21 de junio de 9535 a. C.

Estigio se atragantó cuando los sacerdotes le metieron una mordaza en la boca. Ya lo habían desnudado y lo habían colgado en el centro del templo para poder comenzar con el «tratamiento».

Uno de los sacerdotes trazó símbolos con sangre de cordero sobre su piel mientras que otro sacaba unas tijeras y una daga ceremonial. Encendieron velas e incienso al tiempo que entonaban cánticos suplicando el perdón del dios por los pecados que hubiera podido cometer contra él. Después, para su más absoluto espanto, comenzaron a cortarle el pelo y a quemar los mechones en un cuenco dorado.

Intentó gritar pese a la mordaza, intentó detenerlo, pero con los brazos encadenados en cruz no podía hacer nada.

—No os opongáis, alteza. Nosotros no os hemos poseído, no os hemos provocado esta tribulación y esta agonía. Solo queremos ayudaros.

El más anciano de los sacerdotes asintió con la cabeza mientras seguía cortándole el pelo a tirones.

—Debemos lograr que su cuerpo sea menos atractivo para los demonios que lo habitan. No quieren a un anfitrión feo y huirán de su cuerpo en cuanto deje de atraerlos.

«Por todos los dioses… ¿qué pensáis hacerme?», se preguntó.

Mechón a mechón, le cortaron todo el pelo de la cabeza y después lo raparon antes de pintar más símbolos en su cráneo. El olor del pelo quemado le estaba revolviendo el estómago.

«Míralo por el lado positivo: no tendrás que volver a preocuparte de que tu padre te tire del pelo», se dijo.

Ni de que ninguna mujer se interesase por él.

—¿Lo sangramos primero?

Estigio intentó apartarse del sacerdote que había hecho la pregunta.

—No. Se trata de un caso extremo. Calentad los hierros. Tendremos que espantar a los demonios con fuego.

¿Espantar con fuego? En nombre de Hades, ¿de qué estaban hablando?

Dos enormes sacerdotes le soltaron las manos. Estigio se debatió con todas sus fuerzas para liberarse. Sin embargo, lo redujeron enseguida y lo arrastraron a una estancia más pequeña, donde lo tumbaron en una fría mesa de piedra. Le extendieron los brazos y lo encadenaron de modo que no pudiera moverse. A continuación, le pusieron grilletes en los tobillos y le separaron las piernas hasta tal punto que creyó que iban a romperle las caderas.

El mayor de los sacerdotes se acercó y le colocó una mano en la cabeza.

—Tranquilo, alteza. Dejad de luchar contra nosotros. Aceptad lo que estamos haciendo. Al fin y al cabo, es por vuestro bien.

Estigio puso los ojos como platos cuando vio que metían un caldero con ascuas encendidas y una docena de barras de hierro.

«¡Por todos los dioses, no!».

Un sacerdote más joven se adelantó con un trozo de tela blanca.

—Sujétalo bien —dijo el más anciano—_ No queremos castrarlo por accidente.

«¿Castrarme? ¡Castrarme!».

—Aunque el rey nos ha dado inmunidad para tratarlo, es nuestro príncipe y no podemos dejar marcas que sean visibles una vez esté vestido.

—Si no dejamos marcas visibles, ¿cómo evitaremos que los demonios vuelvan a poseerlo?

—Los demonios ven todas las marcas. Aunque estén escondidas bajo la ropa, no querrán a un anfitrión con cicatrices.

Estigio gritó que detuvieran esa locura, aunque solo logró que le doliera más la cabeza. Sin embargo, la mordaza y la lengua hinchada evitaron que sus palabras fueran inteligibles, lo que a su vez solo consiguió convencer a los sacerdotes de que los demonios malévolos lo controlaban.

«¡Por favor! No estoy poseído», quería gritar. Estaba sintiendo el dolor de Aquerón. Y ya era bastante malo. No necesitaba añadir más dolor.

No le prestaron atención mientras el sacerdote más joven utilizaba el trozo de tela a modo de taparrabos para proteger su miembro.

—Muy bien —dijo el más anciano al tiempo que apartaba al joven—. Necesitamos acceso a la parte más blanda de su cuerpo, donde más le duela. Los demonios odian el dolor.

«Pues ahí lo tienes…», pensó. Había sentido tanto dolor que ningún demonio querría poseerlo en la vida.

El sacerdote se acercó al caldero y se puso un grueso guante de cuero en la mano izquierda. Agitó las ascuas con una de las barras de hierro antes de volver junto a él. Mientras entonaba una plegaria, el sacerdote colocó una mano sobre sus testículos, apartándolos, antes de pegar la barra de hierro candente a su ingle.

Estigio gritó con tanta fuerza que se le rompieron las cuerdas vocales. Se le llenó la cara de lágrimas mientras el espantoso dolor hacía desaparecer todo lo demás. Era lo más horrible que había sentido en la vida. El olor de su carne quemada le revolvió el estómago cuando el sacerdote por fin apartó la barra de hierro de su pierna.

—Muy bien. Dame otra barra.

Estigio intentó luchar, pero era inútil. Debía soportar cualquier cosa que le hicieran porque no podía moverse. Y con cada barra de hierro candente que le aplicaban, odiaba más a su padre. Pero sobre todo odiaba a los dioses que le habían hecho eso.

En el fondo de su alma también odiaba a Aquerón. De no ser por su hermano, nada de eso sucedería. Eran los ojos plateados de Aquerón los que habían delatado sus orígenes. Era Aquerón quien no se podía ocultar entre las personas.

Era el dolor de Aquerón el que lo había llevado a la ruina ese día.

Se golpeó la cabeza contra la piedra en su deseo por morir. ¿Por qué no lo mató su madre el año anterior? ¿Por qué?

Los dioses se negaban a apiadarse de él por más que les rezara. Príncipe o plebeyo, su único objetivo en la vida era sufrir y sangrar.

Y ya estaba harto.

«Por todos los dioses… ¡Por favor, que alguien me ayude!».