi un año siendo torturado para exorcizar unos demonios que no existían.
Después de semejante experiencia…
No tenía deseos de que nadie lo tocara, por ningún motivo.
Salió de las estancias de Galen y se dirigió al vestuario.
Estes lo siguió.
—Perdona, no quería ofenderte con mi sorpresa. He hablado sin pensar.
«Claro que ha sido tu intención, imbécil, ¿por qué si no lo ibas a mencionar?».
Furioso por el insulto, Estigio guardó silencio mientras se desataba la coraza. Su tío lo ayudó a quitársela. Mientras la llevaba al maniquí, Estigio se despojó del quitón negro e hizo ademán de coger el blanco.
Cuando su tío se volvió hacia él, se quedó sin aliento al ver las espantosas marcas que cubrían su cuerpo. Extendió una mano y tocó las cicatrices que cruzaban el costado izquierdo de su cuerpo.
—Siento mucho lo que te pasó.
Más furioso si cabía por el inútil lamento, Estigio se apartó de su tío para quitarse las grebas.
—Estigio…
—Por favor, tío. No tengo ganas de hablar del tema. Lo pasado, pasado está.
«Además, tú mismo lo dijiste en su momento. No volveré a ser el mismo», pensó. Toda esa experiencia, sumada al brutal e inesperado ataque de su madre, le había robado cualquier sensación de seguridad o de valía.
Como mucho, se sentía un intruso indeseado con su familia; y en el peor de los momentos, un bastardo despreciado. Solo quería alejarse de todos ellos.
Estes hizo una mueca al ver las cicatrices que le cubrían la espalda y las ingles.
—¿Por eso no te has acostado con nadie?
En parte, pero no por lo que creía Estes. No estaba preparado para responder preguntas suscitadas por sus cicatrices, ni para explicar por qué un príncipe que nunca había entrado en combate las tenía.
—Me funciona todo el equipo. Eso no tiene nada que ver con mi decisión. Los sacerdotes pusieron mucho empeño en no dejarme impotente ni estéril. —Su voz era tan gélida como la rabia que le inundaba el corazón.
Y Estes por fin se percató de lo espinoso que era ese tema para él.
—Muy bien. No es asunto mío. Pero puedes contar conmigo, Estigio. Si me necesitas.
«No es verdad. Eres un cabrón cobarde», pensó. Y eso resumía el problema con su tío. Al igual que todos los demás, Estes le había mentido con gran descaro. Su valiente y noble tío, cuyas hazañas heroicas habían sido contadas una y otra vez por los historiadores, los poetas y los escribas, le tenía pavor a su padre y no se había atrevido a llevarlo de vuelta a casa en contra de los deseos de su padre para salvarlo de su tormento. En cambio, el héroe de guerra se marchó con el rabo entre las piernas y dejó a un niño a su suerte. ¿Cómo iba a perdonarle algo así?
La mirada de Estigio se posó en la cicatriz de más de un palmo que su padre le había hecho en el brazo, y el dolor del pasado lo abrumó. Estaba hastiado de todo. De las mentiras, de la hipocresía. Del odio.
De las expectativas que nadie cumplía.
Se apartó para lavarse.
—Si no te importa, tío, me gustaría estar a solas un rato.
—Creía que odiabas la soledad.
Eso fue antes de que lo obligaran a soportarla y de que aprendiera a hacer una amarga tregua con las voces que gritaban y susurraban en su cabeza.
—La gente cambia.
—Así es. —Estes le dio una palmada en la espalda—. Te dejaré solo. Pero ten presente que te quiero, sobrino.
Si el amor significaba abandonar a alguien cuando dicha persona estaba indefensa y siendo atacada, no le interesaba. Pero ¿qué sabía él de los encantos de Afrodita?
Esa zorra lo odiaba como todos los demás.
Un tic nervioso apareció en su mentón cuando miró el casco, y la cara de Atenea también se burló de él. Debería arrancar la placa y reemplazarla por una de Eris o de Odia. Eran los únicos habitantes del Olimpo con los que podía congraciarse.
Se secó con un paño y se vistió, colocándose en último lugar la clámide sobre los hombros. Se preparó una capucha para ocultar el rostro. Lo último que deseaba era volver a casa, donde su padre le exigiría más cosas. Ryssa lo atacaría con su lengua viperina y alguna puta lo manosearía para intentar acostarse con él.
«Solo quiero un momento de tranquilidad…».
Estaban representando una obra nueva en la ciudad. Si se daba prisa, sólo se perdería unas escenas. Al menos, podría olvidarse del mundo durante un breve período de tiempo y vivir en otro. Y mientras ocupase un sitio en los asientos reservados para la plebe, nadie lo molestaría. Sería como cualquier otro…
Al menos durante un rato.
Levantó una mano y se sujetó la capucha mientras corría hacia el ridículo refugio que tenía.
—¿Estes?
El aludido levantó la vista del pergamino que estaba leyendo en el escritorio de Jerjes, al otro lado de la estancia.
—¿Sí?
El rey cruzó los brazos por delante del pecho y se apoyó en la pared que tenía detrás.
—Dime qué te parece Estigio, de verdad.
Estes lo miró con sorpresa.
—¿A qué te refieres?
Jerjes titubeó antes de hablar de un tema que lo atormentaba en todo momento. Uno del que no se atrevía a hablar con nadie más que con su hermano. Si bien dudaba de la paternidad de Estigio en privado, el niño era el único heredero que tenía. En público siempre se comportaba como si no tuviera dudas acerca del príncipe Estigio. Si Estigio no heredaba, se libraría una guerra civil que destrozaría su reino, y no quedaba nadie lo bastante fuerte que pudiera reconstruirlo.
Y si bien Estes podría ser lo bastante fuerte para mantenerlo unido mientras viviera, jamás engendraría un heredero. Lo que significaría el final de la orgullosa casta de Aricles.
Jerjes no podía permitirlo.
Dídimos necesitaba de un rey fuerte y sin oposición en el trono. Aunque eso significara poner a un hombre que no fuera de su sangre.
—¿Te parece… raro?
Estes se acomodó en la silla de madera y meditó la pregunta.
—Ha llegado a esa complicada edad en la que no es ni un niño ni un hombre, sino una mezcla de ambas cosas, hermano. Su cuerpo está cambiando y creciendo más rápido de lo que esperaba, y está siendo asaltado por potentes deseos que no había experimentado antes. También se está enfrentando a la realidad de que algún día, cuando tú ya no estés, regirá y será responsable de la ciudad-estado más grande de Grecia, de su ejército y de todos sus habitantes. Si quieres que te diga la verdad, todos fuimos raros a su edad. Tú más que yo.
Jerjes se echó a reír.
—No había nadie más raro que tú, hermano.
Pero Estes tenía razón. Con la edad de Estigio, él estaba aterrado por la idea de que algún día perdería a su padre y se vería obligado a hacerse cargo de un trono para el que no estaba preparado. Esa posibilidad lo ponía tan nervioso que casi había desquiciado a su padre con sus constantes preguntas por su estado de salud.
Y apenas había cumplido los diecisiete cuando su padre sucumbió a una repentina enfermedad.
Sin embargo, no era eso lo que percibía en Estigio. El príncipe se comportaba de forma muy distante y fría con él, y con todos los demás. A veces incluso temía que el muchacho quisiera matarse.
Jerjes suspiró.
—Tal vez. Pero no se parece mucho a nosotros, ¿verdad?
—¿Estás loco? Tiene nuestro mismo pelo rubio y nuestros ojos azules. Y los mismos hombros anchos.
—Su cara…
—Es suya. Eso es verdad. Pero la mayoría de los hombres mataría por tener un hijo tan guapo. Si no me crees, ofrécelo en el mercado y verás lo rico que te haces.
—¡No voy a vender a mi hijo! —exclamó Jerjes.
—Entonces ¿admites que es tuyo?
Jerjes resopló por la artimaña de su hermano. Estes siempre había sido capaz de engañarlo. Por eso su hermano era un comandante militar tan bueno. Siempre pensaba nueve pasos por delante de todos los demás y sabía cómo manipular a las personas para conseguir que hicieran lo que él quería.
Aun así, Jerjes no podía desentenderse del presentimiento de que Estigio tenía como padre a otro hombre. De que Estigio era más hermano de Aquerón que hijo suyo.
Estes se frotó la barba.
—Hermano, ¿has visto las cicatrices de Estigio?
Jerjes frunció el ceño.
—¿Qué cicatrices?
—Es hijo tuyo. ¿Cómo es que no las has visto? El pobre muchacho está cubierto de arriba abajo. Las tiene por la espalda, por las ingles y las costillas… Por no mencionar que su propia madre intentó matarlo y que su hermana mayor lo ridiculiza cada vez que habla y a veces cuando ni siquiera abre la boca, y mientras tanto, tú te ríes de sus ataques y crees que sus burlas son graciosas. Teniendo en cuenta todo eso, creo que Estigio tiene derecho a comportarse de forma extraña de vez en cuando. Ha pasado por más tragedias y desafíos en su corta vida que muchos hombres a lo largo de toda una vida.
Eso podría explicar parte de lo que Jerjes presentía.
Sin embargo, había ocasiones en las que sentía un odio absoluto procedente de él. Ocasiones en las que sentía que Estigio estaba conspirando en su contra.
—Me oculta cosas.
—¿Tengo que recordarte todas las cosas que le ocultamos a nuestro padre? Empezando por la esclava pelirroja que compartimos cuando estuvimos en casa del tío Arel…
Se echó a reír al recordar las dos mejores semanas de su vida.
—Fue un bocadito delicioso.
—Ya lo creo.
Tal vez Estes tuviera razón después de todo…
—Supongo que estoy exagerando. Solo me preocupo por él y por nuestro reino.
—Eso es lo que hacen los reyes y los padres.
Jerjes se echó a reír.
—Pues entonces soy estupendo en ambos aspectos.
—Por supuesto que lo eres.
Jerjes le sonrió al hermano al que quería más que a nada en el mundo.
—Te echo muchísimo de menos cuando no estás. Detesto que solo pueda verte una vez al año, y siempre es una visita muy corta.
—A lo mejor puedo quedarme más tiempo la próxima vez. ¿Podría llevarme a Estigio a cazar una semana sin ti? A lo mejor confía en mí si se aleja de aquí y se olvida un momento de sus responsabilidades. Así podría observarlo y comprobar si es normal o no, y te contaré lo que averigüe.
—Una idea maravillosa. Y creo que le gustaría. Lleva bastante tiempo muy triste y alicaído.
Estes sonrió.
—Estoy deseando pasar un tiempo a solas con Estigio. Para entonces ya le habrá crecido de nuevo el pelo y su cuerpo estará más desarrollado.
—¿Qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando?
—Así se sentirá más seguro de sí mismo. Se sentirá más como un hombre y menos como un niño asustado.
Jerjes resopló.
—Dudo mucho que pueda ser más inseguro. Es otra de las cosas que me molestan de él. Deambula por los rincones como un plebeyo aterrado, no anda como un príncipe. —Algo que también hacía que dudase de la paternidad de Estigio. Era imposible que él hubiera engendrado semejante ratoncillo asustado.
Estes atravesó la estancia y le dio una palmada en el hombro.
—No pienses más en eso, hermano. Yo me encargaré de mi sobrino y de sus necesidades. Te lo prometo. En cuanto pase una semana conmigo, será totalmente distinto. Confía en mí. Sé lo que tengo que hacer para convertirlo en un hombre.