25 de junio de 9527 a. C.

Estigio se despertó con un espantoso dolor de cabeza. El estómago le dio un vuelco, pero se le asentó en cuanto se incorporó en la cama. Sin embargo, todavía estaba mareado. Se apoyó en la pared y se apartó el vendaje del estómago para examinar la herida que le había hecho Ryssa. Aunque seguía doliéndole y estaba muy sensible, había mejorado mucho.

En cuanto se lavara y se cambiara de ropa, podría irse. Loados fueran los dioses por esa pequeña merced.

Un poco tembloroso, se apresuró a prepararse para el viaje. Ni siquiera la hemorragia nasal iba a detenerlo. Solo se entretuvo lo justo para coger las alforjas y un paño con el que taponarse la nariz.

Antio —dijo con amargura, despidiéndose de la habitación y de palacio de una vez por todas.

Se despediría de su familia, pero ya no tenía. Tal como estaban las cosas, cuanto antes se marchara, mejor.

Sin embargo, mientras se dirigía a la escalera, vio que algo raro salía por debajo de la puerta de Ryssa. Estuvo a punto de pasar de largo, pero al final se detuvo.

Algo andaba mal.

Ryssa debería estar gritando por la injusticia padecida. Sin embargo, no se escuchaba sonido alguno, y ya era casi mediodía. Ni siquiera Apolodoro parecía despierto.

Cuando se acercó a la puerta y vio la mancha roja, se dio cuenta de que tampoco escuchaba sus pensamientos.

Se quedó delante de la puerta, con la vista clavada en la sangre del suelo y asaltado por un millar de emociones. Pánico, nerviosismo, rabia… pero fue el dolor lo que lo sobrecogió. Porque sabía lo que se iba a encontrar al otro lado de la puerta cerrada.

—Por favor, Ryssa, no —musitó mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.

Sería propio de su hermana matar al bebé y suicidarse para castigarlos a todos. Una tragedia digna de ella.

Por un instante creyó que Aquerón estaría con ella, pero si su hermano hubiera muerto, él no estaría allí.

Soltó las alforjas y extendió una mano temblorosa hacia el pomo de la puerta.

«Por favor, por favor, que me equivoque», suplicó.

Aterrado, abrió la puerta.

Se había equivocado, sí, pero no para bien. Se mareó de nuevo al ver una escena que lo devolvió a los campos de batalla. Durante un instante eterno fue incapaz de moverse mientras su mente trataba de asimilar los cuerpos mutilados de su hermana, de la niñera y de su sobrino. Alguien los había despedazado y había intentado hacerlo pasar por el ataque de un animal. Sin embargo, él había sido soldado el tiempo necesario para reconocer la brutalidad humana cuando la veía. Los animales no se habrían escabullido dejando eso tras ellos.

Las lágrimas le quemaban las mejillas mientras permanecía paralizado en la puerta. ¿Quién podría haber hecho algo así? Pero lo más importante era saber cómo había podido suceder cuando Aquerón y él estaban en habitaciones contiguas.

¿Y dónde se encontraban los guardias de su hermana?

¿Por qué no había estado el imbécil de su hermano allí para defender a la hermana que lo quería por encima de todas las cosas? Aunque a él lo odiaba, Estigio habría entregado su vida por defenderlos a ella y al bebé.

¿Cómo no los había escuchado Aquerón? Su habitación se emplazaba justo al lado. Sin duda alguna Ryssa habría gritado pidiendo ayuda.

La culpa lo consumió, ya que él no la había escuchado.

«¿Cómo he podido dormir mientras pasaba todo esto?», se preguntó. Nunca había dormido una noche completa. Jamás. ¿Por qué no había estado deambulando por los pasillos la noche anterior como acostumbraba a hacer desde niño?

«¡Malditos seáis, dioses… malditos seáis!».

—¿Estigio?

No reaccionó al escuchar la voz de su padre. Se encontraba sumido en un estado catatónico por las emociones que lo consumían. Por las imágenes de las batallas y de los soldados despedazados de la misma manera.

Pero los soldados no eran como su frágil e indefensa hermana, como su sobrino.

Su padre gritó de dolor al verlos y pasó corriendo junto a él para recoger los restos de Ryssa y acunarla como si fuera un bebé.

—¿Qué has hecho? ¿Cómo has podido?

Estigio retrocedió al escuchar la acusación. Jadeó en busca de aire.

—¿Crees que yo he podido hacer algo así?

—Eres un soldado. Ella te apuñaló.

¿Y qué?

—Pero no me he vengado de mi hermana. Por todos los dioses, ¿eso es lo que crees de mí?

Su padre no le contestó, sino que siguió llorando y acunando a Ryssa. Sus gritos bastarían para despertar a un muerto. Pero su hermano seguía sin aparecer.

Desconcertado, Estigio fue en su busca.

Abrió la puerta del dormitorio de Aquerón y lo vio dar un respingo en la cama, como si acabara de despertarse.

—No tan fuerte —susurró Aquerón.

«Joder, no me lo puedo creer», pensó. Ryssa estaba descuartizada a pocos pasos de allí mientras Aquerón dormía la borrachera, dejándola desprotegida. La rabia y el sentimiento de culpa al saber que él mismo estaba drogado le asolaron el corazón. Él había estado drogado porque Ryssa lo había apuñalado en su intento por matarlo.

Pero Aquerón…

Aquerón era el hermano a quien ella quería. En quien confiaba. ¿Por qué no había estado con ella, consolándola mientras lo condenaba? ¿Por qué la dejó sola Aquerón la noche anterior?

Aunque lo peor de todo era saber que había muerto odiándolo y que ya no tendría la oportunidad de explicárselo. Jamás tendría la oportunidad de compensarla.

Sediento de sangre por lo injusto de la situación, agarró a Aquerón del cuello. Lo empujó sobre el colchón y se plantó sobre él.

—¿Estás borracho?

Aquerón negó con la cabeza. Sin embargo, resultaba más que evidente que su hermano seguía bajo los efectos de alguna sustancia. Apestaba.

Cegado por la furia, la culpa y el dolor, Estigio le asestó un revés. Cogió el arca de las hierbas que descansaba en la mesita junto a la cama y la vació en su cara.

—¡Puto despreciable! ¡Te has pasado la noche durmiendo, borracho y drogado, mientras mataban a mi hermana!

Estigio comenzó a golpearlo sin cesar. Sin embargo, no golpeaba a su hermano. Se golpeaba a sí mismo, y lo sabía. Las acusaciones contra Aquerón eran las mismas que escuchaba en su cabeza.

«¿Cómo he podido hacerle esto? Porque yo también soy un puto despreciable…».

Aquerón le dio un empujón.

—¿Qué has dicho?

Estigio lo fulminó con la mirada.

—¡Ryssa está muerta, malnacido!

Completamente desnudo, Aquerón saltó de la cama y enfiló el pasillo a trompicones de camino a los aposentos de Ryssa.

Con el corazón destrozado y las emociones a flor de piel, Estigio lo siguió.

Justo delante de la cama, Aquerón cayó de rodillas mientras gritaba de dolor.

—Los oí —susurró su hermano.

Sangrando por el costado, Estigio dio un respingo cuando la furia le nubló la vista.

«¿Por qué no hiciste algo? ¿Por qué, Aquerón?», se preguntó.

A continuación, escuchó los pensamientos de Aquerón:

—¡Maldita seas, Artemisa! Tengo los poderes de un dios pero no pude salvar a las dos personas a quienes más quiero en el mundo. ¡Por culpa tuya, zorra! Escuché que Ryssa gritaba pidiendo ayuda. Que Apolodoro gritaba para que fuera a buscarlo…

Esas palabras se le clavaron a Estigio en el corazón y en la cabeza.

Aquerón los había escuchado y no había hecho nada.

¡Nada!

Le habían suplicado que los ayudara… ¿Cómo había podido hacerlo?

Incapaz de soportarlo, Estigio le dio una patada en las costillas, tirándolo al suelo. Se desentendió del dolor que sentía y le asestó otra patada en el estómago. Con un gruñido, se subió encima de Aquerón y comenzó a estamparle la cabeza contra el suelo una y otra vez hasta que se le nubló la vista por el dolor.

—¿Por qué no has sido tú, despojo inmundo, por qué?

En ese caso los dos estarían muertos y Ryssa viviría.

Aquerón gritó y se lo quitó de encima, dejándolo desmadejado en el suelo mientras los puntos saltaban y comenzaba a sangrar de nuevo.

De repente, una luz cegadora inundó el dormitorio. Estigio apartó la mirada mientras que Aquerón levantaba un brazo para protegerse los ojos.

Apolo acababa de manifestarse. Un pesado silencio cayó sobre la estancia mientras la mirada del dios recorría los aposentos de Ryssa, reparando en todos y cada uno de los sangrientos detalles. Incluso su padre había dejado de llorar, a la espera de la reacción de Apolo.

El dios griego no dijo nada cuando vio a Ryssa muerta en los brazos de su padre, ni cuando vio el cuerpo de su hijo en brazos de su destrozada niñera.

—¿Quién es el culpable? —exigió saber Apolo, hablando entre dientes.

Con lágrimas en los ojos, Estigio señaló a Aquerón mientras los pensamientos de su hermano resonaban en su cabeza.

—Él los dejó morir.

Apolo se abalanzó sobre su hermano y le asestó tal puñetazo que lo lanzó por los aires y acabó estampado contra la pared, a unos tres metros del suelo. El golpe al caer fue tremendo.

Estigio cayó al suelo cuando el dolor físico superó su agonía mental. Le dolía tanto que no podía respirar. La herida comenzó a sangrar más.

Apolo agarró a Aquerón del pelo y le retorció el cuello. Su hermano intentó zafarse del dios, pero Estigio sabía por experiencia que era inútil a menos que se contara con un adiestramiento especial. Apolo era tan fuerte que solo podían sangrar en sus manos.

Aun así, quería ayudar a Aquerón a luchar contra el dios olímpico que nunca había querido a su hermana, pero era incapaz de moverse. Tenía la sensación de que le habían roto todos los huesos del cuerpo.

El dios le cruzó la cara a su hermano. Ambos comenzaron a sangrar por la boca y por la nariz. El dios comenzó a golpear a Aquerón con la misma ferocidad que había empleado contra él aquella primera vez después de la batalla. Era imposible defenderse de su asalto. Aquerón estaba tan indefenso como él lo estuvo en su momento.

—¡Artemisa! —gritó Aquerón.

—¡No te atrevas a pronunciar el nombre de mi hermana, puto asqueroso! —Apolo desenvainó la daga que llevaba a la cintura, le agarró la lengua y se la cortó.

Estigio se atragantó con la sangre al perder su propia lengua. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos cuando un dolor inimaginable lo asaltó.

«Vamos a morir», pensó.

Apolo no pensaba dejarlos con vida. Y sabía que no era porque hubiera querido a Ryssa. Lo hacía porque lo consideraba una afrenta personal.

Al igual que su padre.

El pánico se apoderó de Estigio al darse cuenta de que amas volvería a ver a Bethany. Jamás volvería a oler el maravilloso aroma de su cuerpo. Ni estaría presente cuando su hijo naciera.

«No podré despedirme de ella», pensó.

Aquerón intentó huir a gatas de Apolo, pero el dios lo agarró del cuello con brutalidad, dejándole grabada la huella de su mano.

Estigio arqueó la espalda al sentirla en su piel.

—¡Akri, no! —De repente, apareció un demonio y se abalanzó sobre Apolo. La criatura tenía unas alas negras y una piel que cambiaba de color, y consiguió quitarle al dios de encima a su hermano e interponerse entre ellos.

—¡Quítate de en medio, demonio! —le ordenó Apolo.

La respuesta del demonio fue atacarlo. Se enzarzaron en una lucha feroz, consistente en un torbellino de luz y de plumas mientras intercambiaban golpes.

Estigio luchaba contra la inconsciencia. No quería morir. Así no. Mucho menos cuando Bethany lo necesitaba más que nunca.

Se quedaría destrozada. No quería dejarla sola para que diera a luz a un hijo a sabiendas de que nunca podría verlo. No quería dejarlos desprotegidos en un mundo brutal que jamás se apiadaría de ellos.

«Por favor, no me dejéis morir…», rogó.

No por él, sino por ellos. Tenía que vivir.

Intentó ponerse en pie para unirse a la lucha mientras que Aquerón se arrastraba hacia el lugar donde había caído la daga del dios.

Apolo lo lanzó de espaldas con una descarga astral.

Aquerón cogió la daga y se volvió hacia los combatientes. En cuanto tocó la daga, su hoja comenzó a brillar. Su hermano echó a correr hacia ellos.

Estigio consiguió ponerse en pie justo cuando Aquerón llegaba junto a Apolo. Sin embargo, el dios apartó al demonio de un empujón, haciendo que cayera sobre Aquerón y que acabara ensartado por la daga que su hermano tenía en las manos. Con los ojos abiertos de par en par, el demonio miró la daga y soltó un grito.

Aquerón abrazó al demonio mientras este intentaba respirar.

El demonio levantó una mano ensangrentada que le colocó en la mejilla.

—Apolimia te quiere —susurró en caronte, una lengua que Estigio comprendía por algún motivo, aunque nunca antes la había escuchado—. Protege a tu madre, Apóstolos. Sé fuerte por ella y por mí… —Y en ese momento la luz abandonó sus ojos y exhaló su último aliento.

Aquerón echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito estrangulado. Agarró con fuerza la daga y se volvió hacia Apolo.

El dios capturó la mano de su hermano y le arrebató la daga. A continuación, cogió de nuevo por el cuello a Aquerón y lo arrojó al suelo. Aquerón le lanzó una patada y giró para colocarse de costado.

En ese momento Estigio sintió la presencia de otro dios olímpico en la estancia. Esperaba que fuese Atenea, pero se quedó de piedra al ver a Artemisa oculta entre las sombras.

La zorra que había jugado con su hermano ni siquiera pensaba ayudarlo en ese momento.

Él sabía que si Bethany estuviera allí, lucharía por los dos. Por Aquerón y por él. Jamás soportaría presenciar algo así.

—Lo siento, Aquerón.

El pensamiento de Artemisa le revolvió el estómago.

Pese a todo lo sucedido, su hermano se merecía algo mejor que esa traición. De la misma manera que él se merecía ver cómo su hijo nacía.

Aquerón extendió una mano hacia la única mujer que Estigio sabía que había querido en la vida.

Ella negó con la cabeza y retrocedió.

«Zorra, da gracias de que no puedo luchar», pensó. Porque sólo por ese gesto le habría cortado el cuello a Artemisa de haber podido llegar hasta ella.

Nadie se merecía sufrir semejante infierno y que lo rechazaran. No a manos de la mujer a quien quería. Era una crueldad intolerable.

Y con ese gesto Estigio supo que los había condenado a muerte a los dos. Vio cómo algo moría en su hermano, ya que se dejó caer de espaldas en el mismo momento en el que Apolo aparecía delante de él. Aquerón enfrentó la furiosa mirada del dios sin hacer el menor esfuerzo por protegerse.

Estigio quiso abalanzarse sobre ellos, pero se resbaló con la sangre y cayó al suelo.

Con un rugido furioso, Apolo le clavó la daga a Aquerón en el corazón, desde donde descendió hasta llegar al ombligo.

Un dolor indescriptible asaltó a Estigio mientras el dios destripaba despacio, con precisión, a su hermano, a escasa distancia del cuerpo de Ryssa. Su propio cuerpo percibía cada corte brutal.

Mientras se le nublaba la vista, Estigio pensó en el día que Bethany le dijo que estaba embarazada y en la felicidad que sintió en aquel momento perfecto cuando apoyó la mejilla en su vientre y sintió su suave caricia en el pelo.

«Lo siento, Beth. Debería haber sido el hombre que te merecías que fuera».

Sintió que las lágrimas caían por sus mejillas mientras la oscuridad engullía por última vez la luz y el dolor.