Estigio se despertó bocabajo en un frondoso bosque. Los pájaros trinaban en los árboles mientras el sol se colaba entre las copas, iluminando la hierba a su alrededor. Le dolían las costillas como si Galen le hubiera asestado unas cuantas patadas. Siguió tumbado en el suelo mientras intentaba ubicarse, de repente escuchó una preciosa voz de contralto cantando una antigua nana egipcia. Las palabras en egipcio le recordaron tanto a Bethany que se le llenaron los ojos de lágrimas.
Incapaz de resistirse, se levantó y caminó hacia el lugar de donde procedía la voz. Al llegar a un claro, vio a Bethany sentada en su manta, acunando a un niño de unos cinco años. Cuando lo vio, le sonrió y esa sonrisa lo abrasó por entero.
—Mira, pequeño Galen, papá por fin está en casa. —Bethany soltó al niño, que corrió hacia él.
—¡Papi, papi!
Estigio era incapaz de respirar mientras el niño se aferraba con fuerza a una de sus piernas. Con manos temblorosas, le acarició los rizos rubios y contempló maravillado unos ojos azules que lo miraban con amor y adoración.
En cuanto lo alzó en brazos, Galen lo abrazó y apoyó la cabeza en un hombro. El gesto lo derritió.
—Te he echado de menos, papi. ¿Me has traído un regalo?
—El regalo es él —se burló Bethany—. ¿No te parece bastante?
Galen se echó a reír y regresó a los brazos de su madre. Bethany se lo colocó en una cadera mientras se ponía de puntillas para besar a Estigio con pasión.
—Para que lo sepas, estoy muy enfadada contigo.
—¿Por qué?
—Porque te he echado de menos. Pero me alegro tanto de que hayas regresado que acabo de perdonarte por completo.
Estigio sintió que se le aceleraba el corazón mientras ella apoyaba la cabeza en su pecho y le pasaba un brazo por la cintura. Los abrazó a ambos, incapaz de respirar por el nudo que se le había formado en la garganta. El olor a eucalipto y azucena lo envolvió. No quería moverse ni apartarse de ellos.
«Debo de estar muerto».
Sin embargo, no le importaba. Ese era el único lugar donde quería estar. Entre los brazos de Beth.
Bethany le devolvió a Galen y lo tomó de una mano para conducirlo a la casita donde vivían. Los juguetes de Galen estaban desperdigados por el interior. Nada más entrar, el niño empezó a mover las piernas para indicarle que lo bajara. Tras complacerlo, Estigio abrazó a Bethany con ternura, enterró la cara en su pelo y dejó que ella le acariciara la espalda.
Su cuerpo cobró vida al instante por la sobrecarga hormonal.
—¿Galen? —dijo Bethany.
—¿Qué, mamá?
—¿Por qué no sales un ratito para jugar con Dynatos?
Galen cogió una pelota y salió corriendo.
—¡No te alejes mucho! Quédate cerca para que pueda oírte.
—Vale, mamá.
Tan pronto como se cerró la puerta, Beth le dio un beso abrasador en los labios. Estigio era incapaz de hilar dos pensamientos seguidos mientras ella lo desnudaba, despojándolo de la clámide y del quitón para poder acariciarlo a placer.
A su vez, él le desató el cordón que le ceñía el peplo a la cintura y después le pasó la prenda por la cabeza. Su mirada devoró con avidez ese precioso cuerpo desnudo, tras lo cual tiró de ella para pegarla a su torso.
Con una risa traviesa, Beth saltó y le rodeó la cintura con las piernas mientras le mordisqueaba la barbilla y los labios.
—Me alegro mucho de que estés en casa.
—Beth, yo también me alegro. Tengo la impresión de haber estado lejos una eternidad.
—Un único latido de mi corazón que pasemos separados es ya una eternidad para mí.
Estigio saboreó sus palabras en la misma medida que saboreaba el contacto de su cuerpo desnudo.
Bethany le cogió una mano y frunció el ceño.
—Tienes cicatrices nuevas.
—No son importantes.
—Para mí sí lo son. No me gusta que te hagas daño.
El amor que transmitían sus palabras se la puso aún más dura. Puesto que necesitaba hundirse en ella, la llevó hasta el dormitorio. A decir verdad, no quería esperar para hacerla suya. Sin embargo, el amor que le profesaba era inmenso y se trataba de la madre de su hijo. No quería fornicar con ella como si no le importara nada, cuando lo único que deseaba en el mundo era que Beth lo amara aunque fuera una décima parte de lo que la amaba él.
Tras dejarla con cuidado en la cama, capturó de nuevo sus labios y se acomodó despacio entre sus muslos. Temblando por el deseo, descendió por su cuello y sus hombros, dejando una lluvia de besos, a fin de saborear un maravilloso y endurecido pezón.
—Te quiero, Beth —susurró, frotándole el pecho con la barbilla.
—No tanto como te quiero yo, cariño. ¿Por qué has tardado tanto en venir?
—Por los dioses que tanto odio.
—Estigio, no deberías odiar a los dioses.
¿Cómo no iba a odiarlos? Se lo habían arrebatado todo. Hasta la dignidad. Sin embargo, mientras contemplaba esos ojos dorados y verdes, descubrió que el odio no le importaba.
—Pues bésame, Beth. Insúflame tu amor y tu fe para que deje de odiarlos.
Ella lo besó con pasión y extendió una mano para guiarlo hacia el interior de su cuerpo.
Estigio se quedó sin aliento al sentir que lo rodeaba por completo. Se pasó un buen rato sin moverse siquiera, por temor a correrse de inmediato.
—No te preocupes, amor mío —le susurró ella al oído—. Sé que ha pasado mucho tiempo. No te preocupes por mí. Ya me complacerás durante el resto de la noche. —Levantó las caderas para que se hundiera hasta el fondo en ella.
El éxtasis lo consumió al instante. Apretó los dientes y gritó a pleno pulmón mientras la penetraba al máximo, estremeciéndose entre sus brazos.
—Tú no te has enterado de nada —murmuró de forma entrecortada.
Beth le pasó una mano por el pelo.
—Te equivocas. Te siento bien adentro y te tengo entre mis brazos. Nada podría hacerme más feliz. Además, sé que me compensarás después.
Pues sí, lo haría, pensó.
Suspiró y apoyó la cabeza en su pecho para escuchar los latidos de su corazón mientras Dynatos ladraba y Galen reía en el exterior. Escucharlos de esa manera hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas.
—¡Papá! —gritó Galen, que entró en tromba en la casita.
Estigio apenas tuvo tiempo para ponerse de nuevo el quitón y tapar a Bethany antes de que el niño llamara a la puerta. Tras asegurarse de que su hijo no viera nada que pudiera traumatizarlo de por vida, abrió la puerta y se arrodilló.
—¿Qué pasa?
—¡Hay una tortuga! ¡Ven a verla!
Estigio se aseguró el quitón, caminó hasta la cocina y tomó a Galen de la mano, dejando que Bethany pudiera vestirse tranquila.
—¿Dónde está?
Galen lo llevó corriendo al exterior y se detuvo para señalarle la tortuga, enterrada en el barro al lado del tronco de un árbol.
—He intentado liberarla, pero si me acerco más me mancharé y le he prometido a mamá que hoy no me ensuciaría porque acabas de llegar a casa.
Estigio se arrodilló en el barro y acercó a su hijo mientras recordaba las crueles reacciones de su padre cada vez que se arrugaba la ropa o llevaba un bajo descosido.
—Galen, me da lo mismo si te revuelcas en el barro como si fueras un cerdito. Lo único que me importa es que lleves una sonrisa en la cara cuando yo vuelva a casa. Eso es lo único que no quiero que se estropee. —Cogió a su hijo en brazos y lo acercó a la tortuga para que pudiera rescatarla. Después le acarició el pelo y lo besó en la mejilla—. ¿Sabes de dónde viene el nombre de los quelonios o tortugas?
—¡De los dioses!
Estigio sonrió y ayudó a Galen a trasladar al animal hasta la charca, donde le limpiaron el barro.
—Exacto. Quelona era una ninfa que se negó a asistir a la boda de Zeus y Hera, aunque enviaron al mismísimo Hermes a buscarla. Furioso, Zeus fue a verla y exigió que le explicara por qué había desafiado su autoridad. ¿Sabes lo que dijo la ninfa?
Galen negó con la cabeza.
—Dijo, y voy a usar sus propias palabras, «aunque sea humilde, donde mejor se está es en casa».
—¿Por eso lleva la casa a cuestas?
—Sí, por eso. —Aunque la historia afirmaba que Hermes y Zeus lo habían hecho como castigo por su negativa a abandonar su casa. Sin embargo, en opinión de Estigio no era un castigo—. Si pudiera, yo os llevaría a tu madre y a ti en la espalda allá donde fuera.
—Papi, se reirían de ti.
—Por algunas cosas merece la pena que se rían de uno.
Galen torció el gesto y negó con la cabeza.
—A mí no me gusta que se rían de mí.
—Pues yo me pintaría de rosa y andaría desnudo por el mundo si de esa forma os arrancara una sonrisa a tu madre y a ti.
Galen se echó a reír y después dejó a la tortuga en el agua. Acto seguido, se arrojó sobre Estigio, manchándolo de barro. Cuando se alejó de él, se tensó al ver lo que había hecho.
—Oh, oh…
—¿Qué?
El niño se inclinó para susurrarle al oído:
—Mamá viene para acá y creo que no le hace mucha gracia que nos hayamos manchado de barro. A lo mejor deberías coger el escudo y la espada, papi.
—Tranquilo —replicó él, también susurrándole al oído—, yo te protegeré.
—No sé cómo.
Estigio sintió que se le henchía el corazón mientras observaba a Bethany acercarse a ellos.
—El secreto está en no cortarle la cabeza a la gorgona, hijo. Debes hacerla reír.
Galen abrió los ojos de par en par.
—Creo que sería más fácil cortarle la cabeza.
—Sólo como último recurso. —Besó a Galen en una mejilla y después se puso en pie con el niño en brazos para acercarse despacio a Bethany, que los miraba con el ceño fruncido.
—Mis dos héroes cubiertos de barro. ¿Qué voy a hacer con vosotros?
—La respuesta es muy fácil, Beth.
Ella enarcó una ceja.
—Querernos —siguió Estigio, que inclinó la cabeza para besarla, tras lo cual le acarició una mejilla con la mano llena de barro, dejándole una mancha.
Acto seguido, se echó a reír y se alejó de ella llevándose a Galen consigo.
Bethany los persiguió, chillando como si estuviera furiosa.
La risa de Galen se mezcló con la de sus padres mientras Dynatos los perseguía hasta que ese perro traidor lo tiró al suelo. A fin de evitarle el golpe a Galen, cayó de costado y rodó hasta quedar tumbado de espaldas, con su hijo sobre el pecho. Bethany se arrojó sobre él y se colocó a horcajadas sobre sus caderas. Abrazó tan fuerte a Galen que el niño comenzó a protestar. Después lo abrazó aún más fuerte.
—¡Papi, socorro! La gorgona está intentando asfixiarme.
—¿Quieres que te ayude? Muy bien. —Se incorporó y los rodeó a ambos con los brazos, de modo que Galen quedó atrapado entre ambos.
Las protestas del niño aumentaron.
—¡Tenías que ayudarme a mí, no a la gorgona!
Estigio soltó una carcajada mientras instaba a Galen a recostar la cabeza en su pecho y Bethany la apoyaba en uno de sus hombros. Aunque estaba disfrutando de la felicidad de estar junto a ellos, sabía que no duraría.
Nunca duraba.
La idea de que llegara a su fin le desgarró el alma.
«Por favor, concededme este único deseo. Permitidme seguir con ellos», suplicó en silencio.
Sin embargo, era consciente de la realidad. Aquerón se lo dijo en una ocasión.
Estaba maldito y los seres malditos jamás conocían lo que era la felicidad.