1 de diciembre de 2007

Aquerón se detuvo en la puerta, cubierta con una sustancia pegajosa e iridiscente. Brillaba como un arco iris a la mortecina luz. Para su sorpresa, no se escuchaba sonido alguno procedente del interior. Tampoco apreció movimientos. Era como si su ocupante estuviera muerto.

Pero a diferencia de otros que vivían en el Tártaro, ese habitante en particular no podía morir.

Al menos no hasta que él lo hiciera, y dado que era un dios…

Usó sus poderes para abrir la puerta sin tocarla.

Estaba totalmente oscuro en la pequeña y húmeda estancia. Al entrar, lo asaltaron unas espantosas imágenes de su vida como mortal. Unas emociones que había enterrado hacía mucho tiempo se le clavaron como puñales en el corazón.

Quiso huir de ese lugar.

Pero sabía que no podía.

Apretó los dientes y se obligó a dar los seis pasos que lo separaban del hombre que se encontraba acurrucado en un rincón. Era una réplica idéntica de su persona y tenía el pelo rubio enredado por el tiempo que había pasado allí, durante el cual no se había peinado ni bañado.

Claro que Ash nunca llevaba el pelo rubio si podía evitarlo. Era un recordatorio espantoso de una época de su vida que deseaba olvidar con desesperación.

El hombre del suelo no se movía. Estaba cubierto por harapos y lucía una barba espesa y desaseada. Cerraba los ojos con fuerza, como un niño convencido de que las pesadillas lo dejarían tranquilo si no hacía ruido ni se movía.

Ash había vivido mucho tiempo en las mismas condiciones y, al igual que el hombre que tenía delante, había suplicado la muerte en numerosas ocasiones. Y aunque nadie le había hecho caso, él sí había ido para liberar a Estigio de su prisión.

—Estigio —dijo, y su voz ronca reverberó por las paredes.

Su hermano no reaccionó.

Ash se arrodilló e hizo algo que siempre había repugnado a su hermano cuando eran humanos y vivían en Grecia: le tocó el hombro.

—¿Estigio? —lo llamó de nuevo.

Estigio gritó cuando Ash interrumpió los brutales recuerdos del espanto que Mnemósine le había impuesto como castigo por intentar matarlo. Era un castigo que Ash no había autorizado. Nadie necesitaba los recuerdos de su pasado humano. Ni siquiera él.

Escuchaba los pensamientos de su hermano mientras abandonaba su pasado y recuperaba poco a poco el control.

A sabiendas de que Estigio se sentiría asqueado por su presencia, Ash lo soltó y retrocedió.

Como humanos, nunca habían estado muy unidos. Estigio lo había odiado con una vehemencia ilógica. En cuanto a él, había acrecentado dicho odio a conciencia.

Si su familia estaba predispuesta a odiarlo, lo menos que podía hacer era ofrecerles motivos de peso para hacerlo. De modo que hizo lo posible por asquearlos. Se empeñó en enfrentarse a su hermano y a su padre.

Sólo su hermana lo había tratado con ternura.

Y al final la había traicionado y no estuvo a su lado para protegerla cuando la mataron…

Estigio se esforzó por respirar mientras asimilaba poco a poco el hecho de que no era Aquerón.

«Soy Estigio de Dídimos. Heredero al…».

No, no era el legítimo heredero de nada. Aquerón lo era. Su padre y él se lo habían arrebatado a Aquerón.

Se lo habían arrebatado todo.

Todo.

Por primera vez en once mil años Estigio comprendía la realidad. Pese a lo que su padre le había contado, se habían portado muy mal con Aquerón.

Mnemósine había estado en lo cierto. El mundo que el príncipe Estigio había visto estaba velado por las mentiras y por el odio.

El mundo de Aquerón había sido completamente distinto. Había estado plagado de soledad y de dolor, y teñido con terror. Era un mundo que jamás habría creído posible. Protegido y resguardado durante toda la vida, Estigio jamás había conocido un solo insulto. Jamás había conocido el hambre o el sufrimiento.

Pero Aquerón sí…

Presa de unos temblores incontrolables, Estigio echó un vistazo por la oscura y fría estancia. Había visto algo parecido en los recuerdos de Aquerón.

Un lugar donde lo habían encerrado sin miramientos para que estuviera solo. Aunque ese lugar estaba más limpio. Y daba menos miedo.

Y él era mucho mayor de lo que entonces lo era Aquerón.

Estigio se tapó los ojos con las manos y lloró, destrozado por una atroz agonía. Conocía los pensamientos de Aquerón. Sentía sus emociones. Su impotencia. Su desesperación. Escuchaba las súplicas de Aquerón pidiendo la muerte. Sus silenciosas plegarias en busca de compasión… silenciosas porque pronunciarlas en voz alta solo empeoraba la situación.

Resonaban en su cabeza, se burlaban de él desde el pasado.

¿Cuántas veces le había hecho daño a su hermano? La culpa lo consumía, revolviéndole el estómago.

—Te los quitaré.

Estigio dio un respingo al escuchar esa voz que sonaba igual que la suya, salvo por el acento que delataba los años vividos por su hermano en la Atlántida.

Unos años que Estigio deseaba poder cambiar. Pobre Aquerón. Nadie se merecía pasar por todo lo que él había pasado.

—No —dijo en voz baja, con voz temblorosa, mientras recuperaba la compostura—. No quiero que lo hagas.

Alzó la vista y vio la expresión sorprendida de Aquerón.

Una emoción que su hermano se apresuró a ocultar tras una fachada estoica.

—No hay motivos para que conozcas todo eso de mí. Mis recuerdos nunca le han hecho bien a nadie.

No era verdad y Estigio lo sabía.

—Si me los quitas, volveré a odiarte.

—Me da igual.

Sin duda. Aquerón estaba acostumbrado a que lo odiaran.

Estigio enfrentó la mirada de esos turbulentos ojos plateados.

—A mí no.

Ash se quedó sin aliento por las descarnadas emociones que lo recorrieron mientras veía cómo Estigio se ponía en pie.

Se parecían muchísimo físicamente, pero eran polos opuestos en lo referente a su pasado y a su futuro.

Lo único que tenían en común era el hecho de ser añorados herederos. Estigio tenía que heredar el trono de su padre mientras que Aquerón había sido concebido para destruir el mundo en nombre de su madre.

Un destino que ninguno de los dos había cumplido.

En cambio, Ash había nacido humano en contra de su voluntad y en contra de la felicidad de su familia humana, que había sabido de alguna manera que no era uno de ellos.

Y lo habían odiado por eso.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó Estigio mientras observaba su oscura prisión.

—Tres años.

Estigio soltó una carcajada amarga.

—Me ha parecido una eternidad.

Era normal. Ash no envidiaba a su hermano el sufrimiento de los recuerdos de su pasado humano. Claro que él se envidiaba todavía menos por haberlos vivido.

Carraspeó.

—Puedo devolverte a la Isla del Retiro o puedes quedarte aquí en el Tártaro. No puedo llevarte a los Campos Elíseos, pero hay otras zonas que son casi igual de tranquilas.

—¿Qué les has ofrecido a Artemisa y a Hades para conseguirlo?

Ash apartó la mirada, ya que no quería pensar en eso.

—Da igual.

Estigio dio un paso hacia él, pero después se detuvo.

—No, no da igual. Sé lo que te cuesta ahora… y lo que te costó antes.

—En ese caso también sabes que me da igual.

Estigio frunció el ceño.

—Sé que mientes, Aquerón. Soy el único que lo sabe.

Ash dio un respingo al escuchar la verdad. Pero eso no cambiaba las cosas.

—Decídete, Estigio. No puedo perder el tiempo con esto.

Su hermano dio otro paso al frente. Estaba tan cerca de él que Ash podía ver su reflejo en esos ojos azules. Unos ojos que lo taladraban con su sinceridad.

—Quiero ir a Katoteros.

Ash lo miró con el ceño fruncido.

—¿Por qué?

—Quiero conocer a mi hermano.

Resopló al escucharlo.

—No tienes hermano —le recordó. Una afirmación que Estigio había proclamado a los cuatro vientos durante siglos—. Sólo compartimos el mismo útero durante un breve período de tiempo.

Estigio hizo algo que nunca antes había hecho. Extendió un brazo y lo tocó en el hombro. El contacto lo abrasó, ya que le recordó al muchacho que fue y que solo quiso el amor de su familia humana.

Un muchacho al que habían escupido y rechazado con brutalidad.

—Hace mucho tiempo me dijiste que me mirase al espejo y viera tu cara —dijo Estigio con la voz quebrada—. En aquel entonces me negué. Pero ahora Mnemósine me ha obligado a mirar mi reflejo. He visto a través de mis ojos y a través de los tuyos. Ojalá pudiera cambiar lo que sucedió entre nosotros. Ojalá pudiera retroceder en el tiempo, porque nunca te rechazaría. Pero no puedo. Los dos lo sabemos. Ahora sólo quiero la oportunidad de conocerte como debería haberte conocido hace tantos siglos.

Furioso por ese noble discursito y por un pasado que unas pocas palabras jamás podrían aliviar, Ash usó sus poderes para inmovilizar a Estigio contra la pared y apartarlo de él. Estigio se quedó con los brazos en cruz y las piernas separadas, suspendido sobre el suelo, con la cara muy blanca mientras le demostraba sus verdaderos poderes divinos. Gracias a sus pensamientos, Ash supo que su hermano era consciente de lo que podía hacerle. Aunque sus vidas estaban vinculadas, podía matarlo con solo pensarlo. Podía despedazarlo.

Una parte de él quería hacerlo. La parte más feroz de su persona. La parte que pertenecía a su madre, la Destructora.

—No soy un dios del perdón.

Estigio lo miró a la cara sin pestañear.

—Y yo no soy un hombre acostumbrado a disculparse. Estamos vinculados. Tú lo sabes y yo lo sé.

—¿Cómo voy a confiar en ti?

Estigio sintió ganas de echarse a llorar al escuchar la pregunta. Aquerón tenía razón. Lo único que había hecho en la vida era hacerle daño.

Incluso había intentado matarlo.

—No puedes. Pero he vivido en tus recuerdos estos últimos tres años. Sé el dolor que escondes. Sé el dolor que te provoqué. Si me quedo aquí, los gritos me enloquecerán. Si vuelvo a la Isla del Retiro, languideceré allí solo y con el tiempo seguramente vuelva a odiarte. —Hizo una pausa, asaltado por el dolor de una verdad que ya no podía contener—. No quiero seguir odiándote, Aquerón. Eres un dios capaz de controlar el destino humano. ¿No crees posible que haya un motivo por el que nuestras vidas estén vinculadas? Seguro que las Moiras querían que fuéramos hermanos.

Ash apartó la mirada mientras esas palabras resonaban en su cabeza. Era una crueldad que pudiera ver el destino de todos salvo el de sus seres queridos o el de aquellos cuyos destinos estaban relacionados con el suyo propio. El destino del mundo entero se encontraba en la palma de su mano, pero era incapaz de ver su propio futuro.

¿Era una putada o no?

¿Era injusto o no?

Miró a su «hermano». Era más probable que Estigio lo apuñalara a que hablara con él.

Sin embargo, percibía algo distinto en él.

«Olvídalo. Bórrale los recuerdos que tiene de ti y déjalo aquí para que se pudra», pensó.

Era un gesto mucho más amable que cualquiera que su hermano le hubiera dedicado en la vida. Pero en el fondo, en ese lugar recóndito que Ash odiaba, se encontraba el niñito que había extendido los brazos hacia su hermano. El niñito que había llorado, inconsolable, por su familia y que al final terminó solo en la Atlántida.

¿Qué podía hacer?

Dejó a Estigio en el suelo.

Ash permaneció inmóvil mientras lo asaltaban de nuevo los recuerdos y las emociones reaparecían. Percibió que Estigio se acercaba. Se tensó por la fuerza de la costumbre. Siempre que Estigio se había acercado a él en el pasado era para hacerle daño.

—No puedo deshacer el pasado —susurró Estigio—. Pero en el futuro entregaré mi vida por ti sin dudar, hermano.

Antes de que se diera cuenta de sus intenciones, Estigio lo abrazó.

Ash no se movió mientras lo abrazaba. Había soñado con ese momento cuando era un niño, en la Atlántida. Lo había añorado.

El dios furioso de su interior quería despedazar a Estigio por atreverse a tocarlo en ese momento, pero la parte inocente de su persona… el corazón humano… se partió. Y siguió los dictados de esa parte de su persona.

Ash abrazó a su hermano un buen rato por primera vez en la vida, al menos que él recordase.

—Lo siento mucho —dijo Estigio con voz rota.

Ash asintió con la cabeza y se apartó.

—Equivocarse es humano, perdonar es divino.

Estigio meneó la cabeza al escuchar el dicho.

—No te pido que me perdones. No me lo merezco. Solo te pido una oportunidad para demostrarte que ya no soy el mismo tonto de antes.

Ojalá pudiera creerle, pensó Ash. Las probabilidades jugaban en contra de ambos. Cada vez que Estigio contaba con la oportunidad de reparar el pasado, la usaba para hacerle más daño.

Cerró los ojos y usó sus poderes para teletransportarse a Katoteros.

Aturdido, Estigio se separó un poco y contempló boquiabierto el impresionante vestíbulo de mármol negro. Jamás había…

Parpadeó despacio.

Tardó un minuto en aclararse las ideas, momento durante el cual sus propios recuerdos se impusieron a los de Aquerón. Al principio, creyó que la estancia era nueva. Pero ya había estado allí. Siglos atrás, los dioses atlantes lo habían retenido en ese lugar.

«No pienses en eso», se ordenó.

Qué ironía que si en aquel entonces les hubiera dicho dónde se encontraba su hermano, los antiguos dioses habrían acabado con su sufrimiento.

Echó un vistazo a su alrededor y reparó en la enorme fuente de mármol y en las columnas, y se dio cuenta de que nada había cambiado. Seguía en tan perfecto estado como cuando lo habían torturado. Juraría que aún podía escuchar sus carcajadas y sus burlas.

—Así que vives aquí —murmuró mientras intentaba mantener la voz serena pese al dolor que le inundaba el corazón.

—No. —Aquerón cruzó los brazos por delante del pecho y señaló los altos ventanales dorados desde los que se veía el mar en calma que se extendía hacia el horizonte—. Vivo al otro lado del río Athlia, en las costas de Lypi. Aquí no hay un Caronte que te pueda cruzar al otro lado, hasta mi casa, así que no te molestes en buscarlo.

Esas palabras lo desconcertaron por completo.

—No lo entiendo.

Aquerón retrocedió un paso y Estigio se quedó perplejo por la expresión recelosa que vio en los ojos plateados de su hermano.

—Me encargaré de que tengas criados y todo lo que puedas desear.

—Pero creía que íbamos a estar juntos.

Aquerón negó con la cabeza.

—Tomaste una decisión y quisiste venir aquí. Así que aquí estás.

Pero no era eso lo que pretendía.

Intentó acercarse a Aquerón, pero se topó con un muro invisible en su camino.

—Creía que habías dicho que equivocarse es de humanos y perdonar, divino.

Esos turbulentos ojos plateados lo traspasaron.

—Soy un dios, Estigio, no un santo. Te perdono, sí, pero confiar en ti es harina de otro costal. Como has dicho, vas a tener que demostrarme tu lealtad. Hasta que llegue ese momento, tú y yo iremos paso a paso y ya veremos cómo va nuestra relación.

Nada más escuchar esas palabras, Estigio se encontró solo. Y en cuanto Aquerón desapareció, recuperó de golpe sus propios recuerdos.

Con una claridad meridiana.

En contra de lo que pensaba su hermano, no había llevado una vida perfecta y feliz. No había estado rodeado de lujos.

Había conocido el dolor…

El aislamiento.

El hambre y el sufrimiento.

Echó la cabeza hacia atrás y rugió de furia.

—¡Vete al cuerno, Aquerón!

Era él quien se había apiadado de su hermano, y por fin sabía lo que Aquerón había pensado siempre de él. La espantosa verdad. Y lo equivocados que estaban sus pensamientos en lo que a él se refería. Durante tres putos años esa zorra lo había obligado a vivir la vida de su hermano y a mantener los recuerdos de Aquerón y su pasado como si fueran los propios.

—Esto es genial… ¡Imbécil!

Él no necesitaba una dosis de realidad. Era el cabrón petulante de su hermano, ese que se negaba a recordar su infancia. En redondo. Claro que era culpa de Estes. Le había llenado la cabeza de odio y lo había retorcido hasta tal punto que Aquerón solo recordaba las mentiras de su tío.

De la misma manera que había odiado a Ryssa por abandonarlo. Pero de alguna manera, Aquerón consiguió perdonarla después y reconocer la verdad.

Sin embargo, a él nunca lo perdonaría. Jamás ahondaría más allá de los hechos que creía reales.

Mientras él se había aferrado a los recuerdos de su más tierna infancia que le habían permitido compadecerse de su hermano, Aquerón los había bloqueado todos. No recordaba nada de los gestos amables de Estigio. Ni uno solo. Ni tampoco sus intentos por liberarlo.

Y en ese momento…

Aquerón había vuelto a abandonarlo. Porque su hermano se negaba a contemplar su vida como había sido en realidad.

En cambio, lo juzgaba como todos los demás. Por una supuesta realidad que jamás había existido, salvo en el interior de sus celosas mentes.

«Eres un príncipe, el adorado heredero de tu padre. Eres rico. ¿Qué problemas vas a tener?».

«¿Cómo te atreves a quejarte, Estigio? No sabes lo que es el verdadero sufrimiento. No tienes ni idea de cómo es el mundo real…».

Su hermano no sabía nada de los años que habían pasado separados.

Nada de su carrera militar. Ni de Galen.

Nada de Bethany.

Se llevó las manos a los ojos y soltó una carcajada en un arranque de locura.

Su hermano se encontraba al otro lado del río con su hija demoníaca y sus amigos, y él volvía a estar encerrado. Sin nada ni nadie, salvo unos recuerdos que le destrozaban el corazón.

«Métete tu preciosa indignación por el culo, Aquerón», pensó.

Sin embargo, su rabia no cambiaba las cosas.

Una vez más Aquerón había empeorado su situación. Resultaba curioso que su hermano viera la paja en su ojo y fuera incapaz de verla viga en el propio. Sin embargo, Aquerón era un dios. Se comportaba como todos los demás. Escogía sus mascotas y pasaba del resto del mundo.

Y lo peor era que, al igual que Apolo, Apolimia y Artemisa, Aquerón era capaz de cometer actos de una crueldad increíble contra alguien si sentía que odiar a dicha persona estaba justificado, tuviera motivos o no.

Si lo hacía un humano, ya era bastante malo. Pero lo había hecho Aquerón, que contaba con poderes divinos para ver el corazón y el pasado de los demás, y para ver la verdad, tal como había sucedido en el caso de todos sus Cazadores Oscuros.

Pero no así de su propio hermano.

A diferencia de un humano, su hermano había escogido no verlo. Y eso era lo que empeoraba la situación: su absoluto desinterés.

Claro que Aquerón estaba rodeado de gente que le besaba el culo y lo adoraba. Tenía una hija que lo quería…

«Y yo soy el rey del infierno».

Sin nadie y sin nada.

Οὖτις έμοί γ΄ὄνομα

«No soy nada».

Con un suspiro, Estigio se sentó en el suelo y cerró los ojos mientras pensaba en la única persona que le había brindado amor y consuelo. En una de las dos únicas personas que lo habían visto como era en realidad.

Su Bethany.

Que había muerto a manos de la madre de Aquerón el día que se suponía que iban a dejar toda esa mierda atrás. Si un hermano tenía motivos para odiar a otro, él le sacaba mucha ventaja a Aquerón.

Aunque daba igual. Aquerón estaba de nuevo con su familia. Refugiado en su cariñoso seno.

Mientras tanto, él se encontraba en un agujero del que Aquerón pronto se olvidaría, si acaso no lo había hecho ya. Un agujero muchísimo peor que la Isla del Retiro, porque en él veía a la verdadera familia de su hermano mientras este lo usaba y lo torturaba, riéndose durante todo el proceso. Sería lo mismo que encerrar a Aquerón en la mansión de Estes durante toda la eternidad.

«Gracias, hermano. Yo también te odio».