21 de junio de 9535 a. C.

Estigio se frotó la frente, muerto del aburrimiento mientras su padre hablaba con los músicos sobre las piezas que interpretarían esa noche durante el banquete con el que se celebraría la mayoría de edad de su hermana.

En contra de lo que la misma Ryssa opinaba, era la preferida de su padre. Aunque el aniversario del nacimiento de Estigio tendría lugar dos días después, los preparativos para la celebración habían sido suspendidos para centrarse en el de Ryssa. Tres meses antes, su padre se lo llevó a un aparte para ponerlo al día de sus plantes.

«Entiéndelo, muchacho. Es la mayoría de edad de Ryssa, así que este año tu aniversario no es tan importante».

La verdad, Estigio prefería que no hubiera celebración alguna. Para los restos. Los cumpleaños nunca habían sido un buen día para él. Ni los suyos, ni los de los demás.

En el mejor de los casos le recordaba que compartía el día de su nacimiento con un hermano al que tenía prohibido ver. Y tampoco tenía amigos a los que invitar. Solo aprovechados que trataban de ganarse el favor de su padre o el suyo.

Aunque tuviera la errónea impresión de que alguien lo apreciaba como persona, su habilidad para escuchar los pensamientos de la gente lo sacaría de dicho error al instante.

Los príncipes no tenían amigos.

No obstante, en los últimos tiempos se le habían ofrecido muchas mujeres, jóvenes y otras no tanto, pertenecientes a todas las clases sociales. Si bien ellas tampoco lo apreciaban como persona. Lo que buscaban era el honor de convertirse en su primera amante. O, más bien, de ser la madre de uno de sus bastardos a fin de que los mantuviera, a ella y al niño, durante el resto de sus vidas. Apenas podía moverse sin que alguna de ellas lo acorralara y se desnudara, o lo acariciara. Aunque casi todos los hombres se aprovecharían de semejante situación, el hecho de poder escuchar los pensamientos de todas ellas lo ayudaba a no caer en la trampa que le tendían. Saber que una mujer ni siquiera lo soportaba y que en cuanto acabara con él se dedicaría a contárselo a todo el mundo en términos insultantes mataba al instante el deseo.

Prefería morir virgen a sufrir más humillaciones por su ineptitud.

—¡Padre!

Estigio se encogió al escuchar el furioso grito de Ryssa, que entró corriendo en la estancia con un lujoso himatión en los brazos.

«Sea lo que sea lo que le pase, por favor, que no tenga yo la culpa», suplicó.

Ryssa lo culpaba por todo, incluyendo el brutal ataque que sufrió a manos de su madre el año anterior.

«¡No te habría apuñalado si no lo merecieras! Mi madre es una mujer cariñosa que no le haría daño a una mosca. Te conozco, Estigio. ¡Seguro que le dijiste algo insultante para provocarla! De lo contrario, no te habría atacado. Admítelo, la amenazaste o la insultaste, ¿verdad?».

Que Zeus lo ayudara, pero como esa noche lloviera durante el banquete, Ryssa le echaría la culpa a él.

Su padre se apartó de los músicos para atenderla.

—¡Mira! —exclamó ella al tiempo que le mostraba la prenda—. ¡Han arrugado el bordado de mi himatión! ¿Qué voy a hacer ahora?

«Ve desnuda, hermanita. O no, espera. Elige otro himatión de entre los miles que tienes», pensó él.

Su hermana contaba con al menos doce baúles a rebosar de ropa.

El rey alzó una mano para acariciarle una mejilla a su hija. La ternura de su mirada bastó para que Estigio pusiera cara de asco. Si a él se le ocurriera quejarse por algo tan nimio, en el mejor de los casos se sentiría públicamente avergonzado y en el peor, lo azotarían.

—No te preocupes. Podrán arreglarlo, preciosa.

—No, padre. Está arruinado. —Unos lagrimones resbalaron por sus mejillas. Con razón su padre los aborrecía—. No asistiré al banquete. No puedo. Se reirán de mí. —Miró a Estigio con los ojos entrecerrados.

Dicha mirada le provocó un nudo en el estómago.

«Allá vamos», pensó.

—Distrajiste a mi doncella, ¿verdad?

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener alejado el odio de su voz.

—No.

—¡Mientes! Te he visto observarla. Es asqueroso.

—Ryssa, yo no observo a tu doncella. Ni siquiera sé cuál de ellas es la responsable de tu ropa.

—En ese caso no sabes si la has distraído o no, ¿eh? ¿O sí lo sabes?

Estigio habría echado la cabeza hacia atrás, exasperado, pero no quería que su padre se molestara con él por menospreciar el disgusto de su hermana. Además, con el berrinche histérico tenían más que suficiente.

—Seguramente también hayas destrozado mis sandalias. Te encantaría que esta noche se rieran todos de mí, admítelo —siguió ella, y dio una patada en el suelo.

—No quiero que se rían de ti, ovejita. Me da igual. —Estigio se volvió para marcharse.

Sin embargo, Ryssa no se lo permitió. Lo agarró de un brazo y le dio un tirón para que la mirara de nuevo.

—¿Por qué no puedes aprender a ser feliz por los demás, eh?

«La verdad, me encantaría aprender a ser feliz por mí mismo», la corrigió mentalmente.

—Al contrario que tú, Ryssa, yo no pierdo el tiempo preocupándome por los demás.

—Eso es precisamente a lo que me refiero. Eres frío y egoísta. Es asqueroso.

—No me refería a eso —la corrigió él, pero su hermana ya se había marchado.

Estaba a punto de hacer un gesto obsceno con las manos cuando se percató de la mirada furiosa de su padre y supo que estaba pensando en que no había tratado a su hermana con el debido respeto.

De modo que levantó las manos en un gesto de rendición mientras Ryssa se quejaba de ese hermano que jamás podría complacerla.

Salvo si moría.

—¡Ya lo has visto, padre! ¿Has visto cómo trata a la gente, menospreciando sus sentimientos? ¿Cómo es posible que alguien tan frío y tan desalmado pueda ser rey? Que Zeus nos ayude a todos si él llega al trono.

«Ya lo sé. No merezco respirar el mismo aire que tú respiras y deberían matarme aquí mismo».

Le sorprendió que Ryssa no se abalanzara sobre él con un puñal tal como lo había hecho su madre.

«Que los dioses me libren de las arpías histéricas», suplicó.

Estigio estaba a punto de darse media vuelta para irse, pero al moverse le atravesó la lengua un dolor indescriptible. Era tan insoportable que lo dejó sin aliento y lo obligó a postrarse de rodillas porque la habitación comenzó a darle vueltas.

«¡En el nombre de Hades! ¿Qué me está pasando?».

Tenía la impresión de que iba a ahogarse con su propia sangre y en vez de disminuir, el dolor empeoró. Incapaz de soportarlo, gritó, presa de una atroz agonía.

«Por todos los dioses, Aquerón, ¿qué te están haciendo ahora?», se preguntó.

Era la única explicación racional para lo que le sucedía. A lo largo de los años, había aprendido a disimular el dolor repentino que lo asaltaba cuando menos lo esperaba. Casi siempre era fruto del látigo o de una vara. También por tirones de pelo. Quemaduras. Calambres en el estómago por el hambre aunque acabara de comer. Pero para otros, como el que lo abrumaba en ese momento, no tenía explicación. Lo único que sabía era que resultaba insoportable.

—¿Estigio?

Escuchó la voz de su padre, pero no podía hablar. Tenía la lengua demasiado hinchada. Aunque no siempre sufría las consecuencias físicas de las heridas de Aquerón, en ocasiones se le hinchaba alguna parte del cuerpo o aparecían huellas de manos. Pero jamás había experimentado nada semejante a lo que le sucedía en ese momento.

Arqueó la espalda y trató de concentrarse en otra cosa. Le fue imposible. Comenzó a ver borroso y empezó a llorar.

—Está fingiendo —masculló Ryssa, dándole una patada en las piernas—. Está celoso porque yo soy el centro de atención.

El consejero más anciano de su padre se acercó y se arrodilló en el suelo a su lado para examinarle la boca y la lengua.

—Majestad, es la bakcheia. —Un tipo de locura inducida por Dioniso que supuestamente afectaba a aquellos que ofendían al dios del vino—. Creo que está poseído.

«¡No!», quiso exclamar Estigio en voz alta, pero de sus labios no brotó sonido alguno.

Su padre se arrodilló a su lado.

—¿Qué hacemos?

—Debemos llevarlo al templo de Dioniso y dejar que los sacerdotes lo atiendan.

Estigio negó con la cabeza, intentando detenerlos. Mientras trabajaba en los templos, había escuchado multitud de historias sobre lo que les sucedía a los que tildaban de locos. O a aquellos que eran acusados de haber ofendido a un dios.

Pero nadie lo escuchó. No podían entenderlo. Ni tampoco lo intentaron.

Antes de que pudiera impedírselo, su padre llamó a la guardia, que lo trasladó al templo de Dioniso, emplazado en el centro de la ciudad.

Incapaz de reaccionar por culpa del dolor, Estigio escuchó cómo su padre le decía al sumo sacerdote que su afección había aparecido sin motivo aparente. También le dijo que siempre había sufrido dolores de cabeza, vómitos y malestares «imaginarios». Que rara vez dormía. Y que su madre se volvió loca poco después de su nacimiento y sucumbió a la bebida, y que un año antes lo había apuñalado y después había tratado de suicidarse frente a él.

—Majestad, me alegro de que lo hayáis traído. Tenéis razón. Está poseído y desde luego que podemos ayudarlo a mejorar.

Estigio meneó la cabeza, abrumado por el terror más absoluto.

—¿Pa… pa… padre?

—Tranquilo, muchacho. Los sacerdotes te ayudarán.

Estigio aferró la clámide de su padre, desesperado por volver a casa, pero su padre le apartó las manos de su ropa mientras los sacerdotes se acercaban para encadenarlo.

Las últimas palabras que su padre le dirigió al sumo sacerdote mientras lo arrastraban hacia el interior le provocaron náuseas.

—Tus sacerdotes y tú tenéis plena inmunidad. Haced lo que sea menester para sanarlo.