—¿Apolo? —Dioniso apareció de repente en el interior del templo dorado de Apolo, situado en el Olimpo—. Sé lo mucho que te gustan las cosas bonitas, así que debo enseñarte esto. —Y con esas palabras se teletransportó al exterior del templo.
Apolo suspiró, irritado, y dejó la lira que estaba tocando cuando su hermanastro decidió molestarlo.
—¿Dónde estás, Dioni? No tengo la menor intención de jugar.
Dioniso, un dios con el pelo corto de color castaño oscuro, apareció de nuevo frente a él.
—Hermano, no me hables con ese tono. Confía en mí. Te va a encantar lo que tengo en mi templo de Dídimos.
En esa ocasión Apolo lo siguió y se quedó asombrado al ver al precioso joven que alguien había tenido la consideración de encadenar a la pared. Aunque le habían rapado el pelo, sus rasgos parecían esculpidos por los mismos dioses. Jamás había visto semejante belleza en el plano humano.
—¿Es un semidiós?
Dioniso negó con la cabeza.
—Es humano por los cuatro costados. Pero mira qué ojos tiene. ¿A que podrías pasarte la eternidad mirándolos?
Ciertamente. Eran de un perfecto y asombroso tono azul. El mismo azul del mar Egeo que a Apolo tanto le gustaba.
Sin embargo, el joven se encontraba en un estado lamentable.
—¿Por qué está encadenado y sangrando?
Dioniso bebió un buen sorbo de vino y después le pasó el cáliz a Apolo.
—Esos idiotas creen que lo he poseído.
—¿Y lo has hecho?
—No, pero he supuesto que tú sí querrías hacerlo.
Su hermanastro lo miró con una sonrisa lasciva.
Apolo sonrió y le dio un trago al vino, tras lo cual le devolvió el cáliz y se acercó al muchacho. Era cierto que se sentía atraído por cualquier humano hermoso, ya fuera hombre o mujer. Cada sexo tenía sus ventajas.
Y aunque los sacerdotes lo hubieran dejado en semejante estado, el muchacho poseía una belleza que llevaba mucho tiempo sin contemplar.
Dioniso se acercó a él.
—Sé que aún es un poco joven, pero…
—Tiene la misma edad que Ganímedes —le recordó Apolo.
Al igual que ese muchacho, Ganímedes era humano de nacimiento.
Un príncipe troyano. Su belleza inmaculada atrajo a Zeus, que lo llevó al Olimpo para que hiciera las veces de copero… entre otras cosas. Sin embargo, Ganímedes no era tan guapo como el muchacho que tenía delante. Incluso sangrando y tan sucio como estaba, sintió que se le hacía la boca agua por el deseo de saborear su piel dorada. Y esos labios… carnosos y perfectos, hechos para besar.
Dioniso se colocó al otro lado del muchacho.
—Es el príncipe heredero de Dídimos. Supongo que, en todo caso, podemos marcarlo para usarlo en el futuro.
Apolo resopló.
—¿Marcarlo? Hermanito querido, lo que quiero es tirármelo.
La mirada de Dioniso recorrió el cuerpo del príncipe.
—Tiene el mejor culo que he visto en la vida y los sacerdotes han tenido la amabilidad de no dañarle las partes más importantes. —Apuró el cáliz—. Y seguro que te encanta saber que la tiene tan grande como un dios. ¿Os dejo solos?
—A menos que quieras mirar…
Dioniso enarcó una ceja.
—¿Te apetece compartir?
Estigio frunció el ceño al sentir que el aire a su alrededor se movía. En un abrir y cerrar de ojos pasó de estar solo a ver a dos hombres a su lado. Altos y morenos, ambos iban afeitados y vestidos como nobles, no como sacerdotes.
—¿Sabes quiénes somos, príncipe? —le preguntó el que estaba a su derecha.
Incapaz de hablar debido al dolor que sentía en la garganta, Estigio negó con la cabeza.
—Pues deberías. Llevas un buen tiempo invocándonos.
¿Eran dioses? Aunque trató de decirlo en voz alta, no brotó sonido alguno de sus labios.
El de la derecha se inclinó hacia él y le susurró al oído:
—¿Cómo te llamas?
Tardó un rato en poder contestar.
—Estigio —logró decir por fin, aunque fue más un graznido.
—Bueno, Estigio —dijo el otro, inclinándose hacia él al tiempo que le pasaba una mano por el pecho, gesto que le provocó un escalofrío—, nos has pedido a todos los dioses del Olimpo que te rescatemos. ¿Te gustaría que te liberáramos?
Desesperado por librarse de la tortura, asintió con la cabeza.
El otro dios empezó a acariciarle el pezón que no tenía herido y lo miró a los ojos mientras se relamía los sonrientes labios.
—Joven príncipe, todos los favores deben ser compensados. Pero creo que no tienes nada que ofrecer… salvo a ti mismo.
El dios lo besó en los labios con pasión.
Estigio volvió la cabeza y gritó al tiempo que trataba de liberarse.
El otro dios chasqueó la lengua.
—¿Prefieres la tortura a que te liberemos?
Y después lo besó también.
El gesto le provocó una arcada. Ofendido, el dios se apartó de él y lo miró, furioso.
—Eso ha sido muy grosero.
Le arrancó el taparrabos, dejándolo completamente desnudo.
El terror lo consumió al comprender cuáles eran sus intenciones.
—Por favor, no —susurró.
El dios que lo había desnudado miró al otro.
—La violación es lo tuyo, no lo mío. Aunque en este momento reconozco que me tienta. Sin embargo… —Miró de nuevo a Estigio—. Es tu última oportunidad, guapo. ¿Quién tendrá el placer de jugar con tu delicioso cuerpo, los sacerdotes o yo?
Estigio lo miró furioso y contestó sin titubear:
—Los sacerdotes.
—Muy bien. Has elegido. —Le entregó el taparrabos al otro dios—. Troo to peridromo. Que te aproveche —tradujo. Y desapareció.
Apolo se mordió el labio inferior mientras devoraba con la mirada el cuerpo desnudo del príncipe. Se demoró al llegar a una cadera, uno de los sitios que más le gustaba mordisquear.
—¿De verdad prefieres la tortura a pasar un día en mi cama?
El príncipe asintió vehementemente con la cabeza.
Ofendido, Apolo suspiró.
—Te lo advierto, todo aquel que me rechaza acaba pagándolo.
Pegó su cuerpo al del príncipe y después le colocó los labios en el cuello.
Estigio se debatió como un león.
Una pena…
—Muy bien, humano. Si no puedo jugar contigo de una forma, jugaré de otra.
Estigio abrió los ojos de par en par al ver cómo le crecían los colmillos al dios, que inclinó la cabeza para morderle justo sobre la yugular.
El dolor lo atravesó como si fuera una llamarada. Habría gritado, pero fue incapaz de hacerlo mientras el dios bebía su sangre. La estancia comenzó a dar vueltas a su alrededor y se sintió mareado.
El tiempo pareció detenerse a medida que perdía la fuerza de voluntad.
Al cabo de un instante, estaba tan débil por la pérdida de sangre que apenas podía sostener la cabeza. El mordisco era tan doloroso que respiraba de forma jadeante. El dios le colocó una mano en una mejilla y lo instó a mirarlo. Estaba sonriendo. Lo vio lamerse su sangre de los labios y después hizo lo propio con la que aún le quedaba a él en el cuello.
Acto seguido, le dio un mordisquito en la barbilla.
—Ahora me perteneces, humano. Estás vinculado a mí para la eternidad. —Le acarició el pecho con una mano—. Puedo hacer que supliques que te posea. Pero creo que como castigo por tu rechazo voy a dejarte en manos de los sacerdotes. Te dejaré a sus tiernos cuidados y cuando te canses, me llamarás para que te rescate y vendré a por ti. —Lo besó de nuevo, pero en esa ocasión fue un beso brusco y doloroso—. Recuerda cuál es el precio por tu libertad. Pasarás una semana en mi cama de forma voluntaria. Y te alegrarás de que te la meta donde me apetezca metértela. —Aspiró el aire entre dientes, dejando a la vista sus colmillos, y recorrió de nuevo el cuerpo de Estigio con la mirada—. Te estaré esperando, principito. Pero no te demores mucho. Si no, te arrepentirás. Te lo prometo. —Y se marchó.
Más horrorizado que nunca, Estigio siguió colgado de las cadenas, odiando a todo el mundo y odiando su vida. De modo que los dioses olímpicos le habían respondido con algo peor que la tortura a la que estaba siendo sometido.
«Es increíble», se dijo.
En ambos casos acabarían jodiéndolo.
Si fuera listo, aceptaría la oferta del dios y se largaría de ese lugar. Seguro que ser el concubino de un dios era mejor que las torturas de los sacerdotes.
Aunque claro, teniendo en cuenta la desidia y la indiferencia con las que su padre trataba a sus amantes…
No quería convertirse en uno de ellos. Aunque los sacerdotes le hirieran el cuerpo, se contenían por el miedo a las represalias del rey si lo deformaban demasiado.
El dios no temería nada. Y aunque no le dejaran secuelas físicas, los dioses olímpicos podían dejárselas en el corazón y en el alma. Algo que jamás sanaría.
Que así fuera.
«Como todo lo que me ha sucedido en la vida, lo soportaré en silencio», decidió.
No le quedaba más alternativa.