Monte Olimpo
Hermes, un dios bajito y delgado de ojos y pelo oscuros, recorrió volando el salón hasta plantarse delante de su padre, Zeus. Hermes no sabía muy bien lo que pasaba, pero casi todos los dioses estaban presentes en el salón del trono como si el mundo estuviera a punto de acabarse.
No le prestaron atención hasta que habló.
—Sabéis que no hay que matar al mensajero, ¿verdad? Os lo recuerdo por si acaso. Y tenedlo muy presente.
Zeus lo miró con el ceño fruncido al tiempo que se levantaba de la silla y se alejaba de Poseidón, con quien había estado jugando una partida de ajedrez. Ataviado con una vaporosa túnica blanca, Zeus tenía el pelo rubio muy corto y los ojos de un azul intenso.
—¿Qué pasa?
Hermes señaló hacia los ventanales desde los que se divisaba el plano humano.
—¿Le habéis echado un ojo últimamente a Grecia?
Sentado a la mesa del banquete con Afrodita, Atenea y Artemisa, Apolo puso los ojos en blanco e hizo un gesto arrogante con la mano para quitarle hierro al asunto y despreciar el pánico de Hermes.
—¿Qué pasa? ¿Están reaccionando a la maldición que les he echado a los apolitas por matar a mi amante y a mi hijo? No les incumbe.
Hermes negó con la cabeza sin poder disimular la ironía.
—No creo que eso les importe tanto como el hecho de que la Atlántida acaba de desaparecer y que la diosa Apolimia está sembrando el caos a su paso por nuestro país, matando a todo aquello que se le pone por delante. —Miró a Apolo con expresión petulante—. Y por si os pica la curiosidad, os diré que viene derecha a por nosotros, gritando tu nombre. Podría estar equivocado, por supuesto, pero me da en la nariz que la diosa de la destrucción está muy cabreada… contigo.
Apolo se quedó boquiabierto al escucharlo. ¿Por qué iba Apolimia a por él?
Zeus fulminó a Apolo con la mirada.
—¿Qué has hecho?
Sin rastro de su anterior arrogancia, Apolo se quedó blanco.
—He maldecido a mi gente, no a la suya. No les he hecho nada a los atlantes, padre. A menos que su sangre esté mezclada con la de mis apolitas, mi maldición no los afecta. No es culpa mía.
De repente, tuvo un mal presentimiento y se volvió hacia su gemela, que estaba sentada enfrente de él.
Artemisa se tapó la boca con la mano al comprender a qué panteón pertenecía Aquerón. Aunque sabía que había recibido sus poderes divinos al cumplir los veintiún años, no tenía idea de dónde procedían.
Aterrada por lo que Apolo y ella habían puesto en marcha, abandonó el salón, donde los dioses se preparaban para la guerra, y entró en su templo para poder pensar sin que sus furiosos gritos la interrumpieran.
—¿Qué puedo hacer?
No tenía la menor idea.
Estaba a punto de llamar a sus korai cuando las tres Moiras aparecieron en su dormitorio. Las trillizas estaban en la plenitud de su juventud y sus hermosos rostros eran tres copias perfectas. Sin embargo, eso era lo único que tenían en común. La mayor, Átropos, era pelirroja; Cloto era rubia y la más pequeña, Láquesis, era morena. Eran las hijas de la diosa de la justicia. Nadie sabía muy bien quién era su padre, pero muchos sospechaban de Zeus.
Aunque su padre no era importante. Lo único que sabían los dioses del Olimpo era que esas tres jovencitas eran las más poderosas de todo el panteón. Incluso Zeus evitaba llevarles la contraria.
Desde su llegada hacía más de diez años, cuando se fueron a vivir con su madre, todos las habían evitado. Cuando las tres se cogían de las manos y declaraban algo, su palabra se convertía en ley del Universo y nadie era inmune.
Nadie.
Artemisa no sabía por qué estaban en su templo. Desde luego que no mantenían una amistad, ni siquiera una relación cordial.
—Si no os importa, ahora mismo estoy ocupada.
Láquesis la cogió del brazo.
—Artemisa, tienes que escucharnos. Hemos hecho algo terrible.
Por ese motivo todos los dioses las temían. Siempre le estaban haciendo algo terrible a alguien.
—Sea lo que sea, puede esperar.
—No —dijo Átropos con voz seria—, no puede. Apolimia viene a matarnos. Nos quiere a nosotras.
Estupefacta por esas palabras, las fulminó con la mirada.
—¿Qué?
Átropos dio un paso al frente.
—No debes contarle a nadie lo que te vamos a decir. ¿Lo entiendes? Nuestra madre nos hizo jurar que guardaríamos el secreto.
—¿Qué secreto?
—Júralo, Artemisa —exigió Cloto.
—Lo juro. Venga, decidme qué está pasando. —Y, sobre todo, qué tenía que ver con ella.
Átropos tragó saliva antes de comenzar a hablar entre susurros, como si tuviera miedo de que alguien pudiera escuchar desde el otro lado de las puertas del templo.
—Somos hijas de Arcón, el rey de los dioses atlantes. Tuvo una aventura con nuestra madre, Temis, y nosotras fuimos el resultado. Nuestra madre nos envió a la Atlántida cuando nacimos y nuestro padre nos acogió. Apolimia es nuestra madrastra. Sin querer, maldijimos a nuestro hermanastro cuando nos enteramos de que iba a nacer.
—Fue un accidente —apostilló Cloto—. No era nuestra intención maldecirlo.
Láquesis asintió con la cabeza.
—Éramos pequeñas y todavía no entendíamos cómo funcionaban nuestros poderes. Nunca quisimos maldecir a nuestro hermano. ¡De verdad que no!
Artemisa se quedó helada al escuchar a las trillizas.
—¿Aquerón? ¿Aquerón es vuestro hermano?
Cloto asintió con la cabeza.
—Apolimia apenas toleraba nuestra presencia mientras vivimos con ellos. Éramos el vivo recordatorio de la infidelidad de su esposo y nos odiaba por eso.
Eso no tenía sentido, como tampoco tenía sentido su temor. Intentó desenmarañar todo lo que le estaban contando.
—Pero todo el mundo sabe que Arcón jamás le ha sido infiel a su esposa.
Láquesis resopló.
—Es una mentira que alimentan los dioses atlantes para que Apolimia no les haga daño. No sabes lo poderosa que es. Puede matarnos a todos sin despeinarse. Todos los dioses temen su poder. Incluso Arcón. Él es tan infiel como cualquier hombre, por eso nosotras estamos aquí.
—Quiere vernos muertas —dijo Cloto.
Artemisa seguía intentando encontrarle sentido. Sin embargo, le faltaban retazos importantes de información.
—¿Qué hicisteis para maldecir a Aquerón?
—Éramos muy tontas —contestó Átropos—. Cuando a Apolimia se le empezó a notar el embarazo, hablamos sin querer y le dimos a Apóstolos poder sobre el destino final. Dijimos que sería la muerte de todos nosotros y parece que hoy ha llegado el día de que se cumpla nuestro destino.
Eso confundió a Artemisa todavía más.
—Pero no es él quien nos amenaza. Es su madre.
Cloto asintió con la cabeza.
—Y nos matará a todos por el papel que jugamos en su maldición. Esto te incluye a ti.
Artemisa las miró boquiabierta.
—¿Por qué? ¡Yo no he hecho nada!
Átropos la fulminó con la mirada al tiempo que su hermana y ella la rodeaban.
—Sabemos lo que has hecho, Artemisa. Nosotras lo vemos todo. Tú le has hecho más daño que nosotras. Le diste la espalda mientras Apolo lo destripaba en el suelo. Y Apolimia lo sabe. Lo vio con sus propios ojos.
El miedo la atravesó. Si estaban en lo cierto, Apolimia no tendría piedad de ella. A decir verdad, no se merecía que la tuviera, pero tampoco quería morir. Mucho menos de la forma que elegiría Apolimia.
—¿Qué podemos hacer? ¿Cómo podemos derrotarla?
Átropos soltó un suspiro cansado.
—No podemos. Es todopoderosa. El único ser capaz de contrarrestar sus poderes es su hijo.
Que estaba muerto.
Estupendo, se encontraban en un grave apuro. ¿No podrían haberle avisado de todo eso antes de dejarlo en manos de Apolo? Toda esa información llegaba tarde y podría haberla utilizado de haberlo sabido mucho antes.
—Estamos todos muertos —susurró Artemisa mientras se imaginaba cómo la apuñalaba la madre de Aquerón. Apolimia haría que los actos de Apolo parecieran amables.
—No —la contradijo Cloto con firmeza mientras la sacudía—. Puedes traerlo de vuelta.
Artemisa miró a Cloto con el ceño fruncido.
—¿Te has vuelto loca? No puedo resucitarlo de entre los muertos. No tengo esos poderes. Solo Hades los tiene, y dado que Aquerón no es griego, no va a servir de nada.
Láquesis la cogió del otro brazo.
—Claro que puedes. Solo tú tienes ese poder.
—No lo tengo.
Átropos gruñó.
—Bebiste de su sangre. Has absorbido algunos de sus poderes.
Cloto asintió con la cabeza.
—Él puede resucitar a los muertos, razón por la que tú también puedes hacerlo.
Artemisa las miró con el ceño fruncido.
—¿Estáis seguras?
Las trillizas asintieron con la cabeza.
Pese a sus palabras, no estaba muy convencida. Cierto que había degustado los poderes de Aquerón cuando había bebido de él, pero ese en particular se reservaba para un grupo muy selecto de dioses, y si no conseguían devolverle la vida…
Acabarían empeorándolo todo.
Átropos apartó a sus hermanas.
—Los dioses atlantes aunaron sus poderes para encerrar a Apolimia, con una condición: mientras Apóstolos siga vivo en el plano humano, ella estará encerrada en Kalosis.
—Es nuestra escapatoria —dijo Láquesis—. Si lo devolvemos a la vida, ella volverá a quedar encerrada. Para siempre.
—Estaremos a salvo —añadió Cloto—. Todos nosotros.
—¡Serás la salvadora del panteón! —exclamaron las trillizas al unísono, cogidas de las manos.
¿Tenía alternativa? Inspiró hondo para calmarse y asintió con la cabeza.
—¿Qué tengo que hacer?
—Tendrás que obligarlo a beber de tu sangre —dijo Átropos como si fuera la tarea más sencilla del mundo.
—Y ¿cómo lo hago? Por si no os habéis dado cuenta, yo lo dejé morir. No creo que se alegre de verme.
—Con nuestra ayuda lo lograrás.
Aquerón yacía en el frío suelo de piedra, sumido en una calma absoluta, ajeno por fin a todo su pasado y a su presente. Estaba en paz de un modo que no había estado nunca. Las paredes de su gruta lo protegían de las voces de los demás. Ni siquiera los dioses entraban en su cabeza.
Por primera vez en la vida estaba en absoluto silencio. Y era maravilloso. No le dolía ni un músculo del cuerpo, no sentía dolor. Nada. Y le encantaba esa sensación de tranquilidad.
—¿Aquerón?
Se tensó al escuchar la voz de Artemisa. Cómo no… La muy zorra tenía que perturbar su tranquilidad. Jamás lo dejaría en paz.
«Maldita sea».
Intentó decirle que lo dejara tranquilo, pero de sus labios solo brotó un gemido ronco. Tosió e intentó carraspear para que le saliera la voz.
Sin embargo, no le salían las palabras. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué no tenía voz?
Artemisa lo miró con ternura y con preocupación.
—Tenemos que hablar.
La apartó de un empujón, pero ella se negó a irse.
—Por favor —le suplicó la diosa con una mirada que unos días atrás lo habría ablandado. Sin embargo, la preocupación por ella ya no tenía cabida en su interior. Jamás la perdonaría por darle la espalda y permitir que su hermano lo destripara en el suelo—. Sólo te diré lo que he venido a decir y luego te dejaré. Para siempre, si es lo que quieres.
¿Cómo iban a hablar si a él no le salía la voz?
Artemisa le ofreció un cáliz.
—Bebe esto y podrás hablar.
Rabioso con ella y con ganas de fustigarla, cogió el cáliz y apuró el contenido sin saborearlo siquiera.
—Ojalá te pudras en el Tártaro —rugió, agradecido porque pudiera escuchar el veneno que destilaban sus palabras.
En ese momento sucedió algo. Un dolor indescriptible se apoderó de su cuerpo, como si sus órganos estuvieran en llamas. La miró con la respiración entrecortada.
—¿Qué me has hecho ahora?
No vio ni compasión ni arrepentimiento en su mirada.
—Lo que tenía que hacer.
En un abrir y cerrar de ojos pasó de la silenciosa oscuridad de los dominios de Hades a las playas de Dídimos, cerca del palacio.
O lo que quedaba de él.
Miró a su alrededor sin comprender, intentando averiguar lo que le había pasado a él y a la isla. Sin embargo, y antes de que pudiera averiguarlo, el dolor se volvió a apoderar de él con tanta ferocidad que cayó de rodillas en la arena.
Gritó, desesperado por librarse del dolor.
De repente, Artemisa se plantó delante de él. Lo cogió en brazos y lo acunó mientras las olas rompían contra ellos.
—Tenía que traerte de vuelta —le dijo.
La apartó de un empujón y contempló las ardientes ruinas de Dídimos.
—¿Qué has hecho?
—No he sido yo. Fue tu madre. Ha destruido todo y a todos los que alguna vez se acercaron a ti. Y se dirigía al Olimpo para matarnos. Por eso he tenido que traerte de vuelta. De no haberlo hecho, nos habría matado a todos.
—¿Y crees que eso me importa? —Hizo ademán de alejarse de ella, pero un dolor espantoso en el estómago lo detuvo. La tremenda agonía que sentía hizo que se doblara por la mitad mientras intentaba respirar.
Artemisa se acercó a él muy despacio y lo miró.
—Yo soy la que tiene el control ahora, Aquerón. Te he vinculado a mí con mi sangre. Me perteneces.
Esas palabras avivaron el fuego de su ira. Sintió el ya familiar calor que se apoderó de él cuando su cuerpo abandonó la forma humana y adoptó la divina. Le plantó cara al dolor y extendió la mano para atrapar a Artemisa con sus poderes.
—Subestimas mis poderes, zorra.
Artemisa intentó apartar su mano, alejarse de su férreo apretón.
—Mátame y te convertirás en el peor monstruo imaginable. Necesitas mi sangre para mantener un mínimo de cordura. Sin ella, te convertirás en un asesino compulsivo que solo buscará la destrucción de todo lo que se le cruce en el camino… Como tu madre.
Aquerón ventiló su frustración con un rugido. Esa zorra había pensado en todo. A pesar de ser un dios, seguía siendo un esclavo.
—Te odio.
—Lo sé.
La apartó de un empujón y le dio la espalda.
—Aquerón, ¿no has oído lo que te he dicho? Tendrás que alimentarte de mí.
Hizo oídos sordos a sus palabras mientras subía hacia la colina donde antes se alzaba el palacio. Ya sólo quedaban brasas humeantes y piedras reducidas a polvo. Había cuerpos de sirvientes y mercaderes esparcidos por todas partes. Víctimas inocentes de la ira de su madre.
Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras corría entre las ruinas en busca de algún rastro de Ryssa o de Apolodoro.
Con el corazón destrozado, utilizó sus poderes para desplazar las piedras y los trozos de mármol hasta dar con la habitación de su hermana.
En medio del caos encontró tres de los diarios que ella había escrito meticulosamente. Estaban un poco dañados por el fuego pero casi intactos. Abrió el primero y contempló la caligrafía infantil con la que describió el día que él nació y la alegría que la había invadido por tener hermanos gemelos. Se limpió las lágrimas, cerró el diario y se lo llevó al pecho mientras recordaba su voz.
Estigio tenía razón. Su maravillosa hermana había muerto y él tenía la culpa. Destrozado por esa certeza, vio una de las peinetas plateadas que él le regaló en el último aniversario de su nacimiento, apenas unos días atrás.
Se arrastró por el suelo para cogerla y se la llevó alas labios.
—Siento haberte fallado, Ryssa. Lo siento muchísimo.
Siguió sentado en el suelo mientras pensaba en lo triste que era que de una vida tan intensa, de un alma tan hermosa, solo quedaran esos objetos tan insignificantes. Tres diarios y una peineta rota. Echó la cabeza hacia atrás y empezó a llorar, consumido por el dolor.
—Apóstolos… por favor, no llores.
Sintió la presencia de su madre.
—¿Qué has hecho, matera?
—Quería que pagaran por haberte hecho daño.
¿Qué importancia tenía? Lo que le habían hecho a él no podía compararse con lo sucedido ese día.
—Y ahora pertenezco a Artemisa.
El grito de su madre igualó al suyo propio.
—¿Cómo?
—Me ha vinculado a ella con su sangre para detenerte.
Sintió que su rabia se avivaba al escuchar la voz de su madre.
—Ven a mí, Apóstolos. Libérame y destruiremos a esa zorra y a las bastardas que te maldijeron.
Meneó la cabeza. Debería hacerlo. Sí, debería. No se merecían otra cosa. Sin embargo, no podía destruir el mundo.
No podía matar a gente inocente…
Echó un vistazo a su alrededor y sintió un escalofrío al ver los cadáveres. No, pese a todo, no podía hacerle eso al mundo.
Su madre apareció delante de él en forma de sombra translúcida. Se quedó sin aliento al verla por primera vez en su vida. Era la mujer más hermosa que había visto nunca. Su pelo, tan blanco como la nieve virgen, le caía sobre los hombros desde la coronilla, donde lo llevaba sujeto con broches de diamantes. Sus claros ojos plateados eran tan turbulentos como los suyos. La larga túnica negra que llevaba se le pegó al cuerpo mientras le tendía una mano.
Intentó tocarla, pero su mano atravesó la sombra que era.
—Eres mi hijo, Apóstolos. La única cosa en la vida que he amado de verdad. Daría mi vida por ti. Ven a mí, hijo. Quiero abrazarte.
Guardó esas palabras en su corazón como si fueran un tesoro.
—No puedo, matera. No si tengo que sacrificar el mundo. Me niego a ser tan egoísta.
—¿Por qué proteger un mundo que te ha dado la espalda? Un mundo que te ha maltratado.
—Porque sé lo que es que te castiguen por algo de lo que no tienes la culpa. Sé lo que es que te obliguen a hacer cosas que están mal en contra de tu voluntad. ¿Por qué iba a hacerle eso a nadie?
—¡Porque estarías impartiendo justicia!
Miró a su alrededor y clavó la vista en los cuerpos desperdigados por el suelo de aquellos que no habían merecido morir de esa manera y quedar expuestos a la intemperie.
—No, sería una crueldad. Los humanos ya han encontrado la justicia que se merecían.
Los ojos de su madre relampaguearon, furiosos.
—¿Qué me dices de Apolo y Artemisa?
Apretó los dientes al escuchar sus nombres.
—Tienen el poder del sol y de la luna. No puedo destruirlos.
—Yo sí puedo.
Pero al hacerlo destruiría toda la tierra y todos los seres que la habitaban. Por eso no podía liberarla.
—Mi vida no merece la destrucción del mundo, matera.
—Para mí sí la merece —replicó ella con una mirada sincera.
En ese momento habría vendido su alma por la oportunidad de abrazarla.
—Te quiero, mamá.
—No tanto como yo te quiero a ti, m’gios.
«M’gios…», repitió para sus adentros. «Hijo mío». Había esperado toda una vida a que alguien lo reclamara. Sin embargo, y por mucho que quisiera a su madre, no destruiría el mundo.
De repente, una gélida ráfaga de viento lo azotó, revolviéndole la ropa y el pelo, pero sin hacerle daño. El mundo se desintegró a su alrededor y se encontró en un lugar desconocido. La imagen de su madre fluctuó a su lado.
—Estamos en Katoteros. El lugar que te pertenece por nacimiento.
Frunció el ceño al ver los escombros.
—Está en ruinas.
Apolimia lo miró con expresión contrita.
—Estaba un poco enfadada cuando pasé por aquí antes.
«¿Un poco?», se preguntó.
—Cierra los ojos, Apóstolos.
Con confianza ciega en ella, lo hizo.
—Respira.
Inspiró hondo y sintió a su madre a su lado. Los poderes de Apolimia se mezclaron con los suyos y en un abrir y cerrar de ojos las ruinas se recompusieron y se convirtieron en un magnífico palacio de oro y mármol negro. Sintió que su madre se separaba de él.
—Bienvenido a casa, palatinos. —«Tesoro mío».
Las puertas se abrieron de par en par y nada más cruzarlas, su ropa cambió. Al igual que el pelo, que se volvió negro y largo. Su cuerpo quedó cubierto por una vaporosa túnica que flotaba tras él mientras atravesaba el suelo de mármol blanco. Se detuvo al ver el símbolo de un sol atravesado por tres rayos.
Su madre también se detuvo al percatarse de lo que estaba mirando.
—El sol dorado es mi emblema y representa el día. La plata de los rayos es la noche. El rayo de la izquierda es por mí y el pasado; y el de la derecha, es por tu padre y el futuro. El tuyo es el del centro, el que nos une y se refiere al presente. Este es el emblema del talimosin y representa tu dominio sobre el pasado, el presente y el futuro.
La palabra atlante hizo que frunciera el ceño.
—¿El heraldo?
La vio asentir con la cabeza.
—Tú, Apóstolos. Tú eres el talimosin. El destino final. Tus palabras son ley y tu cólera, absoluta. Cuidado con lo que dices, porque tu voluntad, aunque no sea esa tu intención, determinará el destino de la persona con la que estás hablando. Es una carga que jamás habría deseado para ti. Y por eso odio a esas tres zorras. Pero no puedo librarte de lo que te otorgaron, Nadie puede.
—¿En qué consisten exactamente mis poderes?
—No lo sé. Te los quité y nunca los analicé por temor a exponerte a los otros dioses. Sólo conozco la maldición de las hijas de Arcón. Pero irás aprendiendo a controlar tus poderes con el tiempo. Ojalá vinieras a mi lado para ayudarte hasta que fueras más fuerte.
—Matera…
—Lo sé. —Levantó una mano—. Te respeto por ser el hombre que eres y estoy orgullosa de ti. Sin embargo y si alguna vez cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme.
Le sonrió.
—Mientras llega ese momento, esto es tuyo.
Echó un vistazo a las estatuas que lo rodeaban y de alguna manera supo a quiénes representaban, sin excepción. Se aproximó a una puerta de oro de doble hoja. En la izquierda vio la imagen de su madre y en la derecha, la de su padre.
Cuando la puerta se abrió, descubrió los restos de los dioses donde su madre los había fulminado. El horror de sus últimos momentos había quedado reflejado para siempre en sus rostros.
Su madre no mostró el menor remordimiento por lo que les había hecho.
—Si su presencia te molesta, debajo del salón del trono hay una estancia donde puedes dejarlos. Mientras esté encerrada en Kalosis, no puedo usar mis poderes para quitarlos de aquí en medio, pero tú no deberías tener problema para hacerlo.
Aquerón cerró los ojos y deseó que las estatuas se desvanecieran. Y al abrirlos ya no estaban. No le apetecía en absoluto verlas caras de aquellos que habían querido verlo muerto.
Su madre le sonrió, aprobando su actitud.
—Deberías tener la habilidad de trasladarte entre este plano y el humano sin problemas. Descubrirás que Katoteros en un lugar muy grande con zonas inexploradas. El viento sopla en las cimas de las montañas… y en el punto más septentrional podrás escuchar a tu abuela, el Viento del Norte. Zenobia te susurrará y te consolará en mi ausencia. Cada vez que necesites consuelo, sube allí y deja que te abrace.
—Gracias, matera.
—Ahora me voy, te dejo para que te vayas acostumbrando. Si me necesitas, llámame y vendré.
Se despidió con una inclinación de cabeza mientras la veía desaparecer, dejándolo solo en ese lugar desconocido.
Era muy raro estar allí, y le costaría acostumbrarse. Cerró los ojos y vio a los dioses como habían sido. Escuchó sus voces resonando en las paredes como un leve susurro. Cuando volvió a abrir los ojos, los dioses habían desaparecido y sus voces, también. Echó a andar y se dio cuenta de que una prenda de cuero le cubría las piernas.
«Pantalones».
Qué raro que supiera el nombre de todas las cosas y de todas las personas sin pretenderlo siquiera. Si necesitaba saber algo, la información acudía a su mente de inmediato.
Cruzó la estancia hasta colocarse delante del trono dorado y negro…
El trono de Arcón. Una imagen de su propio cuerpo sin vida apareció en su cabeza. Y acto seguido se sentó en el trono, con la vista clavada en la reluciente y vacía sala. Por muy decorada y lujosa que fuera, seguía siendo estéril.
Ese palacio carecía de vida. No ofrecía consuelo alguno.
Se puso en pie y apareció un largo báculo a su lado. Tenía casi dos metros de alto, y su emblema estaba grabado en plata y oro en el extremo superior. A lo largo del báculo, grabada en la madera, había una inscripción en atlante.
«Conocerán al talimosin por este báculo. Luchará por él y por los demás. Sé fuerte».
«Sé fuerte», repitió para sus adentros. Apretó los dientes cuando las palabras de Xiamara resonaron en su cabeza. Sujetó el báculo con fuerza y se teletransportó a la cima de la montaña más septentrional. El sol se estaba poniendo mientras el viento agitaba su foremasta tras él. Sin soltar el báculo, miró por encima del hombro hacia el palacio, que estaba en la llanura.
Y en ese momento lo escuchó.
«Apóstolos… siente mi fuerza. Será tuya cada vez que la necesites».
Esbozó una sonrisa siniestra al sentir la caricia de su abuela contra la piel. Cerró los ojos y aceptó el consuelo y la fuerza que le ofrecía.
Cuando volvió a abrirlos, sabía que estaban rojos, porque veía mucho más que cualquier humano. Sentía los latidos del Universo correr por sus venas. Sentía el poder de la fuerza primigenia y por primera vez en su vida supo el lugar que ocupaba en el cosmos.
«Soy el dios Apóstolos. Soy la muerte, la destrucción y el sufrimiento. Y seré yo quien traiga a la tierra el Telikos… el fin del mundo».
Siempre y cuando averiguara cómo utilizar sus poderes. Soltó una carcajada al percatarse de ese detalle.
Dio media vuelta y empezó a bajar la montaña en dirección al salón del trono, en dirección al palacio de Arcón. No, había pasado a ser suyo. La tristeza se apoderó de él al darse cuenta de que aunque su madre y su abuela lo acompañaban en espíritu, seguía estando solo en el mundo.
Completamente solo.
Se quedó petrificado al escuchar un ruido detrás del trono. Como el ruido que haría un roedor de gran tamaño al correr por el suelo. Frunció el ceño y se teletransportó hasta allí, preparado para matar a cualquiera que se atreviera a entrar en su nuevo hogar.
Lo que encontró lo dejó atónito.
Era un pequeño demonio. Tenía la piel veteada de rojo y blanco, y una larga melena negra. Unos cuernecitos rojos sobresalían entre sus rizos. Lo miraba con unos ojos rojos ribeteados de naranja.
—¿Eres el akri de Simi? —preguntó el demonio con voz infantil.
—No soy el akri de nadie.
—Ah… —Miró a su alrededor—. Pero akra ha mandado aquí a Simi. Le ha dicho que su akri estaría aquí esperándola. Simi está confundida. Ha perdido a su mamá y ahora necesita a su akri. —Se sentó en el suelo y se echó a llorar.
Dejó el báculo a un lado para coger a la pequeña.
—No llores. Todo se arreglará. Encontraremos a tu madre.
La vio menear la cabeza.
—Akra le ha dicho a Simi que su mamá está muerta. Que los griegos malos mataron a la mamá de Simi. Ahora Simi necesita a su akri para que la quiera.
La acunó con ternura en sus brazos al tiempo que la sombra de su madre volvía a aparecer a su lado.
Simi dejó de llorar.
—Akra, dice que el akri de Simi no está aquí.
Su madre les sonrió.
—Él es tu akri, Simi.
Aquerón frunció el ceño al escuchar las palabras de su madre.
—¿Cómo dices?
—Su madre, Xiamara, era mi protectora. Al igual que tú, Simi está sola en un mundo en el que nadie se preocupa por ella. Te necesita, Apóstolos.
Miró esos enormes ojos que ocupaban casi toda la carita del demonio. Simi parpadeó antes de mirarlo con la misma confianza y la misma inocencia que Apolodoro. Se perdió en esa mirada que ni lo juzgaba ni lo condenaba.
—Vincúlate con él, Simi. Protege a mi hijo como tu madre me protegió a mí.
La idea de que alguien estuviera vinculado a él lo espantaba. No quería que nadie estuviera esclavizado.
—No quiero un demonio.
—¿Vas a abandonarla, la dejarás sola?
—No.
—Pues entonces es tuya.
Antes de que pudiera protestar de nuevo, su madre se esfumó.
Simi se acurrucó contra él y apoyó la cabeza en su hombro.
—Simi echa de menos a su mamá, akri.
La culpa lo asaltó al escuchar esas palabras en voz baja, y la abrazó con fuerza. De no ser por él, su madre seguiría viva para quererla.
—¿Dónde está tu padre, Simi?
—Murió antes de que Simi naciera.
—Pues entonces yo seré tu padre.
—¿De verdad? —preguntó el demonio, esperanzado.
Asintió con la cabeza y le sonrió.
—Te juro que nunca te faltará de nada.
Su inocente sonrisa lo conmovió.
—Pues entonces Simi tiene al mejor akri-papá del mundo. —Lo abrazó con fuerza—. Simi quiere a su akri.
En cuanto pronunció esas palabras, se esfumó al igual que había hecho su madre. Sin embargo, conforme el cuerpo del demonio desaparecía, empezó a notar una quemazón en la piel, por encima del corazón.
Siseó mientras se abría la foremasta y vio un colorido dragón tatuado en su piel. Se lo tocó con gesto vacilante y escuchó la risa de Simi en su cabeza. El tatuaje fue subiendo por su piel hasta colocarse en su cuello. El movimiento le hizo cosquillas, pero al final se quedó quieta al llegar a la clavícula.
La sombra de su madre volvió a aparecer junto a él.
—Simi es ahora parte de ti, Apóstolos. Mientras esté sobre tu cuerpo, no podrá oírte a menos que la llames. Pero sí podrá controlar tus constantes vitales. Si presiente que estás en peligro, aparecerá en forma demoníaca para protegerte.
—Pero si sólo es un bebé.
—Incluso siendo un bebé, es letal. Tenlo siempre presente. Los carontes son asesinos por naturaleza. Tendrá hambre y tú tendrás que darle de comer a menudo. Si no lo haces, se comerá lo primero que encuentre… tú incluido. Asegúrate de que no pasa hambre. Ah, se me olvidaba… Su especie envejece muy lentamente. Podríamos decir que un año caronte equivale a mil años humanos.
Eso no presagiaba nada bueno.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo digo que Simi ahora tiene unos tres mil años.
La respuesta lo dejó boquiabierto.
—¿No debería estar con otro demonio de su especie que pudiera entrenarla?
—Es la última de su especie. Tú eres lo único que tiene en este mundo, m’gios. Cuídala. Como tú mismo has dicho, ahora eres su padre. Tú serás el encargado de enseñarle todo lo que necesite saber.
Aquerón se llevó la mano al tatuaje que tenía en la clavícula.
Era padre…
La pregunta era: ¿cómo enseñar y proteger a su demonio cuando ni siquiera sabía utilizar sus propios poderes?