Estigio se mesó el pelo mientras las voces de un millar de personas gritaban en su cabeza. Dada la ingente cantidad de invitados por parte de su padre, llevaba todo el día presa del dolor. Tanto era así que le había sangrado la nariz durante toda la mañana. Y no lo soportaba.
La única persona a quien quería ver no había llegado todavía, y una parte de él esperaba que Bethany hiciera caso de su premonición y no apareciera.
La nota positiva del día era que ni Aquerón ni Ryssa se habían acercado a él. De hecho, estaban encerrados en los aposentos de su hermana, sin duda alguna deseándole una muerte atroz.
Tal vez debería contar con más catadores esa noche…
Se alisó el pelo y volvió a ponerse la odiada corona de hojas doradas.
Peor todavía que el mal presentimiento que lo atosigaba era el dolor que sentía por la ausencia de Galen. Era la primera vez en una década que no había pasado al menos parte de su cumpleaños con el viejo.
«¿Quieres un premio por haber nacido? ¿Qué te pasa, muchacho? El mundo no da premios por nacer», ese había sido el sermón de Galen durante cinco años.
Se le formó un nudo en la garganta por las lágrimas al pensar en el siguiente cumpleaños.
Su padre se comportó como un imbécil, ya que lo obligó a asistir a las audiencias reales durante toda la mañana mientras intentaba ocultar una espantosa hemorragia nasal. En cuanto al «regalo» que le hizo su padre, consistió en una donación «personal» a la ciudad para erigir un monumento en honor al rey.
Cuando Estigio apareció en la sesión de entrenamiento, escuchando aún los insultos de su madre y de Ryssa en los oídos, estaba desmoralizado y entristecido.
Hasta que fue a cambiarse de ropa. En el estante encontró unos brazales negros que hacían juego con su armadura.
Asombrado al verlos, supuso que los habían dejado allí por error.
—No muerden. Pruébeselos. A ver si le quedan bien.
Frunció el ceño y vio a Galen en la puerta, mirándolo con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿De quién son?
Galen soltó una carcajada.
—Suyos, señor. Son mi regalo. Feliz aniversario, gios. Ojalá que lo protejan siempre en la batalla.
El recuerdo hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Se acercó al arca y sacó los brazales. No tenía muy claro quién se sentía más orgulloso de las piezas: si Galen por regalárselas o él por recibirlas. Y le habían servido bien en la batalla.
—Te echo de menos, Galen —musitó mientras deseaba poder ver a su mentor una vez más.
Claro que era uno de tantos deseos imposibles.
Suspiró, envolvió los brazales en el paño untado de aceite que los protegía y los dejó junto al caballito de madera del que Aquerón no quería ni oír hablar. Se lo daría a su hijo para que jugara con él.
—Feliz cumpleaños, hermanito —susurró, a sabiendas de que el regalo perfecto de Aquerón sería su cabeza en una bandeja.
De repente, escuchó una fanfarria en el exterior.
Se le aceleró el corazón y el dolor de cabeza aumentó mientras se acercaba a la ventana para ver quién acababa de llegar.
Bethany.
—Te estrangularía por no hacerme caso —dijo.
Sin embargo, una parte de él no estaba de acuerdo con su cabeza. Pese a su sentido común, le emocionaba ver que había aparecido.
Abandonó su habitación para recibirla y a cada paso que daba rezaba para que Bethany tuviera razón. Para que el miedo que lo embargaba fuera tan solo fruto de su estupidez.