Estigio contemplaba las heridas que, aunque estaban sanando, aún le dolían una barbaridad. Simi lo había hecho trizas. Literalmente. Aunque ese era su trabajo, claro.
Proteger a Aquerón.
«No puedo quedarme aquí».
En cuanto la hija demoníaca de su hermano descubriera que había vuelto a la vida, regresaría a por él. Y no era Prometeo para que le arrancaran el hígado día sí y día también. Bastante había sufrido ya. Pasaba del tema.
El motivo de que hubiera querido estar en Katoteros no era otro que el deseo de conocer a su hermano y conseguir establecer una relación con él. Aunque era duro de mollera, hasta él admitía por fin que a esas alturas semejante propósito era imposible. Aquerón no se interesaba lo más mínimo por él.
Había llegado el momento de claudicar y de seguir adelante.
Resignado a lo inevitable, se encaminó al templo principal. Sin embargo, no había contado con el espantoso tropel de recuerdos que lo asaltarían nada más entrar en el edificio. Unos recuerdos tan intensos que empezó a temblar.
O tal vez fuera por el dolor de las heridas.
En cualquier caso, se estremeció al verse encadenado y arrastrado por encima del símbolo de Apolimia. Todavía escuchaba los gritos furiosos de Arcón que reverberaban por todo el templo mientras él trataba de liberarse de esos dioses que se reían y se burlaban de sus patéticos esfuerzos «humanos».
—¿Styxx?
Se volvió y vio a Danger, que llegaba al vestíbulo procedente de una puerta lateral por la que se accedía a los aposentos privados de Arcón.
—¿Qué haces aquí? —susurró la mujer.
—Quiero hablar con Aquerón.
—No está en casa.
—¿Sabes cuándo piensa volver?
—No. —Danger suspiró—. Lo siento, pero si quieres, puedes esperarlo en el salón e trono.
Las buenas noticias eran que Simi debía de estar con Aquerón. De modo que estaría a salvo por un tiempo.
—Gracias —replicó, al tiempo que se encaminaba a la estancia sin darle opción a Danger a que le indicara cómo llegar.
Le sería imposible olvidar los detalles de ese lugar. Llevaba todos los rincones del templo grabados a fuego en la memoria.
Una vez que entró, cerró la puerta de doble hoja y meneó la cabeza al ver el trono negro de Aquerón. Por fin su hermano tenía un trono. Ojalá supiera lo que había significado ser el heredero al de Dídimos. Claro que en su caso lo malo fue tener a Jerjes por padre. Tal vez los demás príncipes hubieran disfrutado de una vida protegida y mimada.
—¿Quién cojones lo ha dejado entrar? —escuchó que preguntaba furioso Aquerón, interrumpiendo sus pensamientos.
«Yo también te he echado de menos, hermano».
Urian le respondió con bastante mala leche:
—La fantasma, que quiere que hagáis las paces y os deis un besito.
—Prefiero que Tory me dé en la cabeza con el martillo que me ha tirado.
—¿Tory? —le preguntó Urian.
—Es una historia muy larga —replicó Aquerón, que soltó un suspiro cansado—. Gracias por el aviso. Me encargaré de él.
«Sí, seguro que te vas a encargar de mí…», pensó Estigio.
Ese cobarde jamás se había encargado de él. Se limitaba a arrojarlo a la primera cárcel que se le ocurriera y a olvidarlo.
La puerta doble se abrió de par en par con el mismo despliegue de poder que demostraba Arcón cuando reinaba en esos lares. Su hermano llevaba una foremasta atlante con su símbolo solar en la espalda y unos pantalones negros de cuero. Se acercó a él como si fuera un depredador. Claro que semejante pose no podría intimidar a un hombre que se había visto obligado a luchar todos los días de su vida.
A medida que se acercaba, Estigio escuchó la voz que atormentaba a su hermano.
La voz de Estes.
«¿Cómo te atreves a hacer que te desee de esta forma? Te odio por lo que me obligas a hacer, puto asqueroso. ¡Te odio!».
Sí, Estes los había jodido en más de un sentido.
—Estigio, no estoy de humor para hablar contigo. He perdido la poca paciencia que me quedaba hace dos minutos.
Eso explicaba el palpitante dolor de cabeza que tenía él. Un dolor que empeoró al estar tan cerca de Aquerón. De modo que no todo el malestar que sentía se debía al ataque de Simi. En fin…
Se obligó a adoptar una actitud sumisa, aunque fuera en contra de su naturaleza.
—Lo sé. Presiento tus cambios de humor… un don que me regalaron —añadió con sarcasmo, ya que Aquerón no recordaba que fue él quien le otorgó dicho don cuando su madre vinculó sus fuerzas vitales—. Me lo regaló Artemisa cuando me arrojó al Tártaro. He venido para pedirte un favor.
Aquerón lo miró con desprecio.
—¿Cómo te atreves a pedirme otro favor?
¿Cuándo le había pedido un favor a Aquerón?, se preguntó.
Ah, sí… ya lo recordaba.
«Hermano, por favor, por favor, envíame a Katoteros y deja que me muera de hambre en el templo donde los dioses me maltrataron y me violaron».
Ese era el favor al que se refería Aquerón. Qué generosidad la de su hermano…
«Ni se te ocurra abrir la boca», se ordenó.
Si discutía con su hermano, no saldría de ese lugar. Enfrentarse a Aquerón era como hacerlo con Apolo. Era mejor apelar a su arrogante ego para conseguir lo que se quería.
—Te lo pido como hermano y te lo suplico como dios que eres.
Ahí estaba. El brillo arrogante en esos turbulentos ojos plateados que tan bien conocía por haberse visto obligado a lidiar con otros seres de la ralea de Aquerón. Los dioses antiguos disfrutaban mucho haciendo alarde de su poder y desplegándolo sobre los humanos.
—Y ya que le suplicas a un dios, ¿qué sacrificio le ofreces a cambio de ese favor?
Estigio se obligó a no reaccionar en absoluto ante la burla de su hermano. Al menos no estaba desnudo delante de los ciudadanos de Dídimos, sometido a la furibunda mirada de su padre y al regocijo de Ryssa mientras asistían a su humillación.
«No tengo nada, por tu culpa y por la culpa de la puta de tu madre».
Sólo se le ocurría una última cosa que no pensaba utilizar jamás.
—El corazón.
Aquerón frunció el ceño.
—No lo entiendo.
Claro que no lo entendía. Si carecía de corazón, ¿cómo iba a entender lo que le estaba ofreciendo?
Asqueado, se lo explicó.
—Te ofrecí lealtad y no te bastó. Así que ahora te ofrezco el corazón. Si miento o te traiciono, puedes arrancármelo cuantas veces quieras. Si te apetece, me encadenas a la misma roca donde está Prometeo. —«Si tengo suerte, no volverá a crecerme otro después de que me lo arranques», añadió para sus adentros.
Eso pareció apaciguar al muy cabrón.
—¿Qué favor solicitas?
—Deja que me marche. —Se vio obligado a hacer una pausa, ya que el dolor y la furia le impedían hablar—. No puedo vivir más en este sitio, aislado de la gente. Sólo quiero esa paz que siempre se nos ha negado.
Aquerón tardó una eternidad en hablar.
—Vale. Tendrás todo lo necesario para empezar de cero.
Antes de que Estigio pudiera soltar un suspiro aliviado, se vio arrancado del salón del trono y acabó estampado de bruces en el suelo de un apartamento.
En el exterior se escuchaba el aullido de las sirenas. Al levantarse, vio que las paredes y el techo estaban pintados de blanco, el mismo color de las cortinas que cubrían las ventanas desde el techo hasta el suelo. En un extremo de la estancia había un sofá negro de cuero con dos sillones a juego. Entre ellos se había dispuesto una mesa rectangular. Una enorme alfombra de piel de cebra cubría el suelo. Entre los sillones había una chimenea de granito sobre la que habían colgado una gigantesca pantalla de televisión.
«Y ahora ¿dónde estoy?», se preguntó.
Atravesó la estancia, casi asustado por lo que pudiera descubrir. Al descorrer las cortinas vio unas enormes cristaleras orientadas a una especie de parque. Nada de lo que veía lo ayudaba a identificar dónde se encontraba. Aunque tampoco le importaba. El único período que había pasado en el plano humano en los últimos once mil años fue durante su estancia en Nueva Orleans, cuatro años antes.
Tras abrir las cristaleras, salió a lo que resultó ser una terraza aún más grande que el apartamento. Unos setos enormes plantados en inmensas jardineras de granito otorgaban intimidad al lugar. En el centro se había dispuesto una mesa de mármol travertino, con seis sillas de hierro.
¡Uau!, pensó. Alguien había sobrestimado su carisma si pensaba que podría conseguir sentar a seis invitados a la vez.
Regresó al interior en busca de alguna pista que le indicara el emplazamiento de su nuevo hogar. Al final, encontró un sobre con una dirección en un cajón de la cocina. Central Park West, 444. Nueva York.
Sin embargo, eso no le decía mucho. Si no sabía dónde estaba la Vieja York, ¿qué iba a saber de la nueva? El idioma en el que estaba escrito tampoco lo ayudó mucho.
Mientras buscaba más pistas, encontró un carnet de conducir con su nombre, Estigio Dídimos, y su dirección. Un par de tarjetas de crédito, una cartilla de ahorros y otras cosas que no sabía lo que eran. Una de ellas era una especie de librito rojo con su foto dentro. ¿Sería un pasaporte? ¿Para qué iba a necesitarlo? ¿Certificado de nacionalidad? No entendía nada.
—Gracias, Aquerón.
Su hermano lo había dejado de nuevo tirado en un sitio, sin instrucciones y sin consejos. Ni siquiera Dioniso había sido tan cruel. Respiró hondo y cerró el cajón. De acuerdo. Si había conseguido liderar un ejército cuando solo era un niño, también saldría de esa. Aunque, a decir verdad, esa situación le resultaba peor que encontrarse sólo en las islas. Al menos en las islas conocía el medio en el que se movía. Sabía cómo salir adelante. Cómo sobrevivir.
En ese sitio… iba a ciegas.
Se echó a reír con amargura. Típico de su hermano encontrar un lugar donde estuviera rodeado de gente y se sintiera totalmente solo.