3 de enero de 2004

Exhausto y sudoroso, Estigio suspiró mientras escarbaba en la húmeda arena en busca de su almuerzo. Ya había encontrado dos almejas. Una más y tendría suficiente. Al tratar de levantar la arena húmeda se le rompió el mango de madera de la azada que había fabricado. Se agachó para acabar el trabajo escarbando con la hoja de piedra y después guardó la almeja en el saquito de piel donde había metido las otras dos.

Tras enjuagarse las manos para quitarse la arena, volvió a la cabaña que había construido hacía siglos para cobijarse del viento y del sol abrasador.

Arrojó la azada rota al suelo para repararla más tarde, se limpió el sudor de la frente y cogió el último coco que le quedaba. Una vez que comiera, tendría que ir a recolectar más.

Salió para encender el fuego con el que preparar su exiguo almuerzo.

Ni siquiera había llegado al lugar donde encendía la hoguera cuando vio un destello. Gracias a los reflejos que había perfeccionado tras miles de años enfrentándose a los ataques inesperados de los animales salvajes, cogió su lanza y se preparó para pelear.

Sin embargo, no era un depredador cubierto de pelo.

Y tenía piernas, que no patas.

Dioniso. Aunque había cambiado un poco desde la última vez que lo vio, recordaba muy bien a ese cabrón al que conoció durante su breve encarcelamiento en el templo de Apolo en el Olimpo. El dios del vino y de los excesos se había cortado la melena castaña, que en ese momento lucía mechones rubios. Llevaba una vestimenta que a Estigio le pareció rarísima y se había dejado perilla.

Frunció el ceño por la repentina e inesperada aparición. ¿Sería una alucinación? ¿Se habría envenenado con algo mientras buscaba las almejas? Hacía tiempo que no sufría ninguna mordedura, pero…

Hacía miles y miles de años que nadie aparecía en su isla.

Dioniso habló, pero él fue incapaz de entenderlo. El dios olímpico se acercó un poco más.

Receloso como nunca antes, Estigio retrocedió y apuntó al corazón del dios con su lanza.

Dioniso se detuvo y levantó las manos.

—Lo siento. Se me había olvidado que debía usar griego antiguo. Lo tengo un poco oxidado. ¿Me entiendes ahora?

Aunque pareciera irónico, Estigio tardó un rato en entenderlo. Había dejado de pensar con palabras hacía mucho tiempo. Puesto que no tenía a nadie con quien hablar y ya no escuchaba voz alguna en su cabeza, lo único que lo acompañaba eran las imágenes de sus recuerdos.

Asintió con la cabeza.

Dioniso dijo algo que él no entendió y dio un paso al frente.

Estigio le colocó la punta de la lanza en el pecho en señal de advertencia.

Frustrado, el dios olímpico levantó las manos y le lanzó una descarga astral. Estigio soltó la lanza electrificada al tiempo que volaba por los aires, tras lo cual cayó al suelo. El impacto le descoyuntó todos los huesos del cuerpo.

Le pitaban tanto los oídos que hasta le dolían.

—¿Entiendes ahora lo que te digo? —masculló el dios.

—Te escucho.

Dioniso acortó la distancia que los separaba.

—¡No te acerques a mí! —exclamó Estigio entre dientes, alejándose de él. Estaba harto de todos ellos.

Los ojos del dios adquirieron un siniestro y amenazador brillo rojizo.

—Sólo trato de ayudarte.

Estigio resopló.

—Ningún dios me ha ayudado jamás. Que te den.

Dioniso enarcó una ceja con gesto arrogante.

—¡Vaya! Qué valiente por tu parte. Aunque se me ocurre algo mejor. En vez de buscar a alguien que me dé, ¿qué te parece si le digo a Apolo que estás aquí? Te cree muerto desde hace mucho. Después de todo este tiempo, serías como un juguete nuevo para él. Y estoy seguro de que le encantará ese taparrabos que llevas, sobre todo cuando vea los músculos que tienes ahora. Joder, si antes estabas bueno, ahora ya… ¡Uf! —Se mordió el labio inferior mientras lo miraba con deseo—. Los años te han sentado bien, muchacho.

Estigio sintió que se le helaba la sangre en las venas al escuchar la amenaza.

—O podrías escuchar lo que tengo que decirte y acabar por fin con este infierno. ¿Qué prefieres? —siguió Dioniso.

—Te escucho.

El dios cruzó los brazos por delante del pecho.

—El mundo ha cambiado mucho desde la última vez que lo pisaste. Una de las cosas que más me cabrea es que el panteón griego ha quedado relegado a las sombras. ¡Somos algo tan ridículo que hasta Disney hace películas animadas con nosotros! Aunque todavía contamos con algunos fieles, hemos caído en el olvido más absoluto. Y la verdad es que siento nostalgia de aquellos días en los que la gente nos dedicaba sacrificios que alimentaban mis poderes. Dentro de poco más de un mes, el portal que separa el plano humano de Kalosis se debilitará tanto que podría romperse.

Estigio estaba al tanto de una profecía que esperaba que llegara a hacerse realidad. Era su única esperanza para salir de esa asquerosa prisión.

—La Destructora puede ser liberada.

Si Apolimia recuperaba la libertad, destruiría el mundo y, por ende, a él. O tal vez podría atravesarle a la muy zorra ese corazón tan negro que tenía con su daga atlante en venganza por la muerte de su mujer y de su hijo. Siempre había tenido claro que había un motivo para conservar la daga que obtuvo durante la guerra en la Atlántida. En su etapa humana, la había llevado consigo por la paranoia de que Arcón o alguno de los otros lo persiguiera.

En ese momento dicha daga le ofrecía la promesa de la venganza. Porque sabía que la única forma de matar a un dios atlante era con una daga forjada en la Atlántida.

Sin embargo, no entendía qué quería Dioniso. Qué quería de él.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Para abrir el portal necesitamos la sangre de un atlante. No de un apolita, sino de alguien que lleve en sus venas la sangre de Apolimia y de los suyos. Y solo queda una criatura en todo el planeta.

—Aquerón. —Era la única explicación posible.

Dioniso inclinó la cabeza.

—¿Entiendes ahora por qué te necesito?

Ajá, nadie más podría luchar contra Aquerón ni derrotarlo. Sólo su gemelo poseía dicha habilidad.

—Todavía no entiendo qué saco yo de todo esto.

—¿Cuál es tu mayor deseo, príncipe?

—Recuperar a mi mujer.

Dioniso puso los ojos en blanco.

—Vale, el segundo deseo.

—Ver a mi hijo.

En esa ocasión, el dios soltó un suspiro exasperado.

—¿El tercero? Y como sea otro miembro de tu familia, te dejo aquí con Apolo y me largo. ¡Te lo juro por Zeus!

Por desgracia, no tenía más familia y solo había otra cosa que deseara.

—Morir.

—¡Vaya, aprendes rápido! ¡Muy bien, morir! Si matas a Aquerón, morirás. Yo dominaré el mundo y todos contentos. —Dioniso puso los brazos en jarras y enarcó una ceja—. ¿Qué dices?

—Que me saques de aquí echando leches.

Estigio dio un respingo, ya que Dioniso lo sacó de la isla y lo llevó a… una especie de habitación. Una habitación con unas mesas y unas sillas muy raras. Y con un sinfín de objetos que no reconocía ni sabría siquiera nombrar.

—Antes de que cometas una estupidez y nos pongas a todos en evidencia con tus modales toscos y antediluvianos… —Dioniso le colocó una mano en un hombro.

Un dolor lacerante le atravesó el cráneo mientras el dios implantaba en su cerebro once mil años de historia. Fue tan brutal que comenzó a sangrarle la nariz.

Dioniso se apartó mientras él intentaba detener la hemorragia con una mano. Y los dioses se preguntaban que por qué los odiaba…

Era genial estar de vuelta en el plano humano. Vaya panda de cabrones.

—¿El baño? —preguntó.

—La puerta que tienes detrás.

Estigio entró y cogió un buen trozo de papel higiénico. Mientras se lo llevaba a la nariz, frunció el ceño y examinó los novedosos objetos que lo rodeaban. Bajó la tapa del inodoro y se sentó, mareado por la saturación sensorial. Sonidos, imágenes, olores…

Las dichosas voces que escuchaba en la cabeza.

Era abrumador.

Si bien era consciente de que había estado aislado durante mucho tiempo, no sabía que habían pasado tantos siglos.

Once mil años.

Era asombroso. Lo más doloroso era que Aquerón sabía que estaba vivo y le había dado la espalda durante todo ese tiempo.

Su hermano había seguido adelante sin echar la vista atrás.

Ni una sola vez.

«¿Seré gilipollas?», pensó. Él nunca había abandonado a su hermano. Cuando eran pequeños, lo había arriesgado todo por él. Aquerón, en cambio, había seguido adelante con Artemisa y había actuado como si él estuviera muerto y enterrado.

«Ojos que no ven, corazón que no siente», se dijo.

¿Por qué se sorprendía?

¿Qué más daba que hubiera arriesgado el pescuezo cuando Aquerón estaba retenido en la Atlántida y en Dídimos?

«Por lo menos yo te llevaba comida y vino, hermano».

Le llevó comida incluso cuando su hermano eligió un lento suicidio por inanición.

Y a diferencia de él, Aquerón no era un muchacho mortal obligado a lidiar con un padre que lo odiaba y lo amenazaba constantemente. No habría corrido el riesgo de sufrir una paliza si descubrían lo que hacía a escondidas. Aquerón ostentaba poderes que hasta sus antiguos dioses temían.

Se miró las manos, llenas de cicatrices. Artemisa lo había dejado en esa isla sin darle siquiera una cuchara. De modo que durante todos esos siglos se había visto obligado a buscar o a fabricar lo que necesitaba.

¿Cómo había podido su gemelo dejarlo sufrir de esa forma?

«Te odio, Aquerón».

Se apartó el taparrabos hecho con piel de leopardo y examinó la marca que Aquerón había ayudado a tatuarle y que lo identificaba como puto.

Sí…

Entre ellos no había amor fraternal.

El desprecio absoluto que le había demostrado su hermano no debería sorprenderlo. Sin embargo, esa falta de compasión lo hería en lo más hondo del alma, si bien a esas alturas debería estar acostumbrado.

«Menos mal que somos gemelos…», pensó con ironía.

Pero eso no era cierto. Lo sabía muy bien. Aunque compartieran los mismos rasgos físicos, los dioses metieron a Aquerón en el vientre de Aara mucho después de que él fuera concebido. Apolimia había introducido a ese cabrón en su vida a la fuerza y se la había jodido a base de bien.

A lo mejor todo eso formaba parte de la naturaleza divina. Ese completo desapego por los humanos. La incapacidad de demostrarles un ápice de compasión.

«Al menos podrías haber vuelto para matarme».

Aquerón poseía ese poder. Solo habría necesitado tres segundos. Tres segundos para librarlo del sufrimiento.

En cambio, lo había dejado sufrir. Eternamente. Solo en un agujero infernal.

Se estremeció, asaltado por los recuerdos. Incontables días de soledad, poniéndose verde en silencio. Muchos siglos antes, cuando Artemisa le enviaba comida, los sirvientes que se la llevaban eran ciegos, sordos y mudos. Una medida de precaución tomada por la diosa para asegurase de que nadie se enteraba de su solitaria existencia.

O mejor dicho, para evitar que se enteraran de que su mascota sexual era igualita que él.

De modo que no había tenido a nadie. Había estado solo con los agridulces recuerdos de su mujer y del hijo que no había llegado a conocer. Unos recuerdos que lo consolaban y lo herían en la misma medida.

Pero ¿qué más daba? No podía cambiar el pasado. Siempre estaría ahí y había sobrevivido. Aunque no sabía cómo narices lo había logrado.

Se puso en pie y se lavó la cara, las manos y el pecho a fin de quitarse la sangre antes de regresar a la habitación con Dioniso.

—¿Mejor? —le preguntó el dios con sarcasmo.

—No mucho. Pero la hemorragia se ha cortado.

Por fuera, al menos.

Por dentro, la hemorragia no se cortaba nunca.

—¡Por todos los dioses, es igualito!

Estigio se volvió y se encontró con un dios desconocido. No era tan alto como ellos, y llevaba la larga melena negra recogida en una coleta. Lo rodeaba un aura malévola y al mismo tiempo traviesa.

—Styxx —dijo Dioniso, modernizando su nombre—, te presento a Camulos. El dios celta de la guerra.

Estigio estaba a punto de preguntar qué era eso de «celta», pero tan pronto como formuló la pregunta en su mente supo la respuesta. Dioniso se la había implantado. Los celtas fueron una raza que existió muchísimo después de que su país fuera aniquilado y reconstruido de las cenizas que dejó la ira de Apolimia.

Camulos lo miró de arriba abajo con una sonrisa desdeñosa.

—Eso sí, no se viste como él. Ni tiene su porte. ¿Crees que lo logrará?

Dioniso se encogió de hombros.

—Los Cazadores Oscuros son idiotas. No creo que sea difícil engañarlos.

Estigio frunció el ceño al escuchar el término.

—¿Cazadores Oscuros?

—Mierda. ¿Se me ha olvidado subir todos los archivos? —Dioniso le colocó de nuevo la mano en un hombro.

Al cabo de un momento, Estigio vio una serie de imágenes que fueron pasando por su cabeza. Apolo se había responsabilizado de la destrucción de la Atlántida, afirmando que lo había hecho en venganza por la muerte de Ryssa. Puesto que Apolimia no estaba presente para contradecirlo, ese cuento se había convertido en el mito más extendido.

Apolo había condenado a la raza apolita a alimentarse de su propia sangre. Y lo peor era que la maldición les garantizaba una dolorosa muerte a los veintisiete años. La edad que tenía Ryssa cuando murió.

Más o menos. Porque su padre le había quitado un año para hacerla más atractiva a ojos de sus pretendientes y Apolo jamás se había enterado de la verdad. El muy cabrón se merecía esa mentira.

Después, Apolimia, furiosa porque Apolo había mutilado y asesinado a Aquerón, se había vengado de él usando al hijo del dios, Strykerio, a quien el mismo Apolo había maldecido junto con todos los apolitas.

Por irónico que fuera, el dios del sol no era muy brillante. Le resultaba increíble que los griegos lo hubieran erigido como el dios de la profecía.

Sobraba decir que el amor que Strykerio le profesaba era el mismo que le profesaba Estigio. Sin embargo, Strykerio todavía no había matado a Apolo. Si bien lo había intentado. Era normal que de vez en cuando lanzara algún ataque contra su padre y contra la Humanidad.

Junto con su ejército de daimons seguía dando guerra por el mundo gracias a Apolimia, que les había enseñado el modo de evitar la maldición de Apolo robando almas humanas y alimentándose de ellas. Era la forma elegida por la diosa para vengarse de la Humanidad que había maltratado a su hijo. Sin embargo, en cuanto un apolita introducía un alma humana en su cuerpo, su naturaleza cambiaba, tanto a nivel físico como mental. Ya no eran apolitas, sino daimons. Seres malévolos que vivían con el único propósito de alimentarse de almas humanas.

Dos mil años después de que Apolo lanzara su maldición, Artemisa creó a sus Cazadores Oscuros para dar caza a los daimons antes de que las almas que robaban murieran y quedaran atrapadas para siempre en un doloroso limbo.

Al menos, ese era el cuento de Artemisa. Al igual que su hermano, la diosa olímpica había mentido. El verdadero propósito de los Cazadores Oscuros no era otro que el de controlar a Aquerón, ya que la diosa los usaba como herramientas para manipularlo.

Estigio soltó una carcajada amarga por semejante ironía.

«Sigues siendo un puto, hermanito. Todavía estás esclavizado».

Algunas cosas no cambiaban jamás.

—¿Ya estás al día? —le preguntó Dioniso.

—Ajá. Quieres que obstaculice a los hombres de mi hermano y que los use en su contra hasta que llegue la noche en la que pueda devolverle el favor que me hizo.

Camulos frunció el ceño.

—¿Qué favor?

Estigio se pasó una mano por la cicatriz que tenía en el centro del pecho.

—Me atravesó el corazón con un puñal mientras dormía. Sin embargo, yo no soy tan cobarde como él y quiero que sepa quién lo está apuñalando.

Camulos silbó por lo bajo.

—Con razón los griegos son famosos por sus tragedias. ¡Cabrones, si habéis escrito el manual de las familias disfuncionales!

Dioniso resopló.

—¿En serio? ¿Quieres que te recuerde la historia de tu panteón?

El dios celta levantó las manos a modo de rendición.

—Vale, me rindo. Pero no te acostumbres. No va conmigo.

Dioniso usó sus poderes para hacer aparecer ropa moderna que le ofreció a Estigio.

—No te olvides de bañarte primero.

Estigio aceptó la ropa mientras se esforzaba para no hacerle un gesto grosero y se fue directo a la ducha. En cuanto estuvo debajo del chorro de agua suspiró por la increíble sensación. No se había bañado con agua caliente desde el día que murió. Aunque la alcachofa de la ducha estaba más baja que su cabeza, sentir el agua caliente sobre la piel era maravilloso. Mientras se duchaba y contemplaba las cicatrices que lo cubrían de la cabeza a los pies, apretó los dientes. Las dos que más lo torturaban eran la puñalada de su hermano en el corazón y la de Ryssa, en el abdomen. No sabía por qué le molestaban más que las de su madre, pero así era.

También había una que lograba que se le llenaran los ojos de lágrimas.

La que él mismo se había provocado en el brazo izquierdo con un cuchillo de obsidiana que había fabricado.

Βηθανία

Γαληνός

Bethany, sobre la cicatriz de la herida que le hizo su padre. Y Galen, debajo. Y no solo por su mentor, sino por el hijo que jamás había nacido y que no había podido llevar dicho nombre. Un tributo permanente a las personas que lo habían sido todo para él.

A las personas que jamás vería de nuevo. Dichas cicatrices eran lo único que le quedaba de ellos.

—Os echo de menos —musitó.

El tiempo no había logrado aliviar el dolor por sus muertes. En cierto modo, parecía haberlo empeorado.

Tras parpadear para librarse de las lágrimas, desterró esos pensamientos al fondo de su mente. No podía hacer nada al respecto. Se habían ido y, con suerte, ya no tendría que pasar mucho más tiempo sin ellos.

Besó sus nombres, cerró el grifo y salió de la ducha. Nada más tocar la toalla, jadeó. ¡Su suavidad era increíble! En la isla no había ningún tipo de paño. Ni de toallas. En cuanto al olor…

Olía a flores.

¡Menudo lujo! En ese momento vio su reflejo en el espejo, que era de una calidad muy superior a los espejos que había visto en su etapa mortal. Su madre y Ryssa se habrían quedado ciegas contemplándose en él.

Su mirada descendió hasta las horripilantes cicatrices que lo cubrían. Puso cara de asco. Era espantoso. Si Bethany no hubiera estado ciega y hubiera visto sus cicatrices, lo habría apartado de ella en un abrir y cerrar de ojos.

Suspiró. Comenzó a vestirse y, tras afeitarse, salió del cuarto de baño y se reunió con los dos dioses, que estaban maquinando la muerte de Aquerón y su ascenso al poder. Debería sentirse culpable por participar, pero la verdad…

Que le dieran a Aquerón. Su hermano no le había demostrado clemencia, así que ¿por qué tenía que demostrársela él?

En ese instante frunció el ceño al captar un olor…

—¿Eso es comida?

Camulos asintió con la cabeza.

—He llamado al servicio de habitaciones para que traigan unos filetes. ¿Quieres?

Se quedó boquiabierto mientras la boca se le hacía agua, literalmente.

—¿Ternera?

—Sí, bueno, es que no somos vegetarianos. —Camulos flexionó los bíceps—. Estos músculos no se consiguen comiendo soja.

Estigio no replicó mientras levantaba la tapa de la bandeja. Se mordió el labio inferior. Hacía tanto tiempo que no comía filete que se le había olvidado cómo era.

Cómo olía.

—Joder, Dioni, creo que el filete lo ha puesto cachondo.

—Supongo que se pasará dos semanas cachondo hasta que se acostumbre a estar otra vez en el mundo.

—Asegúrate de que no prueba la tarta de chocolate. Podría morir de un orgasmo.

Estigio frunció el ceño mientras se sentaba para comer.

—¿Tarta de chocolate?

Camulos resopló.

—Dentro de un rato pedimos. Ahora cállate y deja que los dioses hablen.

Estigio tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse y no lanzarle el cuchillo a la cabeza. Claro que no quería cargarse la hoja de esa forma cuando había carne de verdad que cortar. Y sin necesidad de matar primero al animal, por cierto.

Le costó la misma vida comer de forma civilizada, como un humano, y no hacerlo como el animal en el que se había convertido. ¡Por todos los dioses, el filete estaba buenísimo! Al cuerno con la tarta… nada podría superar el sabor de la ternera.

Alargó un brazo para coger el vino, pero se detuvo al reparar en el recipiente que lo contenía. Parecía muy frágil y delicado.

Camulos soltó un sentido suspiro.

—Esto no va a funcionar. —Señaló a Styxx—. Está mirando la copa como si fuera un extraterrestre o algo.

—Es la primera vez que ve una copa de cristal.

—Por eso lo digo. Nadie lo tomará por Aquerón.

Estigio se limitó a fruncir aún más el ceño, acostumbrado como estaba a las críticas y a las burlas.

—¿Con qué lo diluyo?

Camulos estaba a punto de responder, pero Dioniso se lo impidió.

—No se diluye. —Levantó las manos para silenciar las protestas de Styxx—. Sé que en tu época solo los bárbaros bebían vino sin diluir. Sin embargo, ha llovido mucho desde entonces. Ahora se bebe así. Hazme caso, está bueno y no acabarás saqueando el pueblo y violando a las mujeres. —Tras esas palabras, retomó la conversación con el dios celta.

Bueno, si alguien sabía cómo beber vino era precisamente el dios griego del vino…

Esperando lo mejor, Estigio bebió un sorbo. Aunque le doliera admitirlo, Dioniso tenía razón. Estaba delicioso. Y era muy distinto del vino que había bebido en Dídimos.

Mientras escuchaba la conversación descubrió que Dioniso había sido expulsado del Olimpo y enviado a vivir en el plano humano. De ahí que estuviera planeando hacerse con el poder. Quería volver al Olimpo y destituir a su padre.

Camulos también había perdido su estatus divino y ansiaba arrancarle el corazón a alguien llamado Talon.

De repente, dejaron de hablar para mirarlo.

—¿Humano? —le dijo Dioniso.

«Ojalá no lo fuera», pensó Estigio.

—¿Sí, dios de los locos borrachos? —replicó en voz alta.

Camulos se echó a reír.

A Dioniso no le hizo tanta gracia.

—¿Puedes fingir acento atlante?

Estigio se limpió la boca con la servilleta.

—Hace mucho que no lo escucho, pero creo que sí —contestó, en atlante.

El dios olímpico pareció impresionado.

—¿Dónde lo aprendiste?

—Pasé tres años en la Atlántida. Lo escuché mucho.

—Ah, pues vale. Ten en cuenta que el acento de tu hermano va y viene.

—Oído cocina.

Dioniso hizo girar el vino en su… copa. Esa era la palabra correcta.

—A lo mejor me arrepiento de haberlo dicho, pero creo que vamos a conseguirlo.

Estigio deseaba compartir su optimismo.

«Será mejor que disfrute de la libertad mientras pueda», se dijo.

Porque tarde o temprano pasaría algo, y él acabaría de nuevo en el infierno.

Estaba segurísimo.