Estigio aminoró el paso de su caballo mientras se acercaba al modesto campamento beduino donde iba de compras todos los años por esas fechas. Las niñas y las mujeres estaban atendiendo los rebaños de cabras y ovejas, cocinando y realizando otras labores. Ya se habían cubierto el rostro, puesto que los vigías lo habían avistado un buen rato antes y les habían avisado de su llegada. Los hombres atendían a los caballos y a los camellos. Los hombres a los que podía ver, claro. Antes de adentrarse en el campamento había atisbado a muchos guardias y vigías escondidos. Poca gente los habría visto, pero a él no se le escapaba casi nada.
Los miembros del campamento lo reconocerían por su altura. Salvo por los atlantes y los dioses, siempre había sido mucho más alto que las personas con las que se relacionaba. Sin embargo, como los beduinos eran más bajos que la media, a su lado se sentía como un gigante.
Una vez que llegó al centro del campamento se bajó la kufiya de la cara y dejó que el velo le cayera sobre el hombro mientras desmontaba. Le dio unas palmaditas a Skylos para tranquilizarlo y saludó a alguno de los miembros de la tribu con una inclinación de cabeza.
Un muchacho muy joven se acercó a él para que le entregara las riendas de su caballo y de su camello.
—Hola, Sadur —le dijo al niño mientras le ofrecía una barrita de chocolate Hershey’s.
El niño esbozó una sonrisa deslumbrante.
—¡Gracias, señor!
Estigio inclinó la cabeza. Había conseguido la barrita de chocolate en un trueque con un grupo de turistas que pasó junto a su propio campamento la semana anterior. Aunque le habría gustado comérsela, sabía que Sadur la disfrutaría mucho más. Skylos corrió hacia el niño mientras este les daba de beber al caballo y al camello.
Rahim, un primo del jeque Saif, que era el jefe de la tribu, salió de la tienda más grande con una sonrisa en la cara. A diferencia del sencillo atuendo negro de Estigio, el beduino llevaba una túnica y un manto bordados con hilos dorados, rojos y blancos, que representaban su posición social, su tribu de procedencia y su estado civil.
Estigio se colocó una mano sobre el corazón en señal de respeto y humildad.
—Salaam alaikum.
«Que la paz sea contigo».
Rahim sonrió y lo abrazó, tras lo cual le tendió la mano.
—Príncipe Estigio, me alegro de volver a verte.
Estigio aceptó su mano y se vio obligado a agacharse para frotarse la nariz tres veces con él. Rahim siguió tomándolo de la mano después de haberse saludado, como muestra de amistad y bienvenida.
—¿Te ha tratado bien el Sáhara este año? —le preguntó el beduino.
—Muy bien, la verdad. Veo que tienes una esposa. Felicidades.
—Ah, sí. Mi Yesenia. Por fin la conquisté y ayer mismo me dijo que el próximo mes de noviembre me regalará un hijo.
Estigio sonrió al escuchar las noticias.
—Felicidades de nuevo, amigo mío.
Rahim le hizo una señal con la mano derecha para invitarlo a entrar en la tienda de su primo. Lo llevó hasta el lugar donde el jeque se reunía con los miembros más importantes de la tribu y con la familia.
Nada más verlo, Saif se acercó a él para abrazarlo.
—¡Príncipe Estigio! Salaam alaikum!
Aunque detestaba el título, el estatus social era muy importante para la gente del desierto, y le otorgaba una ventaja a la hora de comerciar y negociar. Era lo único bueno que le había reportado su sangre real.
—Y contigo también, amigo mío.
Saif lo invitó a sentarse en uno de los cojines de color vino tinto, profusamente bordados, distribuidos sobre las alfombras persas que cubrían el suelo. Una vez sentados, lo invitó a compartir el café de cardamomo y el pequeño festín que habían preparado al conocer que se acercaba un extraño.
Estigio se llevó de nuevo la mano al corazón e inclinó la cabeza ante el jeque.
—Gracias, alteza. Es un honor.
Rahim sonrió con alegría y le ofreció un cuenco con dátiles y yogur fresco, porque sabía que eran los preferidos de Estigio.
Acto seguido, el jeque cogió el vaso de Estigio y probó el café para hacerle saber que era seguro beberlo.
—Mi hija quiere que sepas que ha preparado el yogur especialmente para ti.
—¿Dima?
Saif asintió con la cabeza.
—Ya está en edad de casarse y me temo que le gustas. Lleva una temporada, a medida que se acercaba la fecha de tu visita anual, volviéndome loco y suplicándome que la mencione mientras estás aquí.
Estigio bebió un sorbo de café.
—Es un honor ser el objeto de su afecto, alteza. Y aunque es una mujer muy bella, no sería justo para ella compartir mi corazón con mi primera esposa. Dima merece un hombre que pueda amarla con toda su alma.
Saif sonrió.
—Y por eso está enamorada de ti. Porque eres sincero y franco.
—Lo intento.
Rahim le ofreció una pierna de cordero para que pudiera cortar un trozo de carne.
Estigio le dio las gracias.
Saif se sentó una vez que se sirvió un vaso de café. El brillo que iluminaba sus ojos oscuros no presagiaba nada bueno para Estigio.
—Has venido a tiempo, príncipe.
—¿Por qué lo dices?
—Tenemos turistas que no tardarán en invadir el campamento. Si nos ayudas a negociar con ellos, estaré encantado de pagarte por tus servicios.
Aunque preferiría que le golpearan la cabeza con un martillo bien grande, sonrió, ya que sabía que tendría que hacerlo. Saif y su gente habían sido generosos con él durante los cuatro últimos años y estaba dispuesto a hacerles cualquier favor.
—Será un honor y un privilegio ayudar, alteza.
—Bien. Los turistas me ponen la cabeza como un bombo.
Estigio acababa de beberse su tercer vaso de café cuando escuchó los disparos que anunciaban la llegada de los turistas, que debían de ser europeos o americanos si el jeque le había pedido ayuda.
La expresión que vio en la cara de Saif le indicó que esperaba la llegada de los turistas con la misma emoción que él. Sin embargo, era un mal necesario para la tribu. Los turistas ricos estaban dispuestos a pagar pequeñas fortunas por las artesanías y los objetos que Estigio conseguía cambiándolos por pieles. Además, a las agencias de viajes les encantaban ese tipo de campamentos porque podían llevar a los turistas con la seguridad de que no iba a sucederles nada.
Saif miró a Estigio con una sonrisa.
—Hoy demuestras ser un amigo de mi gente, príncipe.
Pues sí, pensó.
Temeroso, Estigio siguió a Rahim al exterior y se encontró con los boquiabiertos pasajeros de dos autobuses que no paraban de fotografiar el campamento beduino. Eran un espectáculo en sí mismos. En ese momento, cuando ya era demasiado tarde, recordó que llevaba la cara, descubierta.
«Mierda».
Y dada su altura, destacaba por encima de los miembros de la tribu.
Las cámaras y los teléfonos móviles lo enfocaron como si fuera una estrella de Hollywood.
Tras cubrirse la cara, le dijo a Rahim:
—Dile a tu primo que el precio por mis servicios acaba de duplicarse.
Rahim rio, consciente de que estaba bromeando.
Una de las mujeres chilló mientras le enseñaba la foto que había tomado con el móvil a otra mujer.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó—. Pienso subirla a Facebook en cuanto tenga cobertura. ¿Venden a los hombres igual que venden a las mujeres? ¿Cuántos camellos me costaría ese?
—Olvídate de comprarlo. Lo contrataremos durante una hora.
Esos fueron los comentarios más moderados. En cuanto a sus pensamientos, la lujuria había invadido sus mentes. La situación despertaba en él el deseo de coger el rifle por si esas lobas lo atacaban. Caminó hasta ellas y se detuvo a su lado.
—Señoras, las entiendo perfectamente.
Las mujeres no se habrían puesto más coloradas ni aun caminando desnudas por el Sáhara a pleno sol durante un mes.
Tras darles la espalda, caminó hasta las tiendas donde la tribu había dispuesto las artesanías que tenían a la venta. Mientras ayudaba a Farid con el regateo de una alfombra en la que estaba interesado un banquero muy rico, sintió que alguien le tiraba de la manga.
—¡Beth, eso no se hace!
El nombre lo sobresaltó. Cuando miró hacia abajo se encontró con una niña morena de enormes ojos verdosos peinada con dos coletas.
—¿Eres un gigante? —le preguntó, haciendo caso omiso de la advertencia de su madre—. ¿Te comes a los niños como si fueras un troll?
Estigio se puso en cuclillas junto a ella y se descubrió la cara para que viese que no tenía por qué tener miedo.
—No, pequeña. Pero ¿quieres saber por qué he crecido tanto?
La niña asintió vehemente con la cabeza.
—Comiendo mucha verdura y bebiendo mucha leche.
—¿De verdad?
Estigio alzó la mirada y vio que la madre los estaba observando.
—De verdad de la buena. —Se levantó la manga de la túnica y se quitó una de las cintas de colores con las que se aseguraba las vainas de los puñales en los antebrazos—. En mi tierra, acostumbramos a darle un regalo a la niña más bonita que vemos. —Le ofreció la cinta rosa y después se la ató en torno a su diminuta muñeca—. Las mujeres que se llaman Beth son las más guapas de todas.
—Gracias —dijo la niña.
Estigio se llevó una mano al corazón e inclinó la cabeza.
—Gracias —repitió la madre—. Siento mucho que lo haya molestado.
—No pasa nada. No ha sido ninguna molestia. Los niños son el regalo más preciado y deberíamos protegerlos siempre. —Se cubrió la cara de nuevo y siguió ayudando a Farid.
Al cabo de unos minutos comenzó a sangrarle la nariz por culpa de los pensamientos que escuchaba en la cabeza. Tras pasar tanto tiempo solo, había perdido práctica a la hora de protegerse.
Se metió una mano en un bolsillo y sacó un pañuelo. Acto seguido, se excusó y salió hacia la parte posterior de la tienda.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó una chica de unos veinte años.
—Sí. Me pasa a menudo.
—A mí también. Sobre todo aquí, con este aire tan seco. —Metió la mano en el bolso y sacó un botecito de espray nasal envuelto en papel de celofán, que le ofreció—. Es muy efectivo para prevenirlas. Quédese con el bote. Tengo tres más. Y sí, soy así de obsesiva.
Estigio le sonrió.
—Gracias.
—De nada. —Se marchó para reunirse con sus amigas.
Tan pronto como la hemorragia se cortó, Estigio volvió para finalizar las transacciones.
Cuando la mujer que le había regalado el espray nasal se acercó para comprar una pulsera, Estigio le dijo a Farid que lo cargara a su cuenta.
El hombre le sonrió a la muchacha y le dijo con dificultad:
—Nada. Lleva. Lleva.
La chica se lo agradeció antes de mirar con recelo a Estigio.
—¿Lo ha pagado usted?
—Una buena obra merece otra.
Ella negó con la cabeza.
—Es demasiado. El espray no es tan caro.
—En mi cultura, el precio de un regalo no es lo importante. Lo importante es la generosidad con la que se ofrece, y eso convierte el espray nasal en algo muy valioso para mí.
—Qué bonito. ¿Es una costumbre del desierto?
—De Dídimos.
La chica frunció el ceño al no reconocer el nombre.
—¿Dónde está?
Por desgracia, se encontraba en el fondo del Egeo por culpa de su hermano.
—En Grecia.
—¿Es griego? —La chica sonrió con alegría—. Mi bisabuela era griega.
Estigio sonrió en contra de su voluntad.
—Menuda coincidencia. Como la mía.
Ella se echó a reír.
—Oye, Mindy. ¿Crees que podemos hacerle una foto a tu amigo?
Estigio se estremeció al escuchar la pregunta.
—¿Le importaría? —le dijo Mindy con un deje esperanzado en la voz.
«Casi preferiría que me sacaran los ojos», pensó él.
—En absoluto —contestó en voz alta.
Las amigas de la chica lo rodearon entre chillidos para fotografiarlo.
—¿Podemos hacerle una con la cara descubierta, por favor?
Estigio tuvo que esforzarse para no torcer el gesto.
—¿Quién necesita un alma en estos tiempos?
—¡Qué gracioso!
Rahim se acercó riéndose mientras las chicas se turnaban para fotografiarse con él.
—Deberías cobrar, amigo mío —le dijo en su lengua.
Estigio fingió una carcajada y le hizo un gesto obsceno con disimulo.
—¡Oh, qué bonito! ¡Le estás enseñando a los turistas a gesticular!
—¿Qué están diciendo? —preguntó una de las amigas de Mindy, que se encogió de hombros.
—Me estaba regañando por mi comportamiento —le explicó Estigio—. Y yo le he hecho un gesto para dejarle claro lo que pienso.
—¡Hala! —exclamó una de las chicas—. Qué listo es, ¿verdad?
—Me encanta tu acento. ¿Eres árabe?
—No.
—¿Eres un bandido?
—Es un príncipe con sangre real.
Las chicas abrieron los ojos de par en par al escuchar el comentario que Rahim hizo de pasada mientras se alejaba del grupo.
Estigio gruñó y le dijo en su lengua:
—Gracias, Rahim. Que las pulgas del desierto invadan tus partes íntimas.
—Lo mismo te deseo, príncipe —replicó él.
Las turistas comenzaron a bombardearlo con preguntas y a manosearlo.
—¡Chicas! —exclamó Mindy—. Parecéis un grupo de actrices porno salidas. Dejad tranquilo al pobre hombre. —Lo alejó de ellas—. Lo siento. Somos de Minnesota, que está en…
—Sé dónde está. —La cuñada de Urian vivía allí y este la visitaba todos los años.
—Ah, lo siento. El caso es que no es normal encontrarse un príncipe donde vivimos. —Y pensó—: Mucho menos uno que se parezca a ti. Al cuerno con Guillermo. A tu lado parece un vejestorio.
El comentario sobre el tal Guillermo lo dejó pensativo, ya que no lo entendía.
—No pasa nada.
Estaba a punto de alejarse cuando Mindy lo tomó del brazo.
—¿Cómo se llama?
—Estigio.
—Parece un grupo musical.
Estigio esbozó una sonrisa.
—Es un río del Inframundo griego.
—Ah, qué guay. En fin, dentro de dos días regresamos a Estados Unidos. Las clases de otoño empiezan la semana próxima. Esto… si te apetece almorzar o tomar algo antes de que nos vayamos… —Se mordió el labio mientras se pasaba una mano por el escote del top de encaje que dejaba a la vista la parte superior de su generoso busto.
Estigio sintió una punzada de deseo por primera vez en mucho tiempo. La verdad era que la muchacha lo excitaba.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, inclinó la cabeza y la besó en los labios. Ella gimió, le arrojó los brazos al cuello y lo pegó a su voluptuoso cuerpo.
Estigio cerró los ojos y saboreó la sensación. Había pasado tanto tiempo…
No obstante, su perfume lo estropeó todo. No era su Bethany. Y aunque le gustaba que lo acariciaran, no era eso lo que ansiaba. Además, si Mindy llegaba a ver las cicatrices que tenía en el cuerpo comenzaría a hacerle preguntas que no estaba dispuesto a responder. Evocaría recuerdos con los que no quería lidiar.
De modo que se apartó de ella y le puso una mano en una mejilla.
—Ha sido un placer conocerte, Mindy. Que tengas un buen viaje de regreso a casa. —Destrozado y sintiéndose muy solo, se volvió y se alejó.
«Putos dioses», pensó.
Entre ellos y la crueldad de sus padres y de su tío, le habían destrozado el corazón y también el alma.
Y aunque por fin había encontrado la paz en el desierto, solo en los brazos de Bethany había conocido la felicidad y la aceptación.