24 de junio de 9527 a. C.

Estigio dejó de guardar sus cosas para echarle un vistazo al palacio que siempre había supuesto que le pertenecería en algún momento. Dentro de poco se marcharía y con suerte no volvería a verlo.

Que se lo quedara Aquerón o Ryssa, o que lo compartieran en feliz compaña el resto de sus vidas.

«Debería sentir algo que no fuera alivio», pensó.

No era así. A decir verdad, se moría por salir de ese lugar lo antes posible.

Mientras llevaba la corona de laurel al gabinete de su padre, se abrió la puerta principal y Aquerón entró con una seguridad que no había demostrado jamás. Aquerón solía deambular como un perro apaleado que no quería llamar la atención de nadie.

Frunció el ceño al percatarse del cambio y se preguntó qué lo había originado. ¿Estaba borracho?

Con gesto desafiante, Aquerón se acercó a él, sacando pecho. Era la misma postura que habían adoptado algunos soldados cuando querían que los retara a una pelea. Sin embargo, los que habían demostrado semejante estupidez aprendieron enseguida que a él ese juego no le gustaba y, sobre todo, que…

Nunca perdía.

—¿Te encuentras bien, hermano?

Aquerón torció el gesto.

—Es que estoy harto de ti y de cómo te pavoneas como si el mundo fuera tuyo.

Estigio suspiró, cansado.

«Ojalá mi vida fuera como los demás la imaginan», pensó.

—Yo no me pavoneo.

—Sí que lo haces. Lo veo cada vez que te miro.

Estigio frunció el ceño todavía más al darse cuenta de que no podía escuchar los pensamientos de Aquerón. Qué raro.

Aunque daba igual. Tenía otras cosas en la cabeza. Como salir de allí lo antes posible.

Echó a andar hacia el gabinete de su padre, pero Aquerón lo agarró del brazo.

—Me tienes miedo, ¿verdad?

Estigio contuvo una carcajada por la ridícula pregunta.

—No.

Aquerón lo agarró de nuevo.

—¿Te has drogado, hermano? —le preguntó Estigio.

Con una carcajada, Aquerón lo estampó contra la pared de la misma manera que solía hacer Apolo. Después se inclinó para susurrarle al oído:

—Sé que no puedes morir, «hermano». No a menos que yo muera. Eso quiere decir que puedo tirarte al suelo y sacarte el corazón una y otra vez, y no puedes hacer nada para evitarlo.

En eso Aquerón se equivocaba. Si algo le había enseñado la Atlántida era a luchar contra los dioses. Pero no estaba de humor para luchar contra su hermano.

Ese día no.

—¿Eso es lo que quieres hacer?

Aquerón le apretó la garganta un poco más.

—No eres mejor que yo.

«No me jodas», se dijo. Jamás había creído serlo.

—Y tú no eres mejor que yo.

El odio que vio en esos ojos plateados lo abrasó. Sin embargo, eso no fue todo lo que vio. Vio la misma sed de sangre que lo alentaba en la Atlántida, cuando ayudó a Estes a prostituirlo y a torturarlo. Aquerón se había alegrado al ver que lo humillaban.

«¡Te lo mereces!», había gritado. Y su furiosa voz resonó en sus oídos mientras se le nublaba la vista.

—He alcanzado la mayoría de edad, Estigio. ¿Sabes lo que eso significa?

—¿Qué puedes tener propiedades a tu nombre? ¿Formar parte del Senado?

Los colmillos de Aquerón crecieron.

Estigio se quedó de piedra cuando por fin comprendió lo que le había sucedido en la Atlántida. Por fin entendió la fascinación de Arcón, que había sospechado la verdad pero que se había equivocado de gemelo…

—Eres Apóstolos.

La sorpresa borró el odio de los ojos de Aquerón.

—¿Cómo conoces ese nombre?

Los dos años que había pasado luchando en la Atlántida y el año que estuvo en poder de sus dioses se lo habían enseñado todo acerca del hijo desaparecido de Apolimia.

Los dioses atlantes darían cualquier cosa por esa información…

Cualquier cosa.

Aquerón estuvo a punto de aplastarle la tráquea.

—¡Cómo se lo digas a alguien, te mato!

Estigio se echó a reír al escuchar la amenaza.

—No quiero nada de ti, hermano. Salvo que me dejes tranquilo de una puta vez. —Se liberó de Aquerón y se desentendió del dolor—. Me importan una mierda los poderes que creas poseer, porque todavía puedo darte una paliza.

—¡Aquerón! —exclamó Ryssa al tiempo que corría hacia él—. ¿Qué haces?

—Estábamos hablando. Verdad, ¿Estigio?

Puso los ojos en blanco al escucharlo.

—Claro.

Ryssa fulminó a Estigio con la mirada mientras se llevaba a Aquerón.

—Sabes lo que te haría padre si te ve con él.

Por primera vez en la vida Estigio no sintió envidia del amor que Ryssa le profesaba a su hermano. Le resultaba más fácil alejarse de toda la familia si sabía que Ryssa y Aquerón compartían un vínculo inquebrantable.

—Cuidaos el uno al otro.

Ryssa se detuvo en la escalera y lo miró con recelo.

—¿Qué quieres decir con eso?

¿No podía usar un tono de voz más acusatorio?, pensó con ironía.

—Nada, Ryssa. Nada en absoluto.

Sin ganas de lidiar con ellos, Estigio se dirigió al gabinete del rey y dejó la corona en el arca donde su padre guardaba la suya. Labrada con imágenes de las Moiras, el arca de oro era muy antigua. Cuando era niño, la abría a hurtadillas para mirar la corona de su padre mientras se preguntaba si tendría un porte tan gallardo cuando se la pusiera de adulto.

Parecía haber pasado una eternidad y, al mismo tiempo, también le parecía que eso sucedió el día anterior. Por desgracia, ninguna de las dos coronas formaría parte de su futuro. Algo por lo que odiaba a su hermano y a los dioses atlantes todavía más.

Para proteger a Aquerón, Apolimia le había destrozado la vida por completo.

¡Malditos fueran todos!

Claro que los dioses que habían estado buscando a Apóstolos solo habían perseguido a un niño. No a unos gemelos. Qué ironía, Aquerón había pasado casi toda la vida delante de sus narices mientras ellos registraban el mundo entero.

«Huelo la divinidad en ti, griego. ¿De qué dios eres bastardo?», esas fueron las furiosas palabras de Arcón mientras lo torturaba en busca de una información que él desconocía, unas palabras que seguían provocándole un escalofrío en la espalda.

«Debería haber reconocido sus voces», se dijo. Pero había escuchado tantas voces distintas a lo largo de los años que le costaba diferenciarlas e identificarlas si no conocía personalmente a quien pensaba. Al igual que los dioses atlantes, siempre había creído que su padre era un dios olímpico. ¿Por qué si no Atenea y Apolo se interesarían tanto por él? Lo había atribuido al nepotismo.

En ese momento sospechaba que los griegos habían percibido aquello que atraía a Arcón y a Asteros. Lo que fuera que Apolimia había hecho para proteger a su hijo debía de haberlos guiado hasta él.

Aunque nada de eso importaba ya. Tenía a una semidiosa egipcia de la que preocuparse y con la que reunirse.

Cerró el arca y corrió de vuelta a su dormitorio para recoger sus cosas y marcharse. Ya se había entretenido más de la cuenta.

Faltaba poco para el anochecer. Pero viajaría de noche. Habían realizado incontables marchas nocturnas para descubrir la mejor forma de ocultar el número de sus tropas y de protegerlas. Además, se ahorraba agua al no viajar bajo el sol abrasador. Los soldados y los caballos se cansaban menos.

Estigio se volvió para salir y se quedó de piedra al ver a Apolo en su habitación. Maldijo entre dientes al dios por su sentido de la oportunidad.

—¿Qué?

Apolo soltó una carcajada amarga.

—Ese tono, príncipe. Todavía no has aprendido a usar el adecuado.

Estigio apretó los dientes por las ganas de darle un puñetazo a ese cabrón.

—¿Todavía no te has cansado de mí?

Apolo lo miró con una sonrisa torcida.

—Si fueras como la quejica y servicial de tu hermana, ya me habría cansado, sí. Pero el hecho de que sigas enfrentándote a mí después de todo lo que he hecho para castigarte me fascina. La mayoría de los humanos aprenden la lección… Tú no. ¿Por qué?

Estigio hizo ademán de coger sus alforjas.

—Soy más tonto que la mayoría.

Con un movimiento más rápido de lo que esperaba, Apolo lo cogió y lo obligó a darse la vuelta para que pudiera mirarse en el espejo. El dios se encontraba tras él, sin tocarlo, pero lo miraba a los ojos a través del espejo.

—Si lo fueras, podría perdonarte. Pero lo que me fascina es precisamente lo inteligente que eres. —Apolo le tocó la mejilla.

Estigio intentó apartarse, pero el dios se negó a liberarlo de la imagen que veía en el espejo. Lo obligó a seguir delante de él.

—A esto me refiero. ¿Por qué sigues oponiéndote?

—No soporto a los hombres en general y a ti en particular. Tus manos me asquean. —¿Cuántas veces tenía que decirlo para que captara el mensaje?

Apolo lo obligó a pegarse a él.

—Pero eres tan guapo… te deseo incluso con todas las cicatrices que tienes.

Estigio dio un respingo.

—Me concediste la libertad delante de todos.

—Y no sabes lo mucho que me arrepiento. Sométete una vez más… sólo una vez más… Ven a mí como irías hacia tu prometida, sométete a mi voluntad, y después te dejaré tranquilo. Para siempre.

Por supuesto, por supuesto.

—No te creo.

Apolo intentó agarrarlo, pero Estigio le atrapó la mano y se la apartó. Aunque eso no detuvo al dios olímpico, que lo abrazó e intentó besarlo.

—No puedo dejar de pensar en ti. ¿A cuántas personas tengo que arrebatarte antes de que te sometas a mí?

Estigio se debatió como un poseso para liberarse.

—¿Mataste a Galen?

—No personalmente, ero sí. Y mataré a todos los demás si no me das lo que quiero.

Estigio gritó cuando Apolo le clavó los colmillos en el cuello para alimentarse.

La puerta de su habitación se abrió.

Un jadeo femenino lo dejó helado. Ryssa los miraba boquiabierta y con una expresión espantada en sus delicadas facciones. Estigio solo atinaba a imaginarse la impresión que causaban, ya que Apolo había colocado una mano sobre la marca de esclavo que tenía en el pubis y se estaba alimentando de su cuello.

Sin alterarse en lo más mínimo, Apolo soltó una carcajada, levantó la cabeza y besó a Estigio en la mejilla mientras comenzaba a acariciarle la entrepierna delante de su hermana.

—¿Quieres unirte a nosotros, Ryssa?

La pregunta le provocó a su hermana uno de sus conocidos ataques de histeria, de modo que comenzó gritar y a coger objetos de la estancia para arrojárselos. Tras esquivar el primer cuenco de barro, Estigio se liberó y fulminó a Apolo con la mirada.

El dios miró a Ryssa con desdén.

—No pienso aguantar esto. Volveré cuando te hayas tranquilizado. —Y usó sus poderes para marcharse, dejando a Estigio solo con la loca.

Ryssa siguió gritando con tal fuerza que sus palabras eran ininteligibles mientras buscaba más proyectiles por la habitación medio vacía.

—¿En nombre de Zeus, qué pasa aquí? —rugió su padre tras quitarle la jarra de vino que tenía en la mano, antes de que se convirtiera en más trozos de barro desperdigados por el suelo.

Sollozando y presa de la histeria, Ryssa hizo caso omiso de la pregunta y concentró toda su rabia en Estigio.

—¿Cómo te atreves? ¡Me das asco! ¡Ojalá estuvieras muerto! —Se dio media vuelta y salió en tromba de la habitación.

Su padre dejó la jarra en la mesa mientras Estigio se levantaba del suelo.

—¿Qué le has hecho?

—Nada, padre. No le he hecho nada en absoluto.

Su padre hizo ademán de seguirla, pero Ryssa volvió a aparecer en la puerta. Sin decirle una palabra a su padre, atravesó la estancia con un paso tan sereno que Estigio receló de sus intenciones. Como esperaba que lo abofetease, le atrapó la mano izquierda que había levantado para tal fin. Pero en cuanto lo hizo, Estigio sintió una punzada dolorosa en el abdomen.

Aturdido, se tambaleó hacia atrás vio el enorme cuchillo ensangrentado que Ryssa había escondido entre su peplo.

Su hermana se abalanzó para apuñalarlo de nuevo.

Estigio la agarró de la muñeca y la sujetó con fuerza mientras su padre comprendía por fin lo que sucedía.

En vez de llamar a los guardias, el rey apartó a Ryssa y le quitó el cuchillo de la mano.

—¿Qué has hecho, hija?

A Estigio le flaquearon las rodillas mientras la habitación comenzaba a darle vueltas. Si bien nunca había sido agradable que lo apuñalaran, las heridas en el vientre eran las peores. Jadeando, se quedó tumbado e intentó concentrarse.

—¡Se está acostando con Apolo! ¡Cabrón egoísta! ¡Me lo ha quitado todo! ¡Todo!

Tendido de espaldas, Estigio sintió que se le escapaba una lágrima por el rabillo del ojo mientras el dolor lo consumía al ver que su padre consolaba a Ryssa al otro lado de la estancia. Pese al dolor, soltó una carcajada amarga.

Todos los miembros de su familia, salvo su padre y Bethany, lo habían apuñalado.

«Todavía soy joven. Hay tiempo de sobra para que eso cambie», pensó.

La sangre brotó entre sus dedos mientras se aplicaba toda la presión posible sobre la herida. Aunque le costaba. Le temblaban las manos y estaba a punto de vomitar.

Aun así, su padre siguió sin hacerle caso mientras tranquilizaba a Ryssa, que aún estaba histérica.

—¿Padre? —susurró.

—¡Por todos los dioses…! ¡Guardias! —Su padre por fin soltó a Ryssa para comprobar su estado—. ¡Traed al médico! —Su padre tragó saliva con fuerza e hizo ademán de tocar las manos ensangrentadas de Estigio, pero se contuvo—. ¿Duele mucho?

«No, es una sensación estupenda, no te jode. Vivo para que mi familia me apuñale», pensó.

¿Estaba loco? Pues claro que dolía. Su hermana había intentado destriparlo.

—Por mucho que duela, no será suficiente para lo que ha hecho. ¡Me ha humillado por última vez! ¡Ojalá pudieras morir como una persona normal, cabrón! No has causado más que desdichas a todos desde que naciste. Si murieras mañana, nadie te echaría de menos, sólo esa puta egipcia que encontraste en la calle. Y a ella tampoco le importaría durante mucho tiempo. ¡No eres nada! —Se abalanzó sobre él.

Su padre se levantó para interceptarla antes de que llegara hasta él. Mientras la apartaba, Ryssa le escupió en la cara.

Estigio se limpió el escupitajo con el dorso de la mano ensangrentada.

«¿Por qué no me marché antes?», se preguntó.

No debería haber malgastado ni un instante con su hermano. Bien sabían los dioses que Aquerón no lo malgastaría por él.

«Debería haber dejado la dichosa corona en mi habitación y haberme ido a Egipto», se dijo.

Tal vez podría marcharse más avanzada la noche. Solo necesitaba que alguien le cosiera la herida. Tal como había señalado Ryssa, no iba a morir. Aunque, a decir verdad, moría un poco por dentro cada vez que lo atacaban.

El médico jadeó al verlo tirado en el suelo.

—¿Alteza?

Estigio abrió los ojos. Apartó las manos para que el médico pudiera examinar la herida abierta, tras lo cual el hombre le levantó el quitón a fin de curarla.

El médico jadeó al ver la extensa herida. Sobre todo porque en cualquier otra persona sería mortal. La pérdida de sangre no era el problema. Sin embargo, Estigio había visto suficientes heridas de ese tipo en combate para conocer el inevitable final. En cuestión de días, el soldado herido moría presa de un dolor agónico. Por ese motivo se mataba a los soldados con esa clase de heridas, para evitarles el sufrimiento. Era algo que seguía atormentándolo. Pero durante la guerra no se podían malgastar los limitados recursos en personas que no iban a sobrevivir y era cruel dejarlos padecer una muerte lenta y dolorosa cuando no había esperanza para ellos.

Su padre volvió a su lado. La expresión espantada de sus ojos confirmó las sospechas de Estigio.

—Es grave, majestad —dijo el médico mientras intentaba cortar la hemorragia—. La mayoría no sobrevive a una herida semejante.

Su padre se arrodilló a su lado con lágrimas en los ojos.

—¿Estigio?

Contuvo un gemido antes de contestar.

—Viviré, padre. He recibido heridas peores en combate.

El médico no parecía muy convencido.

Estigio se señaló las cicatrices que lucía su cuerpo.

—Créeme.

Por primera vez el médico asintió con la cabeza.

—Eso parece, alteza. Tengo que coseros la herida, pero no puedo daros vino para beber.

Estigio volvió la cabeza hacia el arca que había junto a la ventana.

—Acércame eso.

Su padre frunció el ceño mientras el médico obedecía.

—¿Qué contiene?

Estigio no contestó mientras el médico regresaba junto a él, tras lo cual sacó la raíz de Morfeo que no había usado desde que Bethany regresó a su vida.

—¿Sabes cómo prepararla? —le preguntó al médico calvo.

—Se calienta, pero no sé cuánta usar.

Estigio sacó la cantidad justa y se la dio al médico para que pudiera comenzar a prepararla mientras su padre lo miraba con el ceño más fruncido si cabía. Tras sisear de dolor, Estigio apretó los dientes.

—Es una droga, padre. No me evitará el dolor, pero hará que me dé igual lo que estoy sintiendo.

—¿Cómo conoces algo así?

«Por el pervertido de tu hermano», pensó.

Tenía las palabras en la punta de la lengua y le costó mucho mordérsela. Su padre había estado ciego con respecto a Estes, y aunque lo enfurecía, ¿qué ganaría con echarle en cara los abusos que había sufrido?

Había matado a ese cabrón y las heridas estarían ahí para siempre. No había necesidad de empeorarlas.

Por suerte el médico volvió. Estigio inhaló las hierbas y esperó un momento a que surtieran efecto antes de hacerle un gesto al hombre para que empezara a coser la herida.

En un intento por distraerse, Estigio clavó la mirada en la de su padre, que tenía una cara de absoluta incredulidad.

—Ahora me doy cuenta de que sé muy poco de tu vida y menos todavía de ti.

¿Cómo? ¿Su padre quería ponerse al día en ese momento? Teniendo en cuenta la cantidad de sangre que había perdido y el dolor que sentía, no estaba de humor para soportar una larga conversación con su padre.

Sin embargo, lo que más le dolía eran los recuerdos de Galen a su lado cada vez que lo habían herido. En su mente se vio en la Atlántida, el día que le atravesaron el costado con una lanza de madera. Arrogante y estúpido, no había estado prestando atención. Pero en cuanto se le clavó la lanza, gritó de dolor. Galen lo apartó de la refriega y lo protegió de sus enemigos. Demasiado débil incluso para empuñar una daga, estaba totalmente indefenso.

—Te tengo, mou gios. No te preocupes. Nadie me pasará por encima.

Aunque Estigio era más alto, Galen lo sacó a cuestas del campo de batalla y le sostuvo la mano mientras le cosían la herida.

—Apriétame la mano cuando te duela, no te preocupes por romperme algún hueso. Si mi Thia, que parecía tan fuerte como tú, no fue capaz de romperme la mano mientras daba a luz, tampoco tú podrás hacerme nada. Y al menos tú no me amenazas con cortarme los huevos, freírlos y dármelos de comer. —Sólo Galen podría hacerle reír mientras soportaba tanto dolor.

Después de eso el viejo lo había emborrachado.

Por todos los dioses, cuánto lo echaba de menos.

«¡Maldito seas, Apolo!», exclamó en silencio. ¿No bastaba con matar a Galen? ¿Por qué tenía que torturar a Ryssa también? Su hermana ya lo odiaba bastante… ¿por qué iba a querer Apolo aumentar el sentimiento?

«Tendría que habérmelo follado y acabar con todo», pensó.

Claro que habría dado igual. Si hubiera cedido, Ryssa habría presenciado mucho más que sus intentos por desprenderse del dios. Tal vez con el tiempo se calmaría y se daría cuenta de lo que estaba pasando en realidad.

«¿A quién quieres engañar?», se preguntó. Ryssa jamás se pondría de su parte en ningún asunto.

En cuanto el médico terminó de coserle y limpiarle la herida a conciencia, su padre llamó a los guardias para que lo acostaran en la cama.

—No hace falta —dijo Estigio, sorprendido al comprobar que no se le trababa la lengua al hablar—. Puedo hacerlo solo.

Apretó los dientes para soportar el dolor que lo asaltó pese a la droga y se incorporó para dirigirse a trompicones a la cama. Se tumbó mientras todo daba vueltas a su alrededor, con la esperanza de que la sensación pasara.

Escuchó que su padre se acercaba a la cama.

—¿Algo de lo que ha dicho Ryssa sobre Apolo es verdad?

Estigio abrió los ojos y lo miró con expresión vacía. ¿De verdad quería su padre hablar de eso en ese momento?

¿Qué narices? ¿Por qué no? Ni que estuviera dolorido…, pensó con ironía.

Demasiado drogado para que le importara o para medir sus palabras, miró a su padre parpadeando.

—Sí, Apolo me ha follado. Repetidamente. No, yo no lo busqué. Y mucho menos lo disfruté. Y ojalá se hubiera pasado el día metiéndosela a Ryssa, así el cabrón me habría dejado tranquilo.

Su padre no lo regañó por semejante vulgaridad.

—¿Por qué no me lo contaste?

De no estar seguro de lo contrario, habría jurado que su padre también se había metido algo.

—Creo que tus palabras exactas fueron que le lamiera las pelotas y la polla, y que me agachara y aguantara todo lo que me metiera Apolo siempre y cuando lo tuviera contento.

Su padre parecía tan asqueado y horrorizado como se sintió él cuando ese cabrón se lo soltó.

No lo dije en serio —pensó su padre.

Ya era un poco tarde para pensarlo.

—¿Desde cuándo está pasando esto? —quiso saber Jerjes.

—Desde que me llevaste al templo de Dioniso cuando era un niño.

Su padre se quedó blanco.

—No lo entiendo.

—Los sacerdotes invocan a los dioses, padre —explicó con amargura—. Así que vinieron a por mí… en más de un sentido.

—¿Por eso me odias tanto?

—Digamos que eso no me ayudó a tenerte cariño, y tampoco me ayuda esta puta conversación. Por todos los dioses, padre, tu hija me ha apuñalado y duele. Quiero sangrar y sufrir en paz, y en silencio, si no es demasiado pedir, claro. Así que te pido por favor que me demuestres un poco de compasión por una vez en mi desdichada vida.

—Perdóname —replicó su padre, que por fin se marchó.

Estigio tomó una entrecortada bocanada de aire y clavó la mirada en sus alforjas antes de maldecir a las Moiras por obligarlo a quedarse otra noche.

—¿Y te has creído esa mentira, padre? ¿De verdad?

Dio un respingo al escuchar la estridente voz de Ryssa, que se filtraba sin problemas a través de las paredes.

La respuesta de su padre fue un sonido ininteligible.

—Es un mentiroso. ¿Por qué no lo ves? Ha sido un mentiroso consumado desde el día que nació. No soportaba lo que yo tenía con Apolo y fue a por él. Tú no has visto lo que yo cuando los he sorprendido. Apolo lo estaba acariciando. ¡Era asqueroso! —Siguió con sus acusaciones, cada vez más ridículas—. Ojalá me dejaras matarlo. Es lo que se merece. ¿Cómo se supone que voy a aceptar a Apolo sabiendo que se ha acostado con mi hermano? ¡Con el hermano al que detesto con todo mi corazón! ¿Cómo voy a sentarme a la mesa con alguno de los dos sabiendo lo que han hecho a escondidas? Si fuera al revés y yo me hubiera acostado con su puta, tú me harías azotar y me desterrarías. Sin embargo, piensas dejar que se salga con la suya porque es lo que ha hecho siempre en su mimada y asquerosa vida. ¡No es justo!

¿Era demasiado pedir que su padre se llevara a esa zorra al otro extremo del palacio para que no tuviera que escuchar su celosa estupidez?

Incapaz de soportar esos insultos y acusaciones que se le clavaban en lo más hondo del alma, fue hasta el arca y buscó un saquito de hierbas que procedió a volcar en un cáliz de vino. Se suponía que no debía beber con esa herida, pero a la mierda con todo. A ver si así moría. Y si le dolía el estómago, tal vez el dolor sirviera para distraerlo de las ridículas acusaciones que su hermana gritaba a pleno pulmón.

Se tragó las hierbas e hizo una mueca cuando la mezcla con el vino llegó a su estómago, que empezó a arderle en protesta. Por un instante creyó que iba a vomitar.

Sin embargo, enseguida se sintió tan desorientado que la diatriba y los gritos de su hermana se convirtieron en sonidos ininteligibles que acabaron acunándolo.

Estaba a punto de quedarse dormido cuando su mente se rebeló. Por algún motivo, quería que estuviese alerta. Su instinto intentaba decirle algo. Por desgracia, estaba demasiado drogado como para entender la advertencia.