24 de febrero de 2004

Estigio no paraba de mirar el reloj mientras esperaban a que Zarek les llevara de nuevo a Sunshine. En menos de una hora, y si todo salía según lo previsto, estaría muerto.

Por fin.

«Por favor, que funcione», suplicó.

No sabía si sería capaz de aguantar un solo día más de la asquerosa vida que lo habían condenado a vivir.

Los dioses lo flanquearon.

—Llegará en cualquier momento —dijo Dioniso.

De repente, escucharon pasos en el exterior. La puerta metálica chirrió sobre el suelo de hormigón cuando Zarek la abrió y entró, empujando a Sunshine para que lo precediera. La mujer abrió los ojos de par en par al verlos y se dio la vuelta para huir.

Zarek cerró la puerta, impidiéndoselo. Los dedos de la mano que sujetaban la puerta estaban cubiertos por unas garras letales… su arma de Cazador Oscuro. Le gustaba sentir la sangre de sus enemigos en la mano mientras les arrebataba la vida.

Estigio respetaba sus preferencias.

Zarek, un hombre muy alto que conservaba la cordura a duras penas, fue un esclavo griego en la casa de un patricio romano. Y a juzgar por el infierno que revelaban sus ojos, sospechaba que tenían mucho en común además del odio y el desdén que le profesaban a Aquerón y del mundo en el que vivían.

Camulos sonrió al ver a Sunshine.

—Adelante, adelante, le dijo la araña a la mosca.

Estigio detestaba ese juego y el hecho de verse obligado a formar parte del mismo. Su táctica jamás había sido la de aterrorizar a los inocentes. Eso era para los gilipollas como Camulos.

Y como Apolo.

Sunshine levantó la barbilla mientras los miraba con valentía y después le dijo al dios del vino:

—Así, de buenas a primeras, diría que eres Dioniso.

El dios sonrió, como si fuera un halago que lo conociera.

—Culpable.

Camulos soltó un largo suspiro.

—Es tan brillante… Casi me da pena matarla. Pero bueno…

—No puedes hacerle daño. —Zarek se adelantó, apartándose de la puerta—. Me prometiste que no sufriría daño alguno si la traía aquí.

—Pues mentí —replicó Dioniso—. Demándame.

Estigio apretó los dientes al escuchar sus palabras, que no auguraban nada bueno para ninguno de los presentes. ¿Qué más mentiras habría contado ese cabrón? ¿Lo arrojaría a los brazos de Apolo una vez que todo eso pasara?

Sujetó con más fuerza la daga.

No cedería sin presentar batalla y se enfrentaría a Dioniso con una furia que le costaría mucho más que la dignidad.

Zarek hizo ademán de acercarse al dios, pero Sunshine se lo impidió.

Después, la mujer le dijo a Camulos:

—No dejaré que me mates delante de Talon.

Todos se echaron a reír. Salvo Zarek y Estigio, a quien no le hacía ni pizca de gracia el rumbo que habían tomado los acontecimientos.

Camulos sacó pecho como un imbécil.

—No puedes detenernos.

Zarek miró a Sunshine y puso los ojos como platos al reparar en el colgante que llevaba al cuello.

—Vaya, vaya… Queridos dioses, creo que habéis pasado por alto un pequeño detalle.

Dioniso puso cara de asco.

—No hemos pasado por alto ningún detalle.

—Bueno, vale. —El sarcasmo de Zarek era lo único que Estigio encontraba gracioso. Definitivamente, eran espíritus afines—. Entonces supondré que os habéis dado cuenta de que lleva un Medallón Identificador.

Las risas cesaron al instante. Estigio sabía muy bien a qué se refería Zarek, puesto que gracias a Apolo conocía muy bien lo que era una marca divina.

—¿Qué? —masculló Camulos.

Sunshine se sacó el medallón de su abuela de debajo de la camisa y lo sostuvo para que lo vieran.

—Mi abuela me dijo que Morrigan siempre me protegería.

El amuleto era similar al colgante que Beth le había dado hacía tanto tiempo. Un colgante que deseaba haber conservado. Pero se lo había devuelto para que la protegiera cuando la envió a Egipto para que lo esperara.

Ojalá el colgante de Sunshine fuera más poderoso que el de Beth.

Camulos soltó una maldición.

—Esto se pone feo.

El dios soltó otro taco.

—¿Esta cosa funciona de verdad? —le susurró Sunshine a Zarek.

—Mejor de lo que crees —le contestó también en un susurro—. Camulos no puede matarte sin desatar la ira de Morrigan.

Sorprendida, Sunshine sonrió.

—Vaya, quién lo iba a decir… —Hizo un mohín—. Genial.

—Ajá —replicó Zarek, en cuyos ojos negros relucía un brillo satisfecho al saber que los dioses no podrían salirse con la suya—. Mucho mejor que enseñarle una cruz a Drácula.

Estigio frunció el ceño ya que no entendía el significado del comentario.

Sunshine sonrió de oreja a oreja.

—¿También funciona con Dioniso?

Zarek asintió.

Sunshine estaba casi flotando de alegría.

—Vale, en ese caso vamos a hablar.

—¿Hablar de qué? —masculló Dioniso.

—Tú no. Él. —Señaló a Camulos con la cabeza—. Quiero hablar sobre la maldición de Talon.

Camulos la fulminó con la mirada.

—¿Qué pasa con la maldición?

—Quiero que la anules.

—Jamás.

Sunshine alzó de nuevo el medallón en su dirección.

—Hazlo o… —Miró a Zarek de reojo—. ¿Tiene algún poder para herirlo?

—Sólo si él te hiere primero.

La cara de Sunshine mostró la decepción que sentía.

Un brillo calculador iluminó los ojos de Camulos, que suspiró como si estuviera aburrido.

—Bueno, dado que no puedo matarte, supongo que tendré que contentarme con matar a Talon en tu lugar.

El terror se apoderó de ella.

—¿Qué?

Camulos se encogió de hombros con indiferencia.

—No tiene sentido que seáis felices y comáis perdices cuando mi intención siempre ha sido la de hacerlo sufrir. Puesto que no puedes morir, tendrá que hacerlo él.

La mano que sujetaba el medallón comenzó a temblarle.

—¿No se enfadará Artemisa si matas a uno de sus soldados?

Camulos miró a Dioniso, que se echó a reír.

—Artemisa, tan encantadora como es, se enfadará muchísimo. Aunque no se arriesgará a desatar una guerra con el panteón celta por ello. A diferencia de mí, Cam está a salvo de su ira.

—¿No es horrible? —preguntó Camulos. Su sonrisa de felicidad desmentía sus crueles palabras.

Estigio dio un respingo mientras escuchaba los pensamientos de Sunshine.

Esto no puede estar pasando. ¿Cómo voy a salvarme yo y a condenar a Talon a la muerte? No, no puedo. Debo hacer algo. —Y añadió en voz alta—: Vale, tiene que haber otra manera.

Camulos entrecerró los ojos como si sopesara el asunto.

—Tal vez la haya. Dime, Sunshine, ¿cuánto significa para ti la felicidad de Talon?

—Todo —respondió ella con sinceridad.

Estigio se estremeció de nuevo al escuchar el error que acababa de cometer. La pobre no sabía negociar. Mucho menos con un dios.

—Todo. Bueno, desde luego eso es mucho. —El rostro del dios se tornó tan frío como el acero, aterrador—. ¿Tanto como tu propia alma?

—Sunshine —le advirtió Zarek—. No.

—Tú, atrás —gruñó Dioniso.

Zarek se crujió los nudillos.

—No me digas lo que tengo que hacer. No me gusta.

Sunshine hizo oídos sordos al intercambio.

—¿Qué estás tratando de decirme, Camulos?

El dios se metió las manos en los bolsillos y actuó con la tranquilidad propia de alguien que estuviera charlando acerca del clima y no sobre el destino del alma inmortal de la chica.

—Un simple trato. Yo anulo la maldición. Tú me das tu alma.

Sunshine vaciló.

—Parece muy fácil.

—Lo es.

Estigio se estremeció, asustado por lo que podría pasarle.

«No lo hagas, muchacha».

Sunshine se mordió el labio inferior, indecisa.

—¿Y qué harás con mi alma una vez que la tengas?

—Nada de nada. La guardaré, de la misma manera que Artemisa guarda la de Talon.

—¿Y mi cuerpo?

—Un cuerpo no necesita alma para funcionar.

Zarek le puso una mano sobre el hombro.

—No lo hagas, Sunshine. No se puede confiar en un dios.

Estigio no podía estar más de acuerdo con él.

«Hazle caso al Cazador Oscuro, mujer».

Dioniso lo miró furioso.

Di algo para que acepte el acuerdo o te llevo de vuelta al Tártaro y te dejo en manos de Apolo. Te juro que puedo hacerlo. Pasarás el resto de la eternidad encadenado a la cama de mi hermano… que todos visitaremos por turnos.

Por si no bastaba con sus palabras, los recuerdos que el dios invocó para que Estigio lo viera todo de nuevo fueron aterradores. Se estremeció sin poder evitarlo.

Aunque no quería hacerlo, sabía que nadie le evitaría la tortura. Lo tenía clarísimo.

La única que lo había salvado era la diosa atlante de la caza, muerta hacía miles de años.

«No pasaré otra vez por eso. No lo permitiré».

Ya era hora de que mirara un poco por sus intereses. Tragó saliva y enfrentó la mirada de Sunshine.

—Claro que se puede —dijo, aborreciéndose por mentir de esa forma—. Confiar en un dios es lo mejor que he hecho jamás.

—No estoy segura… —murmuró ella. Sin embargo, un brillo decidido iluminó sus ojos al instante, y asintió con la cabeza mientras decía—: De acuerdo. Si anulas la maldición, te entregaré mi alma.

Estigio dio un respingo, consciente de que la chica acababa de condenarse.

Camulos soltó una carcajada siniestra.

—Trato hecho. Talon ya no está maldito. Podrá encontrar el amor en cualquier sitio.

Sunshine sonrió.

—Pero tú, preciosa… —continuó el dios al tiempo que le lanzaba una descarga astral— tienes que morir para darme tu alma.

La descarga la lanzó de vuelta a los brazos de Zarek, que jadeó al ver que la sangre los cubría a ambos.

—¡Cabrón! —gritó el Cazador Oscuro.

Estigio hizo ademán de ir a ayudarla, pero Dioniso lo detuvo.

«Apolo», gesticuló con los labios al tiempo que clavaba la mirada en su entrepierna y se relamía los labios.

Estigio ardía en deseos de matarlos a ambos. Pero antes de que pudiera moverse siquiera, Zarek cogió en brazos a la mujer y salió del almacén.

Estigio sonrió.

«Corre, Cazador Oscuro. Ponla a salvo».

Si Zarek llegaba hasta Aquerón, su hermano, que no se inmutaría siquiera en caso de que él fuera el herido, la salvaría. Sin lugar a dudas.

Tan pronto como salieron del almacén se produjo un fogonazo cegador. Al cabo de un segundo, se escucharon unos chillidos y un viento huracanado le azotó la ropa y el pelo, al tiempo que se formaba una nube en el centro del almacén. En un abrir y cerrar de ojos salieron de ella un enjambre de demonios alados. Eran aterradores, del color óxido y con tres colas rematadas con púas que blandían como si fueran látigos.

Camulos los miró con una sonrisa.

—Id a por ellos, chiquitines. ¡Matadlos a todos!

Los demonios celtas salieron en busca de Zarek y Sunshine.

Al igual que hicieron los dioses.

Estigio titubeó al sentir la presencia de Aquerón en las cercanías. Se le había olvidado que tenía esa habilidad. Cuando eran pequeños, siempre sabía si su hermano se encontraba cerca.

Le echó un vistazo al reloj y sintió un nudo en la garganta al ver que casi había llegado el momento.

Qué raro. Había matado a cientos de hombres en la batalla. Cuando era joven, había matado a su propio tío. Pero la idea de apuñalar a Aquerón…

Le resultaba mucho más difícil de lo que había previsto. Claro que no tenía más remedio. Sobre todo después de que Apolo hubiera descubierto que seguía con vida. Si no seguía adelante con el plan…

No quería ni pensar en la alternativa.

Aquerón ya le había demostrado que le daba igual cómo lo trataran o lo que le sucediera. Sabía que su hermano se sentaría tranquilamente para ver cómo lo violaban en grupo, riéndose a carcajadas por el espectáculo.

No, había llegado el momento de ponerle fin a todo. Decidido a continuar, Estigio siguió a los dioses hasta una puerta cerrada. Escuchó a Aquerón y a Talon al otro lado, hablando con Zarek y Sunshine mientras trataban de salvarle la vida.

Los demonios comenzaron a aporrear la puerta mientras él retrocedía para observar los acontecimientos. Y para escuchar la amabilidad que Aquerón les dispensaba a los demás, tal como hacía cuando lo escuchaba hablar con Ryssa a través de la pared de su dormitorio. Una amabilidad que jamás le había demostrado a él desde que tenían siete años.

Los demonios derribaron la puerta tras lo que le pareció una eternidad. Acto seguido, irrumpieron en el interior de la nave, seguidos por los dioses.

Estigio se demoró un instante justo cuando Talon se interponía entre ellos y su mujer. El celta, alto y rubio, adoraba a su esposa, y Estigio sabía muy bien lo que eso significaba.

Ash se puso en pie, listo para luchar.

—Es medianoche —dijo Dioniso—. Que empiece el espectáculo.

Estigio inspiró hondo y entró. Los demonios de Camulos se apartaron para dejarlo pasar y que pudiera acercarse a su hermano.

El tiempo pareció detenerse cuando vio a Aquerón por primera vez desde que murieron a manos de Apolo. Aquerón tenía mejor aspecto que nunca, un aspecto saludable. Nadie podría imaginar que ese hombre de porte orgulloso fue antaño un perro apaleado. No había ni rastro del Aquerón que se ocultaba en las sombras y que lo fulminaba con su odio. No había ni rastro del muchacho tan sometido por los abusos y los maltratos que ni siquiera se atrevía a escapar del infierno de su tío.

Sin embargo, él lo conocía muy bien.

Sólo eran unos putos vendidos al mejor postor.

Vendidos, comprados y humillados por dinero y por diversión.

—Hola, Aquerón. —Se aseguró de que su voz fuera serena y de que no demostrara ni el odio ni el sufrimiento que lo invadían—. Ha pasado bastante tiempo, ¿no? Unos once mil años, más o menos.

El Cazador Oscuro, Talon, se quedó boquiabierto al verlos juntos.

Haciendo caso omiso de su presencia, Estigio se acercó a Aquerón despacio, pero sin detenerse.

Aquerón lo miró con los ojos entrecerrados a modo de advertencia.

—Quédate ahí, Estigio —le dijo—. No quiero hacerte daño, pero lo haré si no me dejas otra alternativa. No permitiré que la liberes.

¿Que no quería hacerle daño? ¿Desde cuándo? Aquerón se había pasado la vida entera haciéndolo sufrir. Deseándole lo peor de lo peor.

¿Por qué iba a cambiar a esas alturas? ¿O se trataba sólo de palabras huecas pronunciadas para que sus Cazadores Oscuros no supieran lo cruel que podía llegar a ser su líder?

Estigio miró a Talon, que no paraba de observarlos, asombrado. Soltó una carcajada amarga por su reacción, muy común en el pasado.

—Es como un culebrón de los malos, ¿verdad? El gemelo bueno y el gemelo malo. —Su mirada furiosa regresó a Aquerón—. Claro que no somos gemelos de verdad, ¿no es así, Aquerón? Tan sólo compartimos el mismo útero durante un tiempo.

Se movió para colocarse detrás de Ash, que se tensó de manera visible, como si supiera lo que pretendía hacer. Estaba tan cerca de su hermano que apenas los separaba un palmo. No se tocaron. No necesitaban hacerlo.

La pena lo abrumó al recordar su infancia. A1 recordar cómo se acostaban juntos, con las espaldas y los pies unidos. Juntos contra el mundo. Juntos contra los demás.

Hermanos, para siempre.

Pero a esas alturas eran enemigos.

Para siempre.

Ojalá las cosas hubieran sido distintas. Ojalá Aquerón le hubiera demostrado la compasión que les demostraba a los demás.

Una compasión que incluso le había demostrado a Artemisa.

Sin embargo, estaba muy cansado. Se sentía utilizado y vapuleado. Y Aquerón había dejado clarísimo que, a diferencia de lo que le sucedía a él, no recordaba con cariño la infancia que habían compartido como hermanos. Le había dejado clarísimo que no significaba nada para él.

Que lo había desterrado incluso de sus pensamientos.

Furioso y desolado, Estigio se inclinó hacia delante para susurrarle a Aquerón al oído:

—¿Les decimos quién es el bueno, Aquerón? ¿Les decimos quién de los dos vivió con dignidad? ¿Quién de los dos era respetado por los griegos y los atlantes y de quién se burlaban?

Sí, era mentira, pero Aquerón creía que eso era lo que había sucedido y él necesitaba desestabilizar a su hermano para poder llevar a cabo el plan. Aquerón era el dios. Él no lo era. Y aunque contaba con una fuerza mayor que la mayoría de los hombres, solo era eso, un hombre con fuerza humana.

Estaban a punto de liberar a la madre de Aquerón. Apolimia lo despedazaría, pero con suerte moriría antes de que lo destripara por completo.

Tras soltar un suspiro, extendió un brazo y le colocó a Aquerón la mano en el cuello, justo sobre el lugar donde Apolo lo había tocado para inmovilizarlo en el suelo de la habitación de Ryssa.

Aquerón gimió y él se odió a sí mismo por haber ocasionado esa reacción. Sin embargo, la guerra le había enseñado que la mejor manera de vencer a un oponente superior era desmoralizarlo. Debilitarlo mentalmente.

Estigio tiró de Aquerón y lo acercó a su cuerpo para poder susurrarle en griego antiguo al oído, de manera que nadie comprendiera la crueldad de las palabras que estaba a punto de pronunciar. Bastante malo era tener que matar a su propio hermano. Se negaba a matarlo tras haberlo humillado públicamente.

Ojalá Aquerón le hubiera demostrado la misma compasión en la Atlántida.

—En una ocasión me dijiste que pagarías por ver cómo me la metían a la fuerza en la boca, hermanito. Pero te recuerdo que no fui yo quien eligió libremente prostituirse para otros hombres. No fui yo quien aceptó ser el esclavo de una diosa asquerosa durante toda la eternidad. Yo fui quien intentó ayudarte, pero en vez de aceptar mi mano, me la cortaste y me jodiste más que todos los demás. Te reíste de mi dolor. Estabas colocado cuando mataron a mi hermana y a mi sobrino y no los ayudaste. Primero me la arrebataste y después la dejaste morir de una forma espantosa, mientras ella te pedía ayuda a gritos. De la misma manera que permitías que me azotaran en tu lugar cuando éramos pequeños sin que salieras jamás en mi defensa. Siempre has sido un despojo asqueroso.

Aquerón jadeaba como si estuviera inmerso en una pesadilla. Tenía la mirada perdida y vidriosa. Sin embargo, no se movió para luchar contra él, algo que le indicó que estaba preparado para que le pusiera fin a todo.

—Eso es, Aquerón —siguió, abandonando el griego antiguo a fin de que los demás lo entendieran—. Recuerda el pasado. Recuerda lo que eres. Quiero que lo revivas todo. Revive todas las barbaridades que dijiste. Todas las lágrimas que hiciste derramar a mis padres. Todos los momentos en los que te miré y me avergoncé de que llevaras mi rostro.

Vio que los ojos de Aquerón se llenaban de lágrimas, y eso le llegó al alma. Quería odiar a Aquerón. Lo hacía.

No, necesitaba hacerlo.

Pero no podía. Por más que lo intentara. Seguía viéndolo a su lado cuando eran pequeños. Sentía la mano de Aquerón en la suya, mientras lo consolaba porque nadie más lo hacía.

«Tienes que hacerlo. Aquerón no te quiere. Nunca te ha querido».

—Suéltalo —le ordenó Talon.

Estigio pasó de él y aferró a Aquerón del cuello con más fuerza, pegándolo de nuevo a su cuerpo.

—¿Recuerdas cuando Estes murió? ¿El modo en que te encontramos mi padre y yo? Jamás he podido olvidarlo. Cada vez que pienso en ti, es esa la imagen que se me viene a la cabeza. Eres repugnante. Asqueroso.

—Mátalo —le ordenó Dioniso— y abre el portal.

Estigio no pareció escucharlo, puesto que toda su atención se centraba en Ash.

Camulos comenzó a acercarse a ellos con una daga. Talon se abalanzó sobre él y se enzarzaron en una lucha por el arma.

—Mátalo, Styxx —repitió Dioniso—. O perderemos la oportunidad de abrir el portal.

Estigio presionó la frente contra la mejilla de Aquerón, destrozado por la tragedia que los había convertido en enemigos.

—Adiós, Aquerón. Ojalá por fin descansemos en paz.

Se sacó la daga del abrigo y se la clavó a su hermano en el corazón, hundiéndola en su pecho hasta la empuñadura.

Como le hizo Aquerón en Dídimos mientras él dormía.

Ash jadeó y arqueó la espalda como si algo lo hubiera poseído. La daga salió disparada y golpeó la pared que había detrás de Dioniso, justo por encima de su cabeza. Un haz de luz brotó de la herida antes de que esta se cerrara.

Al instante, una especie de onda expansiva atravesó la habitación, tirándolos a todos al suelo. Estigio acabó en el rincón más alejado mientras que los dioses quedaron inmovilizados en el suelo.

Aquerón se alzó en el aire y quedó suspendido a varios centímetros del suelo con los brazos en cruz.

Nadie era capaz de ponerse en pie. Ni siquiera los dioses.

Del cuerpo de Ash brotaron unos cuantos rayos que hicieron añicos los cristales y las bombillas. El aire se cargó de energía eléctrica y comenzó a crepitar. Aquerón dejó caer la cabeza hacia atrás cuando los haces de luz atravesaron sus ojos y su boca. La energía parecía recorrerle todo el cuerpo antes de irrumpir en la habitación en forma de cegadores rayos.

Los daimons y los demonios explotaron al unísono, ocasionando un enorme resplandor.

De repente, una especie de dragón alado salió de debajo de la manga de Aquerón y se enroscó a su alrededor como si lo estuviera protegiendo.

Era un demonio caronte. Estigio recordaba haberlos visto en la Atlántida.

—¿Qué coño es eso? —preguntó Camulos—. Styxx, ¿qué has hecho?

No tenía ni idea.

—Nada. ¿Es el portal al abrirse?

Dioniso negó con la cabeza.

—Esto es algo totalmente distinto. Algo de lo que nadie me dijo nada. —Levantó la vista al techo y gritó—: ¡Artemisa!

Artemisa apareció y de inmediato acabó inmovilizada contra el suelo, como todos los demás. La diosa le echó un vistazo a Aquerón y su rostro se enrojeció por la ira.

—¿Quién ha sido el idiota que ha cabreado a Aquerón? —exigió saber.

Los dos dioses señalaron a Estigio, poniéndolo en el objetivo.

—¡Idiotas! —masculló—. ¿En qué estabais pensando?

Dioniso la fulminó con la mirada.

—Teníamos que matar a un atlante para despertar a la Destructora y Aquerón es el único que queda.

—¡Sois unos imbéciles! —masculló la diosa—. Sabía que vuestro plan sería una bazofia. No podéis matarlo con una simple daga. Por si no os habéis dado cuenta, no es humano. ¿Dónde tenéis el cerebro?

Dioniso frunció los labios.

—¿Cómo iba a saber que tu mascota era un exterminador de dioses? ¿Qué clase de idiota se vincula con alguien así?

—Ya, ¿y qué se suponía que debía hacer? —replicó Artemisa—. ¿Unirme al Todopoderoso Exterminador de Dioses o conseguir una carroza del Mardi Gras y hacerle compañía a ese? —Señaló a Camulos, que parecía de lo más ofendido por su comentario—. Eres un tarado —le dijo a su hermano—. No me extraña que seas el dios de los niñatos borrachos de las fraternidades universitarias.

—Disculpadme —masculló Talon—, ¿podéis centraros un segundo? Tenemos un ligero problemilla entre manos.

—Cállate de una vez —farfulló Dioniso—. Sabía que debería haber dado marcha atrás cuando te atropellé.

Talon se quedó boquiabierto al escucharlo.

—¿Fuiste tú quien me atropelló con la carroza?

—Sí.

—Joder, tío —le dijo Camulos a Dioniso—. Sí que has caído bajo. Ayer eras un dios griego… hoy, un conductor de carrozas incompetente. ¡La leche! ¿Cómo he acabado haciendo tratos contigo? ¿En qué estaría pensando? Artemisa tiene razón, ¿qué clase de idiota utiliza una carroza para atropellar a un tío para que este pueda volver a casa con su difunta esposa? Tienes suerte de que no acabara muerto y arruinaras todo el plan.

—Oye, ¿has intentado alguna vez conducir uno de esos cacharros? No es lo que se dice fácil. Además, es un Cazador Oscuro. Sabía que no lo mataría. Solo tenía que herirlo lo suficiente para que ella se lo llevara a casa. ¿Tengo que recordarte que funcionó?

Artemisa puso cara de asco.

—Sois patéticos a más no poder. No puedo creer que tengamos genes en común. —Tras dirigirle una mirada de desprecio a su hermano, luchó contra la fuerza invisible que los mantenía contra el suelo. Sin embargo y al igual que los demás, tampoco pudo llegar hasta Aquerón—. ¡Aquerón! —gritó—. ¿Puedes oírme?

Una risa incorpórea resonó en la estancia.

Estigio apretó los dientes al escucharla.

«¿Qué he hecho? Además de cagarla otra vez, claro».

Aquerón no iba a morir esa noche. Y él tampoco.

Genial. Simplemente genial.

Se imaginaba muy bien cuál sería su castigo.

Aquerón inclinó la cabeza hacia delante y otra serie de rayos atravesó su cuerpo. El demonio caronte lo estrechó con más fuerza y siseó con ferocidad en dirección a la diosa.

Artemisa intentó ponerse en pie aferrándose a la pierna de Ash, pero algo la obligó a retroceder y a alejarse de él.

—¿Qué queréis que os diga, tíos? —gritó Camulos—. La idea era matar a Aquerón, liberar a Apolimia y reclamar nuestro lugar como dioses; no mosquearlo y hacer que el mundo llegara a su fin. A título personal, no quiero ser el gobernante de nada. Pero si no paramos a este tío, el cántico que está entonando acabará con la vida tal y como la conocemos y deshará la creación.

—¿Qué hacemos? —le preguntó Sunshine a Talon.

El Cazador Oscuro la besó en los labios antes de apartarse de ella. En contra de lo que todos pensaban, logró ponerse en pie.

Su hermano le lanzó una descarga astral.

Talon la desvió. Avanzó despacio a través de la vorágine hasta llegar junto a Aquerón.

—Déjalo ya, T-Rex.

Aquerón le habló en atlante. A juzgar por la cara de Talon, era evidente que no lo entendía.

—Dice que te apartes o morirás —le tradujo Estigio—. Está invocando a la Destructora.

Talon negó con la cabeza.

—No puedo dejar que lo hagas —dijo.

La risa malévola resonó de nuevo.

Talon se abalanzó hacia Aquerón, lo atrapó por la cintura y lo tiró al suelo. El demonio caronte se alzó con un alarido.

El celta hizo caso omiso de la criatura y comenzó a golpear a Aquerón. Con todas sus fuerzas. Una reacción que despertó a su hermano. Ambos empezaron a pegarse con más saña que la que empleó él cuando descubrió que Ryssa estaba muerta.

El suelo comenzó a temblar.

Zarek apareció sangrando por la puerta y se vio arrojado de inmediato de espaldas contra la pared.

Artemisa intentó llegar hasta Aquerón de nuevo y una vez más este la arrojó al suelo mientras seguía peleando con Talon.

—Debo reconocerlo —dijo Camulos—. Este chico siempre fue un luchador.

Talon dejó de luchar al oír esas palabras.

Estigio frunció el ceño al escuchar los pensamientos del Cazador Oscuro.

Nunca aprendiste cuál era tu sitio, Speirr. Nunca supiste cuando debías dejar de luchar para razonar. Tienes razón, Camulos. Nunca he sabido cuando luchar y cuando detenerme. Por eso acabé maldito. Debo calmarme.

Las siguientes palabras que pasaron por la cabeza de Talon sorprendieron a Estigio.

—Puedo enseñarte a enterrar ese dolor a un nivel tan profundo que jamás volverá a molestarte. Pero ten presente que todo tiene un precio y que nada dura eternamente. Algún día sucederá algo que te obligue a sentir de nuevo; y cuando eso ocurra, el dolor caerá sobre ti con todo el peso de los siglos. Todo lo que ahora ocultes resurgirá y correrás el riesgo de que no sólo te destruya a ti, sino también a cualquiera que esté a tu lado.

Talon alzó la vista hacia Aquerón y vio la furia del hombre que lo estaba atacando.

Aquerón lo atacó de nuevo.

En esa ocasión Talon lo abrazó como a un hermano en vez de pelear y le tomó la cara entre las manos para intentar que su viejo amigo lo viera.

Las facciones de Aquerón habían dejado de ser humanas. Eran las del demonio malévolo que Estigio veía en sus pesadillas. El demonio que luchaba en el campo de batalla. Sus ojos eran de un rojo intenso mezclado con amarillo, y no había ni pizca de compasión en ellos. Eran fríos. Crueles. Los colores se arremolinaban y oscilaban como las llamas de una hoguera.

Era algo muy similar a lo que les sucedía a los ojos de Apolo cuando lanzaba su peor ataque contra él. También lo había visto en Arcón.

—Aquerón —dijo Talon con voz tranquila y muy despacio—. Ya basta.

En un primer momento Estigio no creyó que su hermano lo hubiera escuchado. No hasta que Aquerón giró la cabeza y vio a Sunshine en el suelo.

—Talon —dijo con voz ronca y áspera. Sus ojos volvieron a resplandecer antes de clavarse de nuevo en Talon.

De repente, otra onda expansiva sacudió la habitación, aunque esa vez en dirección contraria a la anterior. Fue como si el poder que se había liberado estuviera regresando a Aquerón.

El caronte, que seguía en forma de dragón, se lanzó hacia el techo y luego desapareció.

Las facciones de su hermano se transformaron de nuevo en las del humano. Tras parpadear varias veces, paseó la mirada, plateada una vez más, a su alrededor como si estuviera despertando de una pesadilla. Sin emitir palabra alguna, se apartó de Talon, cruzó los brazos sobre el pecho y atravesó la estancia como si nada hubiera sucedido.

Cuando pasó junto a Artemisa, la diosa extendió la mano para tocarlo, pero él se apartó y siguió su camino.

Artemisa se giró hacia Apolo con un gruñido.

—Espera a que papá te ponga las manos encima.

—¿A mí? Papá sabía lo que tenía planeado. ¡Espera a que le cuente lo de Aquerón!

Artemisa frunció los labios.

—¡Cállate, quejica! —Levantó la mano e hizo que su hermano se desvaneciera.

Estigio se encogió al ver que la colérica mirada de la diosa se clavaba en él. Sabía lo que sucedería a continuación.

Iba a regresar al infierno.

—¡Tú! —dijo Artemisa con una voz rebosante de odio.

«Lo llevo muy crudo», pensó él. Aunque tal vez si la cabreaba lo suficiente lograría que lo matara en vez de enviarlo de vuelta a la isla.

—¿Cómo puedes proteger a un ser semejante? Después de mi muerte, me enviaron a los Campos Elíseos mientras que a él…

—No es asunto tuyo —lo interrumpió Artemisa—. Tu preciosa familia y tú le disteis la espalda y lo condenasteis por algo de lo que no era culpable.

Sus palabras lo dejaron pasmado. Él jamás le había reprochado nada a Aquerón, salvo lo que le había hecho personalmente.

—¿Que no era culpable? Por favor… —Intentó decir algo más, pero su voz se desvaneció.

—Eso está mejor —dijo Artemisa—. Resulta curioso que vuestras voces se parezcan tanto, pero tú no dejas de gimotear. Doy gracias a Zeus porque Aquerón no comparta esa repugnante cualidad. Claro que él siempre ha sido un hombre y no un niñato llorón.

Sí, era una buena descripción de ambos, pensó. Esa zorra estaba como un cencerro. Lo acorraló contra la pared.

—No acabo de creerme lo que has hecho. Te concedí una existencia perfecta. Tu propia isla, llena con todo lo que pudieras desear, y ¿a qué te has dedicado? A malgastar la eternidad odiando a Aquerón, maquinando distintas formas de matarlo. No mereces compasión alguna.

¿Una isla perfecta? ¿Todo lo que podía desear?

Definitivamente, estaba como un cencerro. Debía de estarlo si pensaba que la vida en una isla desierta era perfecta.

En cuanto a Aquerón, no había pensado ni una sola vez en vengarse de él. Bastante ocupado estaba con el dolor por la muerte de su mujer y de su hijo, y con intentar sobrevivir, como para planear la forma de vengarse de un hermano que jamás había pensado que volvería a ver.

—No puedes matarme —gritó, para corregir lo que la diosa pensaba al respecto—. Si lo haces, Aquerón morirá también.

Estuvo a punto de ahogarlo al aumentar la fuerza con que lo aferraba del cuello, de modo que dejó de hablar.

—Maldigo el día en que las Moiras unieron tu fuerza vital a la suya.

«No fueron las Moiras, zorra. Fue su madre. A ver si te enteras».

¿Hasta dónde llegaban las cotas de imbecilidad de esa diosa?

Bueno, tratándose de Artemisa… que era la gemela de Apolo. En fin, la inteligencia no podía ser su fuerte.

La diosa lo miró con los ojos entrecerrados, como si lo que más deseara fuera hacerlo añicos allí donde estaba.

—Tienes razón. No puedo matarte, pero sí puedo convertir tu vida en un infierno que ni siquiera imaginas.

Estigio se echó a reír.

—¿Qué vas a hacerme? —le preguntó.

«¿Entregarme al pervertido de tu hermano?».

Eso era lo peor que se le ocurría.

La diosa esbozó una sonrisa cruel.

—Espera y verás, humano despreciable, espera y verás.

Styxx desapareció de la estancia.

De repente, pasó de estar en el almacén a estar en…

Se escuchaban gritos por todas partes y reinaban las tinieblas. Intentó ver algo, pero no lo logró. Solo distinguía los extraños y fantasmagóricos destellos de unos ojos desesperados por ser de utilidad.

Aquel era un lugar frío. Gélido. Se abrió camino a tientas a través de una escarpada roca solo para descubrir que estaba encerrado en una pequeña celda de dos metros por dos. Ni siquiera había espacio suficiente para que se tumbara con comodidad.

De repente apareció una luz a su lado. El resplandor se atenuó poco a poco hasta convertirse en una joven pelirroja muy guapa, de piel clara y turbulentos ojos verdes, propios de una diosa. La reconoció al instante.

Era Mnemósine, o Mnimi para abreviar, la diosa de la memoria. La había visto representada incontables veces en templos y pergaminos. La diosa lo observaba atentamente, ayudada por la lámpara de aceite que llevaba en una mano.

—¿Dónde estoy? —le preguntó.

La voz de Mnimi era suave y musical, como el susurro de la brisa a través de unas hojas de cristal.

—Estás en el Tártaro.

Claro, cómo no.

¿Qué coño? Si llevaba toda la vida viviendo allí.

Se obligó a tragarse la ira y el dolor. Cuando murió, miles de años antes, deberían haberlo enviado a los Campos Elíseos, el paraíso griego, con Galen y con sus hombres. No dejarlo solo en una isla desierta que desaparecía si alguien miraba en su dirección.

El Tártaro era el lugar al que Hades enviaba a las almas malignas a las que deseaba torturar. Claro que en su caso era una mejora si se comparaba con sus últimos once mil años de vida. Al menos en el infierno tendría compañía para mitigar las penas.

—Este no es mi sitio.

—¿Y dónde está tu sitio?

Acarició los nombres tatuados en su brazo mientras pensaba en su mujer y en su hijo.

—Junto a mi familia.

Los ojos de Mnimi se tiñeron de tristeza al mirarlo.

—Todos han renacido ya. La única familia que te queda es el hermano al que detestas.

¿Que habían renacido? El dolor lo atravesó. Jamás vería de nuevo a su preciosa Bethany. Jamás la escucharía ni podría abrazarla…

«¿Por qué no muero de una vez?».

Pero no. La única persona que le quedaba no había hecho nada por él salvo herirlo y humillarlo durante toda su vida. Un hombre que jamás lo reconocería. La injusticia de su situación lo hacía arder en deseos de suicidarse.

—No es mi hermano. Jamás ha sido mi hermano.

Mnimi ladeó la cabeza como si estuviera escuchando un sonido procedente de un lugar lejano.

—Qué raro. Aquerón no siente lo mismo por ti. Sin importar las veces que te has mostrado cruel con él, nunca te ha odiado.

¡Y una mierda! ¿Cómo era posible que una diosa estuviera tan ciega?

O si no estaba ciega, la posibilidad era aún peor. Si Mnimi tenía razón y Aquerón se había comportado de esa forma sin odiarlo, era el monstruo espantoso que Jerjes decía que era.

No obstante, lo mismo daba.

—No me importa lo que sienta.

—Cierto —dijo la diosa como si supiera cuáles eran sus pensamientos más íntimos; como si lo conociera mejor que él mismo—. Para serte sincera, no te entiendo, Estigio. Durante siglos se te permitió hacer de la Isla del Retiro tu hogar. Tenías amigos y todos los lujos conocidos. El lugar era tan pacífico y hermoso como los Campos Elíseos y, sin embargo, lo único que hiciste fue tramar una nueva venganza contra Aquerón. Te obsequié con recuerdos de tu hermoso hogar y de tu familia, de tu infancia tranquila y feliz para que te reconfortaran; y en lugar de disfrutar de ellos los utilizaste para cebar tu odio.

Estigio se quedó boquiabierto. ¿Amigos? ¿Qué amigos? ¿Los delfines con los que hablaba por desesperación? ¿El caballito de madera de su hermano? Ni que lo hubiera enviado a la Isla del Retiro con los Cazadores Oníricos… Su isla estaba completamente desierta.

«Muchas gracias, zorra».

En cuanto a sus recuerdos, habían sido el peor de los infiernos, porque veía al hermano que había perdido. A Bethany y a Galen. La vida que habían planeado y que jamás habían tenido.

Los recuerdos se asemejaban a una puñalada en el corazón.

Y le habían recordado que su padre lo despreciaba. Que su madre había intentado matarlo. Que en el corazón de su hermana solo había cabida para Aquerón. Que la gente se había burlado de él y lo había humillado por culpa de su hermano.

No. No era su hermano.

¡Era el hijo de Apolimia!

—¿Me echas la culpa a mí? Él me robó todo lo que tenía. Todo lo que amé o esperé conseguir. Él es el culpable de que mi familia esté muerta y mi reino haya desaparecido. Incluso mi vida ha terminado por su culpa.

Si Aquerón no lo hubiera retenido aquel día, habría estado en Egipto para proteger a Bethany cuando Apolimia fue a por ella.

—No —lo corrigió Mnimi con suavidad—. Tal vez puedas engañarte a ti mismo, Estigio, pero no a mí. Fuiste tú quien traicionó a tu hermano. Tu padre y tú. Dejasteis que el miedo os cegara. Fueron vuestras propias acciones las que lo condenaron no solo a él, sino también a vosotros.

¿Qué miedo? ¡Él jamás había tenido miedo de Aquerón!

Los recuerdos de lo sucedido en la Atlántida acudieron en tropel a su mente. Vio a Aquerón atándole los pies a la cama para que Estes pudiera violarlo.

—¿Por qué me haces esto? ¡He venido para salvarte!

—Y me estás salvando, Estigio. Esta noche no seré el único al que follen. Recuerda no tensarte cuando te la metan por el culo. Duele mucho menos si te relajas y no forcejeas.

Aún veía el brillo burlón que iluminaba los ojos de su hermano mientras le untaba el cuerpo con aceite y lo «preparaba» para Estes y los demás.

Sí, Aquerón había sufrido palizas y lo habían drogado hasta tal punto que carecía de voluntad. Sin embargo, aún no comprendía cómo le había hecho aquello.

Esa traición todavía lo quemaba por dentro.

—¿Qué sabes tú de eso? Aquerón es malvado. Impuro. Contamina todo lo que toca.

Ella movió los dedos a través de la llama de la lámpara y consiguió que parpadeara de forma escalofriante en la oscuridad de la pequeña celda. Entretanto, sus ojos parecían abrasarlo con su intensidad.

—Ahí radica la belleza de los recuerdos, ¿no te parece? Nuestra realidad siempre se ve afectada por nuestra percepción de la verdad. Recuerdas los sucesos de una manera y por eso juzgas a tu hermano sin saber cómo fueron las cosas para él.

Mnimi le colocó una mano sobre un hombro y su calidez le quemó la piel. Cuando habló de nuevo, su voz sonó malévola, insidiosa.

—Estoy a punto de entregarte el más precioso de los obsequios, Estigio. Por fin lo entenderás todo.

Estigio trató de huir, pero no pudo.

El abrasador contacto de Mnimi lo mantenía inmóvil.

La cabeza comenzó a darle vueltas y retrocedió en el tiempo hasta un momento que no quería revivir. Vio a su hermosa madre tumbada sobre su cama dorada con el cuerpo cubierto de sudor y el rostro ceniciento mientras una sirvienta le cepillaba el húmedo cabello rubio para apartarlo de sus ojos azules. Jamás había visto a su madre con una apariencia tan alegre como ese día.

¡Por todos los dioses, si hasta estaba sobria!

La habitación estaba atestada de oficiales de la corte y su padre, el rey, permanecía a un lado de la cama con sus consejeros. Los ventanales estaban abiertos para permitir que la brisa fresca procedente del mar aliviara el calor del día estival.

—Es otro precioso muchacho —proclamó con alegría la partera al tiempo que envolvía al recién nacido con una manta.

—Por la dulce mano de Artemisa, Aara, ¡has conseguido que me sienta orgulloso! —exclamó su padre al tiempo que un estruendoso grito de júbilo resonaba en la habitación—. ¡Gemelos para gobernar nuestras islas gemelas!

Sin dejar de reír, su madre contempló a la partera mientras esta limpiaba al primogénito.

Y en ese momento Estigio comprendió el verdadero horror del nacimiento de Aquerón y supo el oscuro secreto familiar que su padre le había ocultado.

Aquerón era el primogénito.

Estigio, que se encontró de repente en el recién nacido cuerpo de Aquerón, se esforzó por respirar a través de sus pulmones. Al final consiguió dar una profunda bocanada de aire y escuchó un grito de alarma.

—Que Zeus se apiade de nosotros, el mayor está deforme, majestades.

Su madre alzó la mirada con la frente arrugada por la preocupación.

—¿A qué te refieres?

La partera le acercó el niño a su madre, que sujetaba al segundo bebé contra su pecho.

Asustado, lo único que quería el bebé era que aliviaran el miedo que le provocaban todos esos ruidos extraños. Estiró los bracitos para tratar de alcanzar al hermano con el que había compartido el útero. Si lograba tocar a su hermano, todo saldría bien. Lo sabía.

En cambio, su madre apartó a su hermano y lo colocó fuera de su vista y de su alcance.

—No puede ser —dijo su madre sollozando—. Está ciego.

—No está ciego, majestad —señaló la más anciana de las curanderas al tiempo que daba un paso hacia delante para abrirse camino a través de la multitud. Su túnica blanca estaba bordada con hebras de oro y llevaba una recargada guirnalda dorada sobre el cabello canoso—. Os ha sido enviado por los dioses.

Jerjes entrecerró los ojos y miró a la reina furioso.

—¿Me has sido infiel?

—No, nunca.

—Entonces ¿cómo es posible que ese crío haya salido de tus entrañas? Todos nosotros hemos sido testigos.

La habitación en pleno volvió la cabeza hacia la curandera, que miraba con expresión inescrutable al diminuto e indefenso bebé que lloraba para que alguien lo cogiera y le ofreciera algún tipo de consuelo. De cariño.

—Este niño será un exterminador —dijo, y su anciana voz resonó alto y claro para que todos pudieran escuchar su proclamación—. Su mano traerá la muerte a muchos. Ni siquiera los propios dioses estarán a salvo de su ira.

—En ese caso, matémoslo ahora. —El rey ordenó a su guardia que sacaran la espada y asesinaran al bebé.

—¡No! —gritó la curandera, que detuvo al guardia antes de que pudiera llevar a cabo la voluntad del rey—. Si matáis a este niño, vuestro hijo morirá también, majestad. Sus fuerzas vitales están entrelazadas. Es la voluntad de los dioses que lo crieis hasta que se convierta en un hombre.

El bebé sollozó, sin comprender el miedo que percibía en aquellos que lo rodeaban. Lo único que quería era que lo cogieran como habían cogido a su hermano. Que alguien lo acunara y le dijera que todo saldría bien.

Jerjes se mostró tajante.

—No criaré a un monstruo —dijo.

—No os queda más remedio. —La curandera cogió al bebé de los brazos de la partera y se lo ofreció a la reina—. Ha nacido de vuestro cuerpo, majestad. Es vuestro hijo.

El llanto del bebé se hizo más estridente al tiempo que estiraba de nuevo los brazos hacia su madre. Ella se apresuró a apartarse y abrazó a su segundo hijo con más fuerza que antes.

—No pienso amamantarlo. No lo tocaré. Apártalo de mi vista.

La curandera le llevó el niño a su padre.

—¿Y qué me decís vos, majestad? ¿Lo reconoceréis?

—Jamás. Ese niño no es hijo mío.

La curandera exhaló un profundo suspiro y le mostró el niño a la sala. Lo sujetaba sin miramiento alguno, sin rastro de amor o compasión.

—Entonces se llamará Aquerón, como el río de la tragedia. Al igual que el transcurso del río del Inframundo, su viaje será oscuro, largo e imperecedero. Tendrá el don de dar la vida y de quitarla. Caminará por su vida solo y abandonado… siempre buscando benevolencia, pero encontrando solo crueldad.

La curandera bajó la mirada hacia el niño que tenía entre sus manos y murmuró la sencilla verdad que perseguiría a los gemelos durante el resto de su existencia.

—Que los dioses se apiaden de ti, pequeñín, porque nadie más lo hará.