Estigio suspiró mientras aseguraba la última tabla de la balsa que había construido. A lo largo de los últimos meses había descubierto que cuando Aquerón le dijo que debía ganarse su confianza, en realidad quería decir «fuera de mi vista, no quiero verte nunca más».
Además, debía de haber reconsiderado la idea de enviarle sirvientes y comida, porque no le había llegado nada desde que lo dejó confinado en ese sitio.
Ni una sola cosa.
La única diferencia entre esa isla y la Isla del Retiro era que esa carecía de depredadores que quisieran devorarlo. Y aunque eso hacía que el mundo fuera un poco más seguro, lo dejaba sin carne que comer y sin opción alguna de fabricar mantas. Tampoco tenía tendones con los que hacer arcos o cuerdas. Aunque podía usar las hojas de las palmeras para la fabricación de mazos y lanzas, no eran tan fuertes ni duraderas como las cuerdas de cuero.
Hizo un gesto de dolor al ver la sangre que tenía en la mano. Lo malo de las hojas de palmera y de los demás árboles era que tenían espinas y bordes afilados, y no podía fabricarse unos guantes de piel con los que protegerse. Tenía las manos tan hinchadas e infectadas por los cortes que había perdido mucha destreza, sobre todo en la derecha.
Por no mencionar el dolor palpitante que sentía a todas horas.
Porque la isla también carecía de semillas de ricino. De modo que no podía destilar el aceite con el que curar las infecciones. Claro que tampoco había semillas ni frutos de ningún tipo. Su dieta consistía estrictamente en moluscos y cocos. Ni siquiera había visto un solo pájaro, lo que también eliminaba los huevos.
Lo único bueno que tenía la isla era que Apolo no podía llegar hasta él.
¡Hip, hip, hurra! A esas alturas se prostituiría por un trocito de filete…
Por un sorbo de agua sin contaminar.
Soltó un taco y apartó la mano, porque otra espina se le había clavado en la yema de un dedo, haciéndole sangre. Se lo llevó a la boca y succionó la herida mientras inspeccionaba la balsa. En la Isla del Retiro sólo le servía para darse una vuelta por la ensenada. Si intentaba ir más lejos, botarla desde otro punto o alejarse nadando, comenzaban a soplar unos vientos que lo devolvían a la playa.
Seguramente en ese sitio le pasaría lo mismo. Pero debía confirmarlo. Además, tampoco tenía muchas cosas que hacer… aparte de dibujar en la arena y ver cómo el agua lo borraba todo.
Cogió la balsa y la arrojó al agua. Gruñó por el esfuerzo mientras la empujaba hacia las aguas más profundas. Tras unos cuantos minutos, se subió y cogió el remo para poder impulsarse y así atravesar el río. En el Hades la ausencia de vela no había impedido que los vientos lo devolvieran a la playa, pero tal vez aquí sí fuera una ayuda.
Una vez que salió de la ensenada, mantuvo la vista clavada en la orilla opuesta, donde moraba Aquerón. A esas alturas no le importaba lo que su hermano pudiera hacerle. Sólo quería escuchar el sonido de otra voz humana, aunque dicha voz estuviera insultándolo.
Para su asombro y alegría, logró atravesar el río. Preparándose para lo peor, saltó al agua y empujó la balsa hasta la orilla, tras lo cual la arrastró por la arena para que la marea no pudiera llevársela. Una vez que guardó el remo, se enjugó el sudor de la frente. Ante él se alzaba una inmensa montaña. Se trataba del monte Karnus, el lugar donde se emplazaban los templos de casi todos los dioses atlantes.
Joder, la subida era de aúpa.
«Sí, bueno, por lo menos no me cortaré las manos».
Soltó una carcajada amarga al pensar eso y comenzó el ascenso.
No llegó a la cumbre hasta después de medianoche. Todos los templos estaban a oscuras, salvo el principal, aquel en el que Apolo lo dejó frente al trono de Arcón.
Completamente desnudo, inmovilizado con cadenas de oro y amordazado.
Arcón miró a Apolo con el ceño fruncido.
—¿Qué es esto?
—Un regalo de mi parte. Estigio de Dídimos. Atenea me ha ordenado sacarlo del Olimpo, y mientras lo hacía recordé que durante la guerra con Grecia dijiste que darías lo que fuera por tenerlo atado un instante a tu merced.
Los labios de Arcón esbozaron una siniestra sonrisa.
—¿Qué recompensa quieres por este favor?
—El derecho de venir a usarlo cuando me apetezca. El resto del tiempo será tuyo, para que hagas con él lo quieras, siempre y cuando no lo mates.
Arcón asintió con la cabeza.
—Derecho concedido.
Apolo levantó a Estigio del suelo tirándole del pelo y lo obligó a asumir una postura sumisa delante de Arcón.
—Que te diviertas, pues. Ah, por cierto, si no lo drogas, muerde. Y si lo atiborras de eycharistisi sabrás por qué lo marcaron como tsoulus. Cuando pierde el control de sus actos, demuestra un gran talento. —Acto seguido, se inclinó para olerle el pelo.
Estigio se apartó de él y lo fulminó con la mirada.
El dios olímpico soltó una carcajada, tras lo cual se relamió los labios.
—Tranquilo, precioso. Volveré para solicitar mi turno más tarde.
Después de manosearlo un poco más, desapareció y dejó a Estigio al tierno cuidado de los dioses que lo habían humillado y torturado a placer.
En ese momento aborrecía a Artemisa y a Aquerón por haberle quitado sus propios recuerdos para reemplazarlos con los de su hermano durante su estancia en el Tártaro. De haber estado en posesión de sus recuerdos, jamás habría elegido vivir en ese lugar.
Para Aquerón, Katoteros era un refugio.
Para él, era el infierno.
Si su mente no hubiera estado abotargada con el egoísmo de Aquerón, habría recordado lo mal que lo pasó en ese sitio.
Lo mucho que lo odiaba.
Sin embargo, su hermano desconocía que había vivido durante una época en ese lugar maldito. Aquerón ignoraba que conocía a los miembros de su familia muchísimo mejor que él.
Preparado para enfrentarse a su hermano, se dirigió a la puerta del templo, pero las risas que escuchó lo detuvieron, de modo que se acercó a un lateral del edificio donde la luz brillaba como si fuera la del sol. Tardó unos minutos en escalar la pared para poder echarle un vistazo al interior. Descubrió al escudero de su hermano, Alexion, y a su esposa, Danger, junto con los demonios carontes, Simi y Xirena. Los cuatro estaban sentados en el suelo, sobre unos cojines, delante de un enorme televisor viendo un programa que él no conocía.
Aquerón entró en ese momento y se sentó junto a Simi mientras le decía algo a Alexion. Parecían muy felices. Él jamás había compartido un momento similar con nadie en toda su vida. Un momento de relajación y serenidad. Un momento de risas alegres.
En ese instante recordó todas las veces que había escuchado las carcajadas de Ryssa y de Aquerón a través de la pared, mientras él estaba solo.
O peor aún, mientras Apolo lo obligaba a «entretenerlo».
Una vez que volvió al suelo, se apoyó en la pared e intentó respirar con normalidad. Una parte de sí mismo ansiaba entrar en el templo para aguarles la felicidad. Nada más verlo dejarían de reírse.
Pero no quería entrometerse.
No pertenecía a ese lugar. No formaba parte de la familia de Aquerón.
Dobló las rodillas y se las abrazó para verlos nombres de Bethany y de Galen a la luz de la luna. Cómo añoraba los momentos en los que se sentaba con Beth mientras ella le contaba historias sobre su familia y sobre lo mucho que la querían. Sobre las excursiones de caza en las que acompañaba a su padre y los momentos que tanto le gustaba a su madre compartir con ella.
Cerró los ojos y dejó que la agonía de su pérdida lo invadiera un instante mientras escuchaba las carcajadas procedentes del interior del templo. Se pasó los dedos por una mejilla, fingiendo que era la tierna y delicada mano de Bethany la que lo tocaba. Pero sus manos eran ásperas y estaban llenas de heridas, hinchadas. Llenas de callos. No eran las manos suaves y elegantes de su mujer.
La echaba tanto de menos que se le llenaron los ojos de lágrimas.
En un intento por distraerse de una realidad que no podía cambiar, echó un vistazo por los templos en penumbra hasta que vio el de la diosa de la ira y de la desdicha. Todavía no sabía qué le había hecho mientras estuvo con ella. No había recuperado esos recuerdos.
Sin embargo, había sido más amable con él que el resto de su panteón. A diferencia de los otros edificios, ese no contenía espantosos recuerdos de su estancia en Katoteros.
Caminó hacia el lugar, sin ser consciente de lo que hacía. Aunque estaba oscuro, la luna llena bastaba para que pudiera ver. Al igual que el templo al que lo había llevado Aquerón, el lugar estaba limpio como una patena. Daba la impresión de que la diosa iba a volver en cualquier momento para reclamarlo.
Fue directo a la parte posterior, donde se encontraba la piscina. La estancia estaba tal como la recordaba. Miró el diván blanco donde la diosa se había sentado para observarlo. Mientras se acercaba a él, vio la bandeja con jabones, aceites y sales que la diosa había dejado junto a la piscina para que él los usara.
Se arrodilló en el suelo y tras destapar un frasco se quedó petrificado cuando captó el aroma a eucalipto y azucena de Bethany. Pero claro, se trataba de la diosa que ella había elegido como patrona. Por tanto, lo lógico era que Beth usara las fragancias sagradas de Agriosa.
Estaba a punto de soltarlo, pero le fue imposible. Quería seguir oliéndolo un poco más.
Su mirada se posó en la estancia donde la diosa lo había invitado a dormir. Estrechando contra el pecho el frasco que olía a Bethany, se dirigió a la habitación y abrió la puerta. Descubrió la misma cama enorme con dosel y cortinas rojas donde ella lo había acostado. Su símbolo, una mujer con un arco en las manos, adornaba la pared situada tras la cama.
En contra de su voluntad, Estigio atravesó la estancia y dejó el frasco en la mesita que había junto a la cama. Se preguntó si Agriosa habría muerto al mismo tiempo que murió Bethany. O si Apolimia había matado a la diosa rubia de la venganza mucho antes.
Aunque lo mismo daba. Ambas habían desaparecido y ninguna merecía lo que Apolimia les hizo.
Tras apartar las mantas, se metió en la cómoda cama. Hacía años que no dormía en un colchón. Enterró la cara en la almohada. Olía tanto a Bethany que las lágrimas anegaron de nuevo sus ojos.
«Daría lo que fuera por despertarme otra vez entre sus brazos».
Por sentir sus manos en el pelo.
Esbozó una sonrisa tristona mientras recordaba cómo se irritó al descubrir que casi se había afeitado la cabeza cuando se cansó de que Apolo y su padre le tiraran del pelo para castigarlo. De no ser por ella, jamás se habría dejado crecer el pelo de nuevo.
Sin embargo, por mucho que odiara su pelo, a Bethany le encantaba juguetear con él y se pasaba horas y horas tocándoselo por las noches, incluso dormida.
—¿Por qué te gusta tanto mi pelo?
—Me fascina. Tu cuerpo es duro por todos lados, salvo en los labios y en el pelo, que son tan suaves como las plumas de un patito. Me encantan tus rizos y lo bien que hueles. Si te lo dejas crecer hasta las rodillas, me tejeré un jersey. Y así lo llevaré conmigo todo el tiempo.
—Si lo hiciera, ya no me necesitarías. A lo mejor no te veía más.
—Me has pillado —replicó Bethany con un suspiro—. Supongo que ya no podré hacerme el jersey. Estoy condenada a aguantarte. ¡Qué espanto!
En aquel momento se rio de sus bromas.
Abrazado a la almohada, dejó escapar un sollozo. Parecía que su destino era perder a los seres queridos y disponer tan solo de algo nimio a lo que aferrarse para recordarlos. Cerró los ojos y dejó que un agónico dolor lo inundara. Lo único que había querido en la vida era precisamente lo que Aquerón había conocido.
Un familiar que lo quisiera.
Sólo uno.
Cuando eran niños, Aquerón contó con su amor y su lealtad, al igual que contaba con los de Ryssa. A decir verdad, su hermano siempre había contado con el corazón de Ryssa. Mientras que él solo recibía su ira y su rencor.
A lo largo de los siglos, mientras él languidecía en soledad, Aquerón había criado a su hija caronte y había contado con la protección de Savitar, y con su ejército de Cazadores Oscuros que lo adoraban. Durante casi ocho mil años, también había contado con la compañía de Alexion, que era su escudero y su hermano.
Le parecía injusto.
«Escúchame bien, muchacho. La justicia no tiene cabida en este mundo. Solo los niños lloran por eso. Los hombres tienen otras cosas más importantes por las que pelear. Y la vida, como la guerra, no consiste en si algo es justo o injusto. Es lo que es. En vez de preocuparte por algo que no puedes cambiar, deberías afrontar la vida lo mejor que puedas».
Galen tenía razón. Pero eso no lo ayudaba a digerir la verdad.
—No puedo seguir viviendo de esta manera.
Después de todos los pecados que había cometido, Aquerón había encontrado su lugar en el mundo y se las había arreglado para llevar una vida decente.
Aunque tuviera que lidiar con Artemisa y sus berrinches. Eso no se lo envidiaba. Pero al menos, su relación no era tan degradante y brutal como la suya con Apolo. Sí, Artemisa era difícil de llevar, pero quería a su Aquerón. Había dado a luz a una hija que adoraba por encima de cualquier cosa. Sí, aunque fuera difícil para su hermano, Artemisa también podía mostrarse amable con él. La diosa nunca lo había tratado con la aspereza, el desdén y la crueldad que Apolo le había dispensado a él.
Jamás había entregado a su hermano a terceros ni lo había compartido con nadie. No lo inmovilizaba ni lo estrangulaba hasta dejarlo al borde de la muerte y después lo revivía para que comprendiera lo frágil que era comparado con un dios.
Y lo peor era que Apolo se desquitaba con él del odio que sentía por la relación que Artemisa mantenía con Aquerón. Siempre que su hermano ofendía al dios, este iba directo a por él para castigarlo como si de algún modo fuera culpa suya.
Desde que Mnemósine le entregó los recuerdos de Aquerón, lo tenía clarísimo. Por irónico que pareciera, él no veía a Artemisa de la misma manera que la veía su hermano. Artemisa lo atacaba por miedo.
A Apolo lo alentaba la ira y un odio inmenso.
Aunque ambas situaciones eran horribles, él habría sabido manejar mucho mejor la ira de Artemisa, que sólo se desataba cuando Aquerón hacía o decía algo que la asustaba. En el caso de Apolo, era imposible calibrar qué podía enfurecerlo. El dios se enfadaba si le plantaba clara y también se enfadaba si no lo hacía. A diferencia de Artemisa, no había amor en Apolo que mitigara sus ataques. Ni tampoco se arrepentía después ni intentaba enmendar sus errores.
Apolo era un matón. Le encantaba ejercer su poder sobre los demás y saboreaba cada segundo de dolor que provocaba.
La verdad era que Artemisa jamás se había reído de Aquerón mientras le hacía daño o le pegaba puñetazos.
«Muy bien, príncipe. Grita para que yo te oiga. ¡Déjame ver tu dolor! ¡Suplícame clemencia!».
Lo primero que aprendió fue a no hacer lo que el dios le ordenaba. Cuanta más clemencia le suplicaba, menos le demostraba Apolo.
Lo mismo que Aquerón. Su hermano jamás había tenido la intención de liberarlo, de la misma manera que tampoco lo había liberado Artemisa.
«Ojos que no ven, corazón que no siente».
Ese refrán resumía su existencia.