25 de junio de 9527 a. C.

El Tártaro

Hades, el dios griego de la muerte y del Inframundo, estaba en el centro de su salón del trono mirando con incredulidad al recién llegado que yacía en una de las celdas más recónditas del Tártaro.

Y él no había metido allí a ese «huésped»…

Lo que precisamente era uno de los detalles más inquietantes de la presente circunstancia.

Se miró el artilugio que llevaba en la muñeca y con el que controlaba el paso del tiempo y apretó los dientes. Todavía faltaban tres meses para que su esposa regresara al Inframundo para estar a su lado. Pero la verdad era que necesitaba hablar con ella con urgencia.

Y que le dieran a su suegra, el asunto no podía esperar.

—¿Perséfone? —dijo con la esperanza de que su madre no estuviera tan cerca de ella como para escucharlo.

A esa vieja zorra le daría un ataque si los pescaba juntos durante el período de tiempo que a su esposa le tocaba pasar con ella. Aunque eso no sería tan malo… si el ataque la mataba.

A su lado apareció una imagen de su esposa en la oscuridad. Rubia y delicada, Perséfone era la única luz que iluminaba su oscuridad.

—¡Cuchicuchi! —susurró Perséfone—. Te echo mucho de menos.

Detestaba los apodos que se le ocurrían a su esposa. Menos mal que sólo los utilizaba cuando estaban solos. De lo contrario sería el hazmerreír de los dioses.

—¿Dónde está tu madre?

—Supervisando unos campos. ¿Por qué?

Bien. Lo último que le hacía falta era que Deméter volviera y los pillara hablando.

Aunque eso le recordó su «dilema» particular. La furia lo invadió al tiempo que señalaba la pared en la que se veían las celdas donde estaban sus prisioneros.

—Porque estoy harto de solucionar los problemas que crean los demás y ahora mismo me encantaría saber a quién tengo que darle una patada en el culo por la última metedura de pata.

Su esposa apareció delante de él.

—¿Qué ha pasado?

La cogió de la mano y la condujo a la celda en cuestión. Ellos podían ver a su ocupante, pero no al contrario.

Al menos eso era lo normal. Con ese ser en concreto, era difícil saber lo que podía ver o no.

Señaló al dios de piel azul que estaba acurrucado en el suelo.

—¿Tienes alguna idea de quién ha matado a esta cosa y me la ha mandado?

Con los ojos como platos, Perséfone negó con la cabeza.

—¿Qué es?

—No estoy muy seguro. Creo que es un dios… atlante… supongo. Pero nunca había visto a uno igual. Llegó hace un rato y no se ha movido desde entonces. Intentaría destruir su alma y mandarlo al olvido para toda la eternidad, pero no creo poseer los poderes necesarios para hacerlo. De hecho, estoy seguro de que si lo intento solo conseguiré cabrearlo.

Su esposa asintió con la cabeza.

—Bueno, pichurri, mi consejo es que si no puedes vencerlo, te hagas su amigo.

—¿Que me haga su amigo? —Puesto que era el dios de los muertos, no podía decirse que fuera muy sociable.

Perséfone miró a su esposo con una sonrisa. Era alto, musculoso, de pelo y ojos oscuros, y guapísimo, aun cuando estuviera confuso y enfadado.

—Espera un momento.

Abrió la puerta de la celda y se acercó muy despacio al dios desconocido.

Cuanto más se acercaba a él, más entendía la preocupación de Hades. Emanaba tanto poder que el aire crepitaba a su alrededor. Llevaba toda la vida rodeada de dioses, pero ese era diferente. Su piel azulada de aspecto marmóreo resultaba extrañamente atractiva y cubría un cuerpo de proporciones perfectas. Tenía el pelo largo y negro; dos cuernos negros en la frente, los labios negros y garras del mismo color.

Pero más aterrador que su apariencia era el hecho de que no se trataba de un dios creador. Era un dios de la destrucción suprema.

Perséfone, sal de ahí —le dijo su esposo mentalmente.

Ella le hizo un gesto con la mano para indicarle que se encontraba bien. Con las manos temblorosas por el miedo, extendió una para tocar al dios.

Lo vio abrir unos ojos anaranjados ribeteados de rojo. Sin embargo, de repente adoptaron un turbulento tono plateado. La miró con una angustia atroz.

—¿Estoy muerto? —preguntó el dios con voz demoníaca.

—¿Quieres estar muerto? —Tenía miedo de su respuesta, porque si no quería estar muerto, las consecuencias podían ser muy graves.

—Por favor, dime que por fin lo he conseguido. Dime que no vas a enviarme de vuelta.

Su desesperación le llegó al alma. Dispuesta a consolarlo, le apartó el pelo de la mejilla azul.

—Estás muerto, pero vives como dios.

—No lo entiendo. No quiero ser distinto a los demás. Sólo quiero que me dejen en paz.

Perséfone le sonrió.

—Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras.

Hizo aparecer un cojín y se lo colocó debajo de la cabeza antes de cubrirlo con una manta gruesa y abrigada.

—¿Por qué eres tan amable conmigo?

—Porque pareces necesitarlo. —Le dio unas palmaditas en el brazo antes de incorporarse—. Si necesitas algo, sólo tienes que llamarme. Soy Perséfone. Mi esposo, Hades, es el jefe de todo esto. Si nos llamas, acudiremos.

El dios asintió con la cabeza antes de cerrar los ojos y acurrucarse de nuevo en la oscuridad.

Perpleja por su actitud, regresó junto a Hades.

—Es inofensivo.

—Y un cuerno que es inofensivo. ¿Te has vuelto loca? ¿No sientes todo el poder que ostenta?

—Claro que lo siento. Si te acercas, tendrás pesadillas toda la eternidad. Pero no quiere nada. Le han hecho daño, Hades. Mucho. Sólo quiere que lo dejen tranquilo.

—Claro, claro. ¿Que lo dejen tranquilo en mi Inframundo? ¿Un dios con poderes superiores a los míos? ¿Me ves cara de tonto? Sabes que hay un motivo por el que los panteones no se llevan bien.

—Puedes aliarte con él —le aconsejó ella en un intento por tranquilizarlo—. Nunca viene mal tener un amigo.

—Hasta que el amigo te traiciona.

Meneó la cabeza al escucharlo.

—Hades…

—Soy mucho mayor que tú, Perséfone. He visto lo que puede pasar cuando un dios se revuelve contra otro.

—Pues yo creo que no supone ningún riesgo para nosotros dos. —Se puso de puntillas para besarle la mejilla—. Tengo que volver antes de que mi madre se dé cuenta de que no estoy. Ya sabes cómo se pone si te veo cuando me toca estar con ella.

—Claro. Pues que le vayan…

Lo silenció con un dedo antes de que pudiera terminar la ofensa.

—Os quiero a los dos. Ahora compórtate y sé bueno con nuestro invitado.

Sólo su esposa podía tratarlo de esa manera y tomarse tantas libertades con su cuerpo. Claro que ella era la dueña de su corazón, así que le habría dado cualquier cosa que le pidiera.

Besó el dedo que tenía sobre los labios.

—Te echo de menos.

—Yo también te echo de menos. Pronto volveré a casa.

Pronto, sí… Claro.

Sin embargo, no podían hacer nada para cambiar la situación.

Asintió con la cabeza con gesto deprimido y maldijo al verla desaparecer de su lado. ¡Maldita fuera la zorra de Deméter por obligarlos a vivir medio año separados! Aunque en esos momentos tenía problemas más acuciantes que su suegra.

Y con sus más de dos metros de altura, un asesino de dioses era un problema bien grande.

Apolimia jadeó al sentir que la opresión que sentía en el pecho se desvanecía. Sin que nadie se lo dijera, supo que podía abandonar Kalosis.

Salir…

—¡No! —chilló al comprender el significado. Sólo había una manera de conseguir su libertad.

«Apóstolos ha muerto».

Esas tres palabras se repitieron una y otra vez en su mente hasta dejarla al borde de las náuseas.

Incapaz de creerlo, corrió hasta su estanque e invocó el ojo del universo. Allí en el agua vio a Xiamara, su mejor amiga y protectora, muerta en el suelo del palacio y a Apóstolos…

—¡No!

De lo más hondo de su ser surgió un grito de rabia y dolor que cuando salió de sus labios destrozó el estanque e hizo que el jardín temblara a su alrededor.

—¡Soy Apolimia Katastrafeia Tánata Deia Fonia! —chilló hasta que se quedó ronca.

Era la Gran Destructora.

Y saldría en busca de su hijo para llevarlo de vuelta a casa.

Que se prepararan todos los dioses porque no iba a demostrarles clemencia alguna. ¡Todos los miembros de su panteón pagarían muy caro lo que habían hecho!

Una vez que acabara, no quedaría ni uno de pie.

Bethany jadeó al sentir un dolor inesperado y brutal.

—¿Bet? ¿Es el niño?

Ella negó con la cabeza.

—No. Es como si me hubieran arrancado el corazón y lo hubieran aplastado. Ha pasado algo. Lo percibo. Tengo que ir en busca de mi marido… me necesita.

Algo le había pasado a Estigio. Lo sabía, todo su cuerpo se lo decía. Sentía que le habían destrozado el corazón.

Su madre le frotó la espalda.

—Respira, hija mía, respira. No ha pasado nada. Estás embarazada y eso le causa estragos a nuestros poderes. Una vez, estornudé mientras estaba embarazada de ti y le prendí fuego a tu abuelo.

Bethany se echó a reír al imaginárselo.

—¿En serio?

—Sí. —Su madre la besó en la frente—. Pero también sé que no te quedarás tranquila hasta que vayas a comprobar que tu mortal está bien. Así que vamos a despedirnos de la familia y después te podrás ir.

—Te quiero, matera.

—Yo también te quiero.

Apolimia se tambaleaba por las rocas hacia el lugar donde yacía el destrozado cuerpo de Apóstolos. Habían arrojado a su precioso hijo al acantilado como si fuera un despojo. Después de todo lo que le habían hecho esos griegos malnacidos, ni siquiera se habían dignado enterrarlo.

Debilitada por las lágrimas que no podía derramar, se acercó a él. Su cuerpo estaba tan frío como lo estaba su propio corazón. Sus preciosos ojos plateados, similares a los suyos, estaban abiertos y vidriosos. Sin embargo y pese a la horrible muerte que había sufrido, su expresión era serena.

Era tan guapo y tan perfecto… Tan alto y tan fuerte…

Contuvo un sollozo y le pasó una mano por la extensa herida del torso, que se cerró a medida que la tocaba. Solo entonces rompió a llorar. Esa era la primera vez que lo abrazaba desde que lo arrancó de su vientre.

Abrumada por una agonía insoportable, acunó la cabeza de su hijo entre sus pechos y gritó tan alto que su voz llegó hasta la Atlántida.

—¡Maldito seas, Arcón! ¡Maldito seas!

Enterró la cara en el pelo rubio de su hijo y lloró hasta que los sollozos por fin cesaron. ¿Cómo era posible que su precioso Apóstolos hubiera muerto? ¿Cómo?

¿Por qué?

Sin embargo, conocía las respuestas a esas preguntas y le desgarraron el alma. Ambos habían sido traicionados por aquellos que supuestamente debían amarlos y honrarlos.

Por su asquerosa familia.

Lo iban a pagar sufriendo un infierno.

Destrozada, vistió a su hijo con la foremasta negra que le correspondía a su estatus divino. Como hijo de la Destructora, su símbolo era el sol que la representaba, atravesado por los tres rayos que simbolizaban el poder de Apóstolos.

Lo alzó en brazos, apartándolo de la espuma del mar, y puso rumbo a Katoteros.

El hogar de los dioses atlantes. Había reclamado ese lugar hacía eones y había permitido que su familia se instalara allí con ella. Una isla similar a la Atlántida, rodeada por otras islas. La más alta de todas era su hogar particular. En una de ellas se encontraba el paraíso donde descansaban las almas de los atlantes hasta que llegaba la hora de su reencarnación. Otra era la isla que habitaban los carontes hasta que la desterraron… la isla que debería haber sido el hogar de Apóstolos.

Sin embargo, la isla en la que se encontraba, la segunda en altura y tamaño, era la más importante. La isla que gobernaba y unía a todas las demás.

La isla de Arcón.

Hasta sus oídos llegó la música procedente del interior del templo. Ajenos a lo que había pasado, estaban celebrando una fiesta.

«¡Una puta fiesta!», rugió en su fuero interno.

Percibía la presencia de todos los dioses atlantes en el interior. Estaban todos.

Mientras que su amado hijo estaba muerto.

Estrechó a Apóstolos contra su cuerpo y subió los escalones, tras lo cual abrió la puerta con sus poderes. El vestíbulo era de planta circular, recubierto de mármol blanco, y en torno a su perímetro se alzaban las estatuas de los dioses, separadas entre sí por algo más de un metro de distancia.

Atravesó el vestíbulo y pasó por encima de su emblema, grabado en el mármol del suelo justo en el centro. Nada más pisarlo lo convirtió en el emblema de Apóstolos.

Los colores eran rojo y negro, para representar su dolor y la sangre derramada de su hijo.

Sin titubear en ningún momento, caminó en dirección a la puerta de oro que llevaba al salón del trono de Arcón. Al lugar donde los dioses estaban divirtiéndose mientras su hijo yacía muerto por culpa de su traición.

Abrió dicha puerta con toda la fuerza de su cólera. Ambas hojas se estrellaron contra las paredes de mármol haciendo que el golpe reverberara por el salón.

La música cesó de inmediato.

Todos los dioses presentes en el salón se volvieron para mirarla y sus rostros perdieron el color uno a uno. Y bien que hacían en perderlo.

Sin dirigirles la palabra a aquellos que la habían traicionado, atravesó la estancia con su hijo en brazos y con una tranquilidad que no sentía en dirección al estrado donde se emplazaba su trono al lado del dorado de Arcón. Su marido se puso en pie mientras se acercaba a él y se hizo a un lado como si quisiera hablarle.

No obstante, era demasiado tarde para eso. No había palabras que pudieran evitar su furia. No después de la degradación y el abuso que había sufrido su hijo durante su vida humana.

Haciendo caso omiso de Arcón, dejó a su hijo en el trono de su padre, donde le correspondía estar. Con manos temblorosas, colocó su cuerpo de tal forma que se mantuviera erguido, con las manos en los reposabrazos. Acto seguido, le levantó la cabeza y le apartó el pelo rubio de la cara, azulada en esos momentos. Daba la impresión de que fuera a parpadear y a moverse en cualquier momento.

Pero jamás volvería a parpadear.

Por culpa de todos los que la rodeaban.

El corazón le latía con furia a medida que sus poderes cobraban intensidad. Un potente viento arreció en la estancia y le levantó el pelo al tiempo que sus ojos se volvían rojos. Se giró hacia los dioses con gesto furibundo y los miró de uno en uno con malicia mientras ellos contenían el aliento a la espera de su estallido de furia.

Un estallido que iba a ser brutal.

Sólo habló cuando sus ojos se posaron en Arcón, y lo hizo con una voz engañosamente serena.

—Tus bastardas le han robado la vida a mi hijo. Esas putas lo condenaron. Y —hizo una pausa para enfatizar la palabra—. ¡Tú las protegiste en vez de proteger a mi hijo!

—Apolimia…

—¡No vuelvas a pronunciar mi nombre nunca más! —Selló sus labios usando sus poderes—. Hiciste bien al asustarte cuando las escuchaste, pero esas zorras bastardas se equivocaron. No será mi hijo quien destruya este panteón. Seré yo. Apolimia Katastrafeia Megola Pantokrataria. ¡Thanatia Atlantia deia oly!

«Apolimia, la Gran Destructora, la Poderosa. ¡Muerte a todos los dioses atlantes!».

En ese momento todos los presentes corrieron hacia la puerta o intentaron usar sus poderes para escapar del salón. Sin embargo, no pensaba permitirlo. Selló el lugar, apelando a la parte más siniestra de su alma. Nadie saldría de ahí hasta que ella viera saciada su sed de venganza.

Arcón se postró de rodillas, intentando suplicar clemencia. Sin embargo, no había nada en su interior salvo un odio tan inmenso y amargo que incluso notaba su regusto en la lengua. Lo alejó de ella con una patada y le lanzó una descarga astral que lo convirtió en una estatua. El único recuerdo que quedó del dios que había sido.

Basi gritó cuando se volvió hacia ella.

—¡Yo te ayudé!

—¡Y una mierda me ayudaste! ¡Lo único que has hecho es lloriquear y cabrearme! —La mandó a mejor vida.

Uno a uno, fue enfrentando a los dioses que en otra época consideró su familia y los fue convirtiendo en piedra, saciando así las ansias de venganza. Sólo titubeó cuando llegó a su amado nietastro, Dikastis, el dios de la justicia. A diferencia de los demás, no se mostró acobardado ni suplicó. Se limitó a mirarla de igual a igual con la espalda erguida y una mano apoyada en el respaldo de una silla.

Claro que él entendía el concepto de justicia. Entendía que se habían ganado su ira.

Lo vio inclinar la cabeza en un gesto respetuoso. Ni siquiera se movió cuando le lanzó la descarga.

Y después llegó la hora de enfrentarse a Epitimia, su cuñada. La diosa del deseo. La zorra en la que más había confiado de todos ellos.

La miró con las mejillas resplandecientes por las lágrimas que se habían convertido en trocitos de hielo.

—¿Cómo pudiste hacerlo?

Epitimia, de apariencia frágil y etérea por su baja estatura, la miró acobardada desde el suelo.

—Hice lo que me pediste que hiciera. Me aseguré de que naciera en el seno de una familia real. ¿Por qué quieres destruirme?

Apolimia deseaba arrancarle los ojos por lo que había hecho.

—¡Lo tocaste, zorra! Sabías lo que eso le acarrearía. La mano del deseo lo tocó y no contaba con los poderes divinos para contrarrestar el efecto. Lo hiciste para que todos lo humanos que posaran los ojos en él enloquecieran por el deseo de poseerlo. ¿Cómo pudiste cometer semejante descuido? —Y en ese momento vislumbró la verdad en los ojos de su cuñada—. ¡Lo hiciste a propósito!

Epitimia tragó saliva.

—¿Qué se suponía que debía hacer? Tú misma escuchaste a las niñas cuando hablaron. Proclamaron que sería la causa de nuestra muerte.

—¿Y pensaste que los humanos lo matarían en su intento por poseerlo?

Una lágrima resbaló por una de las mejillas de Epitimia.

—Lo hice para intentar protegernos.

—Era tu sobrino —masculló ella.

—Lo sé y lo siento.

Y más que lo iba a sentir.

Apolimia puso cara de asco.

—Yo también lo siento. Siento haberte confiado lo que más quería en el mundo, zorra desagradecida. Espero que tu mala acción te torture durante toda la eternidad —le dijo antes de lanzarle una descarga.

—¿Qué has hecho?

Apolimia se volvió al escuchar la pregunta de Sinfora. Usó la fuerza de la tempestad para devolver tanto a Sinfora como a su hija al vestíbulo. Después usó sus poderes para aparecer junto a ellas y acecharlas como la depredadora que era.

—¿Qué habéis hecho vosotros? ¡Habéis perseguido a mi hijo! ¡Lo habéis matado! ¡Entre todos!

—No lo hemos matado. Aún vive.

Apolimia negó con la cabeza.

—Ha sido asesinado esta mañana por el dios griego a quien le abristeis la puerta de mi hogar.

Sinfora abrió los ojos de par en par, aterrada.

—Yo jamás le abrí la puerta a Apolo. Esa decisión la tomasteis Arcón y tú.

—¡Cállate! —Apolimia le lanzó una descarga astral por haberle echado en cara una verdad de la que era culpable.

Bethany invocó todo el poder de que disponía gracias a su madre y a su sangre egipcia mientras se enfrentaba a Apolimia, una diosa mucho mayor que ella. Una diosa primigenia.

Apolimia titubeó al percatarse de que Bethany estaba embarazada.

—Apolimia, yo no tuve nada que ver en tu encarcelamiento y tampoco he perseguido a tu hijo. Lo sabes. Cuando pensé que lo había localizado, fui a ofrecerte dicha información en vez de contárselo a los demás. Ni siquiera he hablado mal de vosotros con el resto del panteón. —Las lágrimas le provocaron un nudo en la garganta—. Sabes que es cierto. He venido hoy para despedirme de este panteón porque quiero tener a mi hijo en paz. Por favor, no me hagas algo que yo no te he hecho.

Apolimia dudó. Aunque ansiara matar a Bethany, no podía matar a otro niño inocente. No cuando sabía de primera mano lo que dolía perder a un hijo.

—¿Quién es el dios que lo ha engendrado?

—El padre es mortal. Humano.

Humano. Un detalle que Apolimia jamás habría creído posible tratándose de una diosa que odiaba a los humanos más que ella.

—¿Su nombre?

—Estigio de Dídimos.

La consumió una furia incontrolable. De entre todos los mortales, ese era el peor nombre que podía pronunciar. Después de haber visto la vida que había llevado su hijo a través de sus propios ojos y lo que había sufrido por culpa de Estigio.

Bethany contuvo el aliento al ver que los ojos de Apolimia dejaban de ser plateados y se tornaban rojos.

—Por favor, Apolimia, no me hagas daño. Mi hijo es inocente.

—¡Cómo lo era el mío! —bramó al tiempo que se abalanzaba sobre ella para arrancarle al niño del vientre.

Bethany trastabilló hacia atrás, abrumada por un dolor indescriptible. Jadeó y contempló al bebé que Apolimia sostenía en su mano. Era el vivo retrato de su padre, diminuto e indefenso…

Y demasiado pequeño para sobrevivir fuera de su vientre.

Cegada por las lágrimas, extendió un brazo para tocarlo. Aunque sólo fuese una vez.

Apolimia le lanzó una descarga astral y la oscuridad se la tragó.

Estigio se encontraba en la orilla humana del río Aquerón en el Inframundo observando cómo Caronte se llevaba en su barca a Ryssa y a Apolodoro hacia la que sería su morada eterna, los Campos Elíseos. Puesto que no podía hablar, había tratado de hacerse con su atención gesticulando, pero Ryssa se había negado a hacerle caso incluso muerta.

Ni siquiera lo había mirado.

Solo, vagó por la orilla con la esperanza de que su padre colocara en su cadáver el óbolo con el que podría pagarle al barquero. De lo contrario estaría condenado a vagar por la orilla en forma de espectro, atrapado entre ese plano y el humano.

Mientras siguiera ahí, no podría beber de las aguas del río Lete para olvidar el dolor por la pérdida de Bethany y de su hijo. No podría reunirse con Galen y con los demás que habían luchado bajo su emblema y que habían muerto por Dídimos.

Echó un vistazo hacia atrás y vio que la barca de Caronte se alejaba con Ryssa y Apolodoro perdiéndose en la bruma. Su padre les había dado monedas. ¿Sería posible que de forma intencionada a él no le hubiera dado ninguna a modo de castigo final?

Ni siquiera su padre podía ser tan cruel.

«¿Cómo que no?», se corrigió. Por supuesto que podía ser tan cruel. Para su padre, él era el culpable de la muerte de Ryssa y de su sobrino. Al igual que Aquerón, estaba demasiado borracho y drogado como para ayudarlos.

«Es lo que merezco».

Sin embargo, lo que más le dolía era que Bethany jamás podría reunirse con él. Anubis la estaría esperando cuando muriera. Y seguro que también esperaría a su hijo.

De modo que allí estaba, solo, incapaz de olvidarlos y con la certeza de que su padre lo había despreciado hasta el final, ya que se había negado a atender su cadáver.

Tenía tanto frío que le temblaban las manos, pero carecía de medios para calentarse. Se sentó a esperar, sin abandonar la esperanza. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y que veía cómo llegaba más gente que cruzaba el río en la barca, no le quedó más remedio que aceptar el hecho de que él jamás lo cruzaría.

De que jamás olvidaría.