2 de noviembre de 2008

Artemisa jadeó al ver que Apolo aparecía en su templo del Olimpo.

—¿Qué haces aquí?

—¿Tú qué crees?

La verdad era que no tenía la menor idea. Solo tenía claro que era un capullo y que estaba harta de lidiar con él.

—Ya te he alimentado. —Todavía le dolía el cuello por sus crueles bocados—. Debería saciarte un tiempo.

Su hermano la miró con expresión irritada.

—No he venido para eso. ¿Qué es esa perturbación procedente de la Atlántida?

«Ah, eso», pensó Artemisa.

—Lo tengo controlado —respondió—. Un grupo de arqueólogos que ha descubierto unos cuantos hallazgos. Pero he hecho que mi Atlanticoinonia se asegure de que no encuentran nada más.

Apolo enarcó una ceja.

—¿Y qué han encontrado?

Artemisa suspiró mientras se levantaba del diván.

—Tu puta humana sigue dándonos quebraderos de cabeza once mil años después. Han encontrado uno de sus ridículos diarios.

Apolo soltó un improperio.

—¿Cuál?

—Uno en el que detalla unos cuantos secretos sobre nosotros que a ninguno nos interesa que salgan a la luz. —Se frotó el magullado cuello para enfatizar sus palabras. El otro secreto era la verdadera identidad de su madre y sus orígenes.

La ira relampagueó en los ojos de Apolo, que se tornaron rojos.

—¿Y dónde está tu mascota?

—¿Aquerón? Está enfadado… y buscando el diario. A él tampoco le interesa que sus secretos salgan a la luz.

—¿Dónde está su mitad humana? Y no me digas que Estigio está muerto. Aún sigo enfadado contigo por haberme ocultado al príncipe durante tanto tiempo.

Artemisa se encogió de hombros con indiferencia.

—Está en Katoteros, un lugar que no creo que te convenga visitar, hermano. —Aquerón odiaba a Apolo tanto como lo hacía ella. Si su hermano se atrevía a poner un pie en su hogar, lo despedazaría.

La ira ensombreció la mirada de Apolo.

—El príncipe es mío y quiero recuperarlo.

Artemisa replicó entre dientes:

—Deberías darle una patada antes de que sea demasiado tarde.

Apolo resopló.

—Mi querida hermana, eso pretendo. Por eso debo encontrarlo.

Artemisa tardó un segundo en comprender que no había empleado la expresión correcta.

—Darle la patada. Hasta ahora has tenido mucha suerte de que Estigio no haya recordado quién era y lo que le hiciste en el pasado. No entiendo por qué no puedes dejarlo correr. Ni por qué no lo dejaste correr la primera vez.

Apolo se encogió de hombros.

—No tengo que preocuparme por eso gracias a tu intervención y a la de Apolimia, que no dejáis de entrometeros en su vida. Jamás sabrá cómo derrotarme. ¿Necesito recordarte que nos acercamos a otra fecha peligrosa en la que ciertas puertas se abrirán y ciertas cosas contra las que no queremos lidiar serán liberadas?

—De ahí que quiera recuperar el dichoso diario. No temas. Lo tengo descontrolado.

—Controlado, Artemisa. Espero que así sea. —Le aferró un brazo con una fuerza brutal—. Hermana, si crees que he sido cruel contigo, te aseguro que no has visto nada. ¡Consigue ese diario! —Y tras decir eso desapareció.

Artemisa torció el gesto al ver la huella morada que le había dejado en el brazo.

—¡Te odio! —masculló. Pero más odiaba tener que protegerlo.

Aunque no tenía alternativa. Si Apolo moría, también lo haría ella.

Se frotó el brazo y suspiró. Había dos lugares en la tierra que nadie debía pisar jamás. Las profundidades del mar Egeo y el Sáhara. Ambos sitios guardaban las llaves no sólo de su destrucción y la de su gemelo, sino también de la destrucción del mundo.

Y estaba decidida a hacer lo que estuviera en sus manos para que nadie las encontrara.