Estigio estaba solo, sentado a una mesa del Café Pontalba cerca de una de las grandes puertas por las que se salía a la calle, atestada de turistas que ya celebraban la cercanía del Mardi Gras. La camarera acababa de retirarle el plato y se había llevado su tarjeta de crédito para cobrarle.
Le dio un trago a la cerveza mientras observaba a esa gente a la que no comprendía. A una gente muy rara.
«¿Y tú no lo eres?», se preguntó.
Cierto. Se sentía tan fuera de lugar que apenas lo soportaba. Y detestaba jugar con la vida de las personas. Al principio no le había importado llevar a cabo su cometido. Acercarse a los Cazadores Oscuros que trabajaban con Aquerón e informar a Dioniso y a Camulos de lo que descubría. Jugar con ellos y confundirlos un poco.
Algo muy fácil, ya que escuchaba sus pensamientos. Sin embargo, le había sorprendido descubrir el cariño y el respeto que le profesaban a su hermano. Por más que lo intentara, era incapaz de identificar al Aquerón que ellos conocían con el hermano cobarde que lo había apuñalado. Con el hermano que lo había untado de aceite y lo había inmovilizado para que Estes le grabara a fuego «puto» en el pubis y que rio a carcajadas mientras lo hacía.
Con el hermano cuyo mayor deseo era pagar para que lo violaran de forma violenta.
Su gemelo jamás se había preocupado por los demás. Una actitud justificada, dado el abuso al que lo había sometido Estes. Aquerón siempre estaba amargado y furioso.
Herido.
Tal vez la gente cambiaba. Bien sabían los dioses que su hermano había tenido mucho tiempo para hacerlo desde que lo dejó tirado para que se pudriera.
Sin embargo… ¿por qué esa persona tan altruista, decente y benevolente no se había preocupado por su propio hermano?
¿Ni una sola vez en once mil años?
Mientras la camarera regresaba con su tarjeta, se masajeó las sienes. Tenía un espantoso dolor de cabeza provocado por todas las voces que lo rodeaban. Eso había sido lo único bueno de su estancia en la isla. La única voz que escuchaba era la suya. E incluso llegó a desvanecerse después de unos cuantos cientos de años.
Ni siquiera los sirvientes que Artemisa enviaba cuando se le antojaba pensaban con palabras. Sus pensamientos eran imágenes tan detalladas que una vez que se marchaban las dibujaba en la arena. Hasta que la marea subía y el agua se las llevaba, dejándole de nuevo un lienzo en blanco sobre el que dibujar.
Lo llamaron al móvil. Comprobó con alivio que no se trataba de uno de los Cazadores Oscuros cuyas llamadas había estado desviando Dioniso a su teléfono. Como de esa manera no podía escuchar sus pensamientos, hablar con ellos le resultaba mucho más difícil de lo normal.
—¿Qué necesitas? —le preguntó a Camulos.
—¿Has descubierto algo sobre la chica? ¿Sabe Talon que es la reencarnación de su mujer?
Sí, lo sabía, pero se negaba a darle esa información al dios celta. No sabía muy bien por qué. Tal vez porque recelaba del tono alegre y esperanzado de su voz. Además, sabía muy bien lo que dolía perder a la mujer amada. No era tan insensible como para torturar a un hombre con algo así.
Ni siquiera para lograr la libertad y la cordura.
—No lo sé —mintió.
Camulos soltó un taco.
—¡Pues averígualo!
Y colgó.
—Tienes cara de querer estrujar el teléfono.
Estigio alzó la vista y descubrió a Nick Gautier delante de su mesa.
Se había topado con el muchacho unos días antes, mientras ayudaba a engañar a uno de los Cazadores Oscuros. Ese chico era el escudero, un sirviente moderno o más bien un empleado, de Talon, el Cazador Oscuro al que Camulos ansiaba torturar. Al parecer, Talon había matado al hijo del dios celta durante una batalla, en la Edad Media, y ansiaba vengarse de él.
En su caso, sin embargo, todos pensaban que debería perdonarle a Apolo las atrocidades que había cometido contra él y que al final le había costado la vida a su hijo nonato.
Sí, claro… y una mierda.
—Hola, chaval. —Estigio se metió el móvil en el bolsillo.
Nick, que medía un metro noventa y dos, era mayor que él en términos humanos, y aun así le parecía un niño. El cajún tenía un aura inocente que estaba seguro de que él jamás había poseído. En todo caso, la perdió cuando aún llevaba pañales.
Nick cogió la silla que tenía enfrente, la giró y se sentó en ella a horcajadas.
—¿Estás bien? Te veo un poco raro.
Menudo eufemismo. Nick era la única persona que realmente podría descubrir que no era Aquerón. Al parecer, la relación entre su hermano y el muchacho era distinta de la que mantenía con los demás.
—Es por los daimons. Hay demasiado jaleo.
Nick se echó a reír.
—Ya te digo. Y para colmo, me están dando bien en la universidad. Ojalá pudiera pagaros a alguno para que hicierais los exámenes finales por mí y los trabajos que todavía tengo que entregar. No sé por qué me pasa, pero a la hora de hacer un examen me entra el canguelo y me quedo en blanco.
Estigio resopló al escucharlo.
—¿Me estás diciendo que sufres de disfunción… escénica?
—¿Cómo? ¡Qué va, joder, ni de coña!
Estigio se echó a reír al verlo tan indignado. Era evidente por qué Aquerón apreciaba al muchacho y por fin comprendía por qué Galen, su antiguo instructor, había acabado haciéndose amigo suyo.
«Es el fuego que llevas dentro, muchacho. Aunque pareces llevar el peso del mundo sobre los hombros, como Atlas, sigues adelante con la cabeza bien alta».
Tras conocer a Nick, entendió por fin las palabras de Galen. Porque describían al muchacho a la perfección. Además, admiraba su afán por cuidar y proteger a su madre. El vínculo entre ellos era especial, y le gustaba pensar que si su hijo Galen hubiera nacido y crecido, se parecería mucho a Nick.
—Mierda —dijo el escudero al tiempo que se sacaba el móvil.
Estigio contuvo el aliento y deseó que no fuera su hermano quien lo llamaba. De ser así, lo habrían pillado.
—Hola, mamá. No, estoy con Ash en el Café Pontalba. ¿Necesitas algo? —Se sacó un bolígrafo del bolsillo del pantalón y cogió una servilleta—. Leche desnatada. Queso en lonchas. Pan. —Guardó silencio y frunció el ceño—. Mamá, ¿en serio? —Se estremeció—. Vale. Cosas de mujeres en las que no quiero ni pensar. ¡Joder! Que soy tu hijo, esas cosas no me interesan, ¿vale? Y eso tampoco. Te quiero. Chao. —Cortó la llamada y suspiró—. No sabes la suerte que tienes de haber nacido antes de que se inventaran los tampones. Te juro que los han inventado para avergonzar, torturar y humillar a los hombres. No hay nada más patético que un hombre en un supermercado con un paquete gigantesco de chismes de esos que siempre llevan un envoltorio de flores rosas. Por lo menos podrían envolverlos con papel marrón, o ponerlos en una caja negra que no llamara la atención o algo.
Estigio no sabía lo que eran los tampones, pero la expresión de Nick le dejó claro que era mejor no preguntarle. Otra cosa más cuya explicación no le había dado Dioniso.
Nick se metió la servilleta en el bolsillo mientras seguía rezongando.
—¿Y por qué siempre esperan hasta que sólo les queda uno para comprar otro paquete? Vamos, si los van a necesitar todos los meses, no lo entiendo. Si yo hiciera eso con el papel higiénico, mi madre me mataría directamente. —Dijo algo entre dientes y se levantó—. Me piro porque por lo visto es una emergencia. Nos vemos.
Estigio rio al comprender lo que era un tampón y se despidió de Nick con una inclinación de cabeza. Una vez que el muchacho se perdió entre la multitud, se puso en pie y dejó un billete de veinte dólares en la mesa como propina antes de abandonar el establecimiento.
Nick desconocía la suerte que tenía al contar con una madre que lo quería tanto. Era algo inusual en el mundo.
Deambuló hasta llegar al hotel donde se alojaba. Apenas había cerrado la puerta de la suite cuando se le apareció Camulos. El dios celta lo abofeteó con tanta fuerza que le rompió las gafas de sol que llevaba.
El dolor le atravesó la cabeza.
—¿Qué haces?
—Como me mientas otra vez, te destripo.
Estigio se limpió la sangre con el dorso de una mano.
—Será mejor que elijas otra amenaza. Ya me destripó un dios y la verdad es que a estas alturas me la suda.
—Vale. Pues te castraré.
Estigio se echó a reír.
—Llegas tarde. ¿Quieres probar con una tercera?
Camulos lo miró con el ceño fruncido.
—Estás loco, ¿lo sabes?
A esas alturas, no le extrañaría lo más mínimo.
Sin embargo, guardó silencio mientras pasaba junto al dios y se dirigía al minibar para sacar otra botella de cerveza. Tras quitarle la tapa, se sentó en el sofá y esperó en silencio a que le asignara su siguiente misión.
Algo que cada día se le hacía más cuesta arriba. Estaba cansado de joderle la vida a la gente. Dado que los dioses le habían jodido la suya, el resentimiento que sentía hacia Dioniso y Camulos aumentaba por momentos. Si la cosa seguía así, al final acabaría suplicándoles que lo devolvieran a la isla.
Con Apolo o sin él.