Un año después
—¡Arriba, suagroi inmundo!
Estigio lo vio todo rojo al escuchar que lo acusaban de retozar con cerdos. Se levantó del suelo, adonde lo habían arrojado violentamente, fulminó a Galen con la mirada y se preparó para el siguiente asalto del juego llamado «Mandar al Príncipe al Olvido».
—¿Suagroi? Lo siento, maese Galen, pero tu mujer es demasiado vieja para mí.
Eso consiguió la reacción deseada. Galen enloqueció y lo atacó.
Con rapidez y rabia, descargando golpe tras golpe, Galen contrarrestó sin problemas los mandobles del xiphos de Estigio al tiempo que destrozaba las partes de madera y retorcía las partes metálicas de su hoplon alrededor de su brazo, con golpes que habrían partido un árbol en dos. Algo que indicaba la legendaria fuerza de Galen. Estigio se las vio y se las deseó para no acabar muerto. A la postre, soltó el xiphos, que no lo ayudaba en absoluto a mantenerse firme, y sujetó con ambas manos el escudo a fin de evitar que el antiguo soldado lo masacrara. Un hombre que le sacaba más de una cabeza y que pesaba seis veces más que él. De hecho, uno solo de los enormes brazos de Galen era tan grueso como su cintura.
Menos mal que el hoplon era más un arma que una protección…
Su debilitado brazo izquierdo aún no se había curado del todo de la fractura que le provocó Galen varios meses antes, de modo que se resintió y amenazó con doblegarse al feroz ataque.
Con un rugido furioso, su instructor le dio una patada tan fuerte que lo levantó del suelo y lo tiró de espaldas. Estigio se dio tal costalazo que el aire se le escapó de los pulmones, como si alguien se los hubiera aplastado.
Aturdido por el dolor, miró a su instructor a través de las protecciones de su casco de bronce. Galen le arrancó el hoplon del brazo, provocándole más dolor, y lo tiró a un lado antes de comenzar a patearle las costillas con toda su fuerza.
Tenía los brazos tan doloridos e insensibles por los golpes previos que ni siquiera fue capaz de protegerse.
—¿Así es como responde a los ataques, señor? ¿Tira su xiphos y luego se esconde detrás de su hoplon como un ratón asustado? ¿Qué cree que le haría un enemigo si reacciona así durante una batalla?
«Con suerte, me matará», pensó.
—Vamos, ¿le ha comido la lengua el gato?
A su lengua no le pasaba nada, pero todavía necesitaba coger el aire suficiente para hablar.
—¡Ya basta!
Galen le asestó una última patada a Estigio en la entrepierna antes de acatar la orden del rey.
Estigio se cubrió la entrepierna mientras todo le daba vueltas y sentía la bilis en la garganta. Joder, eso había dolido. El viejo pegaba más fuerte que un rinoceronte.
Su hoplomaco hizo una profunda reverencia mientras él se retorcía de dolor en el suelo.
—Majestad. ¿A qué debo este honor?
—Quería comprobar los progresos que mi hijo… no está haciendo. Ahora, déjanos.
Tras fulminar con la mirada a Estigio para dejarle claro que se vengaría por hacerle quedar mal ante el rey, Galen inclinó la cabeza y se marchó a toda prisa.
Sin dejar de toser y de jadear, Estigio rodó en el suelo y se obligó a ponerse en pie. Tras quitarse la mano de la entrepierna, se irguió aunque lo único que quería era tumbarse hasta haber recuperado el aliento.
El asco y el desdén de su padre le dolieron todavía más que la última patada de Galen. Escupió la sangre que brotaba de sus dientes sueltos al suelo.
—¿Qué es lo que acabo de presenciar? —gruñó su padre.
«Que tu antiguo polemarca me ha dado una paliza», pensó.
¿Acaso estaba ciego? Estaba sobradamente justificado que Galen hubiera liderado en otro tiempo todo el ejército de Dídimos. El viejo buitre, que era más fuerte que Atlas, jamás había sido derrotado.
Mucho menos por un niño escuálido.
Su padre le golpeó la coraza con tanta fuerza que se vio obligado a retroceder un paso.
—¿Has tirado tu xiphos?
—Intentaba protegerme —adujo Estigio.
Su padre le quitó el casco de malos modos y lo tiró al suelo, asqueado. Lo golpeó en el pecho una vez más.
—No eres digno de llevar una armadura tan buena. La deshonras. —Sus ojos azules echaron chispas un momento antes de darle tal revés en la cara que le echó la cabeza para atrás—. ¡Cobarde!
Estigio se enfrentó a su padre sin miedo y se lamió la sangre de los labios antes de limpiársela con el dorso de la mano.
—Sólo soy un niño, padre. No un soldado.
Sólo tenía doce años… Galen poseía sandalias más viejas.
Su padre lo agarró del pelo y lo obligó a acercarse.
—Me has avergonzado con ese despliegue de miedo afeminado —le gritó al oído—. Creía que estaba educando a un rey, no a una reina. Debería obligarte a luchar vestido como tu hermana y con sus pendientes. —Lo apartó de un empujón, hacia los vestuarios—. Cámbiate de ropa, ve a ver a tu madre y tranquilízala. Después serás azotado por tu cobardía y tu insolencia. ¿Entendido?
Estigio lo saludó con el gesto más sarcástico del que fue capaz.
—Entendido… padre.
«Imbécil», quería decir.
La expresión de su padre prometía venganza. Que así fuera… No había conseguido alcanzar las expectativas del rey.
«Joder, menuda sorpresa», pensó.
Asqueado consigo mismo, Estigio recogió el casco y el hoplon. Cuando hizo ademán de coger la espada, su padre le asestó una patada y lo tiró al suelo.
—No te has ganado el derecho de tocar un xiphos de Dídimos, ni siquiera uno de entrenamiento, y no voy a permitir que tu mano débil y afeminada lo mancille. —El rey cogió la espada y se marchó. Se la dio a Galen al salir de la zona de combate.
Con un suspiro, Estigio se puso en pie, recogió el hoplon dañado y el casco, y después se dirigió con paso renqueante al vestuario para cambiarse de ropa.
Galen se encontró con él en la puerta.
Sin mediar palabra, Estigio le ofreció al veterano soldado el torcidísimo escudo negro. Un hoplon que carecería de decoración hasta que Estigio demostrara ser merecedor de un símbolo de batalla.
Al paso que iba, no lo conseguiría en la vida.
Aterrado por lo que le esperaba, dejó el casco en el maniquí de paja antes de empezar a desvestirse. Se limpió más sangre de la boca con el dorso de la mano, antes de lamerse la herida que su padre le había hecho.
Galen se detuvo a unos pasos de él.
—¿Qué le ha dicho el rey?
—Que me van a azotar por mi cobardía.
Para su asombro, Galen hizo una mueca.
—No debería haber perdido el control, señor.
Estigio resopló.
—Mis enemigos no se van a contener. ¿Por qué ibas a hacerlo tú?
Galen meneó la cabeza y miró el brazo de Estigio cuando este se quitó los brazales de bronce.
—¡Por la dulce Hera!
Estigio se miró el brazo izquierdo y se dio cuenta de que lo tenía hinchadísimo. En ese momento era incluso más grande que el de Galen. Las cintas de los brazales se le habían clavado tanto que tenía moratones a su alrededor.
—¿Se lo ha vuelto a romper?
Estigio abrió y cerró el puño antes de mover la muñeca y flexionar el codo. Le dolía, pero tenía movilidad.
—No. Está bien. Sólo se me ha hinchado por el combate.
—Debe de dolerle, pero aun así se comporta como si no lo hiciera. ¿Cómo lo soporta?
—¿Qué puedo decir, maese Galen? La agonía de mis testículos aplastados eclipsa todo lo demás.
Galen lo asombró una vez más al echarse a reír por primera vez desde que lo conocía.
—Vamos, joven príncipe. Deje que le ayude a quitarse la armadura.
Estigio frunció el ceño, cada vez más nervioso. No estaba acostumbrado a que la gente fuera amable con él. De hecho, las muestras de amabilidad lo aterraban.
—¿Por qué estás siendo amable conmigo?
—La culpa, señor. Es un sentimiento muy poderoso.
—¿Por qué te sientes culpable?
—Lo he juzgado mal, y no me suele pasar.
Eso lo confundió todavía más.
Galen le colocó una mano en el hombro, un gesto de respeto y solidaridad. Solo Aquerón lo había tocado así.
—Si fuera el niño consentido por el que lo había tomado, ahora mismo estaría pataleando por lo injusto que es que lo castiguen por mi ataque. Pero acabo de darme cuenta de que en los dos años que llevo entrenándolo, nunca se ha quejado ni ha protestado por nada de lo que le he hecho durante las prácticas. Ni siquiera cuando le rompí el brazo.
—Fue culpa mía. Me dijiste que no sujetara el escudo de esa forma y se me olvidó. —Se miró el brazo, que tenía cuatro veces su tamaño normal—. Es una lección que jamás se me olvidará.
Los ojos grises de Galen adoptaron una expresión más tierna.
—Como he dicho, señor, si fuerais ese niño consentido, no creeríais eso. Seguiría culpándome y pediría mis pelotas en una bandeja de plata. —Le desató el peto y se lo sacó por la cabeza antes de colocarlo en el maniquí por él.
Como no sabía qué decir, Estigio se desató el perigeo y se lo dio a Galen.
Su instructor hizo una mueca al ver que la hinchazón había empeorado y que tenía incluso más moratones que antes.
—Deberíamos inmovilizarle el brazo.
Estigio negó con la cabeza y se agachó para soltarse las grebas.
—Mi padre se enfadaría.
—¿Por qué? —Galen sacó el quitón blanco y la clámide púrpura de lana de Estigio de donde estaban guardados y se lo dejó en el banco junto a su pie.
—Ya me considera débil. Si me inmovilizas el brazo, creerá que lo he hecho para posponer o para mitigar la severidad del castigo. Créeme, no me hará ningún bien.
Dejó las grebas y las sandalias en el estante antes de quitarse el quitón rojo que usaba para entrenar. Lo dobló y lo dejó junto a lo demás.
Se volvió y vio que Galen fruncía el ceño con severidad mientras le miraba el costado desnudo.
Estigio bajó la cabeza y vio los moratones enrojecidos que tenía en las costillas y en el pecho, que empezaban a formarse allí donde Galen lo había pateado tras caer al suelo. Y eso sin contar con las magulladuras más antiguas que todavía no se habían curado, provocadas por causas que preferiría olvidar.
Galen lo miró a los ojos.
—¿Le he hablado sobre la primera vez que entré en combate?
Estigio se lavó deprisa con el agua que había en el aguamanil.
—No.
Galen inspiró hondo mientras Estigio se secaba antes de ponerse el quitón y ajustárselo con el cordón.
—Tenía tanto miedo que me meé encima. Cuando mi comandante en jefe avanzó para atacar al enemigo, se resbaló en las piedras donde yo me había meado y cayó al suelo.
Estigio lo miró sin dar crédito. Quería echarse a reír, pero no se atrevía.
—Estaba tan furioso después de la batalla, que ordenó que me dieran veinte latigazos.
Estigio no sabía cómo reaccionar. Aunque también le parecía gracioso, lo que Galen contaba era horrible. Y lo último que quería era ofender al hombre que le daba palizas cada dos por tres.
Galen le ofreció su clámide real.
—Lo que intento decirle es que todos los hombres, por muy bien entrenados que estén o por muy valientes que sean, sienten un profundo miedo alguna vez. Ningún hombre debería ser juzgado por el único momento en el que tira su espada para protegerse cuando se enfrenta a un oponente mucho mayor y más feroz. No, debería ser juzgado por todas las veces en las que no lo hace. —Le hizo un gesto respetuoso con la cabeza—. Aunque estoy retirado y juré que jamás volvería a combatir, para mí sería un honor entrar en combate con usted, joven príncipe, y luchar bajo su emblema. Aunque tengamos que luchar hoy mismo. —Sus ojos grises relucieron—. Ya no veo al niño que es, sino al hombre que será algún día… Y ese hombre será feroz.
Eso era lo más bonito que le habían dicho en la vida.
—Gracias, maese Galen.
Su instructor se llevó el puño cerrado al hombro a modo de saludo.
—Anímese, buen príncipe. Un día el rey verá en usted lo mismo que yo.
Aunque apreciaba las palabras, sabía que no eran verdad. Su padre jamás lo vería como otra cosa que no fuera un error espantoso.
—Gracias de nuevo.
Galen lo miró con una sonrisa tensa.
—Descanse bien esta noche, alteza. Porque mañana no tendré piedad.
—Estoy ansioso porque llegue el momento —replicó con sarcasmo.
Las carcajadas de Galen lo acompañaron al salir del edificio.
Estigio suspiró, temiendo los deberes que le esperaban, y subió la colina en dirección al palacio, seguido de cerca por los guardias. Dado que formaban parte de su vida, la mayor parte del tiempo no se percataba de su presencia.
Hasta que sus pensamientos suplantaban a los propios, desde luego. Por todos los dioses, detestaba que las voces no le dieran cuartel.
Sin detenerse, entró en el palacio y fue a su dormitorio para coger el regalo de cumpleaños de su madre, que había guardado en el arca situada junto a la ventana. Se detuvo cuando descubrió sin querer el caballito de madera de Aquerón. El dolor lo asaltó con fuerza y las lágrimas le provocaron un nudo en la garganta.
Echaba muchísimo de menos a su hermano. No pasaba un solo día sin preguntarse por lo que estaría sucediéndole. Si se encontraba bien, si era feliz.
Hizo todo lo posible por no pensar en algo que no podía cambiar, envolvió el caballito en su trapo y sacó el brazalete de oro que había comprado para su madre. Había tardado tres meses en ahorrar el dinero necesario.
Puesto que su padre quería que apreciara lo que les costaba a sus ciudadanos ganarse la vida, Estigio no recibía un estipendio como el resto de los aristócratas. De hecho, tenía que trabajar como voluntario para los sacerdotes del templo y para los escribas. Y en el caso de que enfureciera de verdad a su padre, para el jefe de cuadras, que lo odiaba con todas sus fuerzas. Su padre le pagaba una hora de trabajo, siempre y cuando aquellas personas para las que trabajaba hablasen bien de él. Le parecía justo, salvo cuando dichas personas mentían por pura malicia. Dado que no sabían cómo lo trataba su padre cuando estaban a solas, creían que era gracioso menospreciar sus esfuerzos con comentarios de apariencia inocente, tales como: «Después de todo es un príncipe mimado, majestad. ¿Qué se puede esperar de alguien como él?». No tenían la menor idea de que su padre se tomaba los informes de su «vagancia» como una crítica personal, como algo que lo avergonzaba a él. Y tampoco sabían que Estigio, a diferencia de Ryssa, que recibía todo lo que deseaba, no obtenía más dinero de su padre. De modo que por cada diez horas de trabajo, tenía suerte si cobraba dos.
Sí, su padre lo vestía y lo alimentaba de acuerdo a su posición, pero el dinero que se esperaba que donase para la caridad, así como los regalos para su familia y sirvientes, salían de lo que ganaba. Unos regalos que debían estar a la altura de un rey, porque de lo contrario su padre también lo consideraría un insulto personal.
«Nos conocen por los regalos que hacemos…», decía su padre.
«En ese caso supongo que eres un cabrón avaro, padre», pensó.
Sin embargo, Estigio nunca podía ser tan «generoso». Irritado, tocó el brazalete con la cara de Artemisa, la diosa benefactora de su madre, que estaba labrada en el centro como era costumbre. Era un trabajo delicado y al detalle. Jamás había visto algo tan bonito.
Tal vez en esa ocasión su madre le sonreiría.
«No me la tires a la cara como el año pasado para que añadan más latigazos al castigo que me espera».
Y después del maravilloso encuentro con su madre, aún le quedaba por sufrir la paliza…
Khalash!
Se cubrió el brazo hinchado con la clámide y se dirigió a los aposentos de su madre para pasar el mal trago.
Llamó a la puerta y esperó a que la abriera la doncella. Como era habitual, la mujer no le dirigió la palabra, porque esa zorra que llevaba atendiendo a su madre desde que era niña lo consideraba culpable de la ruina de su madre y lo odiaba con toda su alma por ello.
Con expresión desdeñosa, Dristas abrió la puerta del todo y le permitió pasar, mientras que los guardias lo esperaban en el pasillo.
Su madre se paseaba de un lado a otro por delante de la ventana orientada al patio trasero. Estaba más agitada de lo habitual.
—¡Hombres! Los odio a todos. Son seres inmundos, unos cerdos que deberían morir. Habría que destriparlos a todos. ¡A todos! ¡Que se pudran en el Tártaro durante toda la eternidad!
Estigio se detuvo de repente mientras los furiosos pensamientos de su madre resonaban en su cabeza. Desde luego que era un mal momento.
Hizo ademán de marcharse, pero su madre lo vio.
—¿Qué haces aquí? No eres mi Ryssa.
Y tanto que no lo era. Sus grandiosas dotes de observación siempre lo maravillaban.
Levantó el cofrecillo para que pudiera verlo.
—Te he traído un regalo de cumpleaños, matisera. Pero creo que es un mal momento.
Su madre lo miró de arriba abajo con asco.
—Otra baratija… otro tributo insignificante de un ingrato despreciable.
En realidad, no era así. Le había costado bastante.
«Debería haberme comprado el caballo que quería», pensó. Al menos, así obtendría algo de placer.
Y un poco de cariño, además.
—Te lo dejaré en la mesa. —Lo soltó con el corazón destrozado por el odio que sentía su madre hacia él—. Feliz cumpleaños. —Deseaba hacerla sonreír, aunque solo fuera una vez. Se volvió para marcharse.
En cuanto se dio la vuelta, su madre gritó.
Antes de que Estigio supiera qué le pasaba, sintió un dolor lacerante en el hombro derecho. Todas las doncellas comenzaron a chillar. Sus voces, que escuchaba dentro y fuera de su cabeza, eran tan fuertes que no podía entenderlas. Cuando se volvió, sintió otro dolor en el brazo, seguido de otro, y de otro más. Incapaz de comprender de dónde procedía la sensación, miró a su diminuta madre y vio el puñal ensangrentado que empuñaba.
Su madre hizo ademán de apuñalarlo de nuevo.
Estigio le agarró la muñeca con el brazo herido. La punta del puñal estaba suspendida sobre su corazón, que habría atravesado de no haber detenido el golpe.
—¿Matisera?
—No soy tu madre, ¡hijo de puta! —La reina consiguió zafarse de su débil apretón y, acto seguido, con el puñal sujeto entre ambas manos, se dejó caer sobre él con todo el peso de su cuerpo para clavarle el cuchillo en el pecho.
Estigio cayó al suelo mientras sus guardias por fin hacían acto de presencia para detenerla. Aturdido y dolorido, clavó la mirada en el techo, espantado por lo que acababa de suceder.
Su madre lo había apuñalado.
Varias veces.
Aún tenía el puñal clavado en el pecho… hasta la empuñadura. Se mordió el labio para cogerlo y sacarlo. La cálida sangre le empapó la ropa mientras él esperaba su final. Comenzaron a pitarle los oídos, acallando las voces de su cabeza y provocándole una inesperada sensación de paz.
—¿Estigio?
La voz de su tío parecía llegarle desde muy lejos. Sin embargo, no tenía deseos de regresar al infierno que era su vida. De modo que cerró los ojos y esperó a que Hermes lo llevara con Caronte, para que el antiguo dios lo trasladara hasta su lugar de descanso eterno.