Estigio yacía en la cama con la vista clavada en el techo. Una de las mejores características del templo de Agriosa era que la luz de la luna se filtraba a través de las ventanas y derramaba sombras por la estancia. O tal vez estaba tan aburrido que veía imágenes donde no las había.
En el techo veía una que le recordaba a su emblema del fénix.
Sí, no cabía duda de que se estaba imaginando cosas.
Suspiró y extendió la mano hacia la mesita para alcanzar las sales de baño. Cogió un puñadito y se lo frotó en la cara a fin de oler el aroma de Bethany y fingir por un instante que estaba a su lado. La recordaba con la túnica blanca con la que bailaba, mientras giraba y hacía piruetas para él envuelta en sus velos.
En una ocasión le ató un velo a la muñeca y le provocó tal ataque de pánico que la asustó. Pero si pudiera repetir esa tarde, dejaría de buena gana que lo encadenase a la cama.
Respiraba con dificultad y la tenía durísima, tanto que le dolía. Estaba tan cachondo que no podía aguantarlo. Empezó a acariciarse mientras deseaba retroceder en el tiempo para cambiar las cosas.
Debería habérsela echado al hombro y huir con ella, como un cavernícola, el mismo día que la conoció.
—Te necesito, Beth —susurró.
Ella siempre había sido la mejor parte de él.
La mejor de todas.
Sin dejar de pensar en ella, comenzó a masturbarse con la mano. Pero cuando intentó llegar al orgasmo, otros recuerdos borraron la tierna imagen de Bethany.
«¡Puto griego!».
«¡Mierda de la casta de Aricles!».
«Venga, dime lo heroico que te sientes ahora boca abajo, con mi polla en tu culo. Vamos, principito».
Estigio gritó por la agonía al tiempo que saltaba de la cama. ¿Por qué no lo dejaban tranquilo las voces del pasado? ¿Por qué?
Incapaz de soportarlo, corrió a la piscina y se tiró al agua con la esperanza de ahogar las voces que lo atormentaban. Comenzó a nadar todo lo deprisa que pudo, hasta que se quedó exhausto. Solo al borde del colapso encontraba un poco de paz.
Con los brazos temblorosos por el esfuerzo realizado, salió del agua y se quedó tirado en el frío suelo de mármol. Entre jadeos, clavó la mirada en el techo, donde vio la imagen de un soldado atlante ataviado con su armadura junto a una mujer que le sostenía el hoplon. La mujer le tocaba un brazo mientras se miraban en silencio.
Mientras contemplaba la imagen, recordó la historia de Bathymaas y Aricles que le contaron en la Atlántida. Tal vez esa fuera la maldición de su familia. Su linaje había nacido del dolor. Del corazón roto de una mujer.
Puestos a pensarlo, ninguno de sus parientes paternos había disfrutado de un matrimonio feliz. Después de dar a luz a su padre, a su tío y a su tía, su abuela se había llevado a su hija a Atenas, su ciudad natal, y jamás había vuelto a pisar Dídimos ni a ver a su marido.
En cuanto al desdichado matrimonio de sus padres, mejor no analizarlo siquiera. La muerte de la primera mujer de su padre durante el parto…
Todo eso lo llevó a preguntarse por qué su antepasado había elegido el nombre de su hermano para su casta. Seguro que conocía la maldición que dicho nombre llevaba aparejada.
La casta de Aricles se fundó por una tragedia y terminó en tragedia. Condenada por los dioses de principio a fin. Pero al menos el padre de Bathymaas había sido bueno con ella. Le había borrado los recuerdos y le había permitido vivir sin saber todo lo que había perdido.
Volvió la cabeza y se miró la cicatriz de la mano derecha, allí donde el tracio se la había clavado al suelo. Todavía recordaba el odio inhumano de su mirada al decirle: «Por todas las vidas que has segado…».
Tal vez Galen tuviera razón cuando le habló de la muerte de su hijo, Filipo. No se merecía ser feliz después de todos los hombres que había matado en combate. Los había privado de un futuro y de sus familias.
Al igual que había privado a Aquerón de su posición como primogénito.
Tal vez lo que le había pasado fuera justo, después de todo.