—Has fallado, idiota. Mi hijo todavía vive y algún día nos bañaremos en tu sangre.
Ataviado con la armadura de la caballería griega para ocultar su identidad, Arcón, el regente de los dioses atlantes, se detuvo en mitad del oscuro pasillo al escuchar en su cabeza la voz burlona de su furiosa esposa. Un terrible presentimiento le atenazó el estómago.
—¿A qué te refieres?
—Bueno —contestó Apolimia, usando la telepatía—. Oh, Señor Todopoderoso y Omnisciente, me refiero a que todavía sigo atrapada en Kalosis y a que el bebé que llevas en brazos está muerto. ¿Qué conclusión sacas?
Que había matado al bebé equivocado.
¡Joder! Estaba convencido de que era el correcto.
Arcón se estremeció por el dolor de lo que había hecho y escuchó los gritos de la reina atlante, que seguía en el dormitorio donde él la había dejado y los maldecía por la muerte de su hijo recién nacido. Había sido un acto imperdonable, pero Apolimia no le había dejado otra salida. Se había negado a entregarle a su hijo y lo había ocultado en el plano humano para que Apóstolos viviera pese a su decreto de matarlo.
Si el hijo de Apolimia alcanzaba la madurez, todos ellos morirían. El panteón atlante y su pueblo. Pero a Apolimia no le importaba. Mientras Apóstolos viviera, los demás podían irse al cuerno.
Destrozado por haber sesgado la vida de un inocente por error, Arcón le entregó el cadáver del bebé al guardia que tenía a su derecha y le ordenó que se lo devolviera a la desconsolada madre.
—Apolimia, ¿dónde está tu hijo? —exigió saber.
Ella soltó una carcajada al escuchar su voz furiosa.
—En un lugar donde jamás podrás encontrarlo. Vamos, empieza a matar a todas las reinas embarazadas que existen en el plano humano y a sus hijos. ¡Te desafío a que lo hagas!
Arcón miró de reojo a los tres dioses que lo acompañaban, disfrazados igual que él, con la armadura de la caballería. La reina atlante los había tomado por soldados griegos enviados a matar a su hijo por venganza. Puesto que en realidad eran los dioses que la reina y su pueblo adoraban, no podían permitirse su odio. Porque sus poderes se alimentaban de la adoración de los atlantes.
Si decidían buscar en el plano humano donde reinaban otros dioses, tendrían que hacerlo con mucho sigilo. Sobre todo si la misión consistía en matar príncipes. Los humanos recurrirían a sus propios dioses, que a su vez exigirían una revancha para vengar a sus seguidores y eso provocaría un baño de sangre entre panteones enemigos.
«Eso me suena…», pensó Arcón.
Cuando sucedió, no fue divertido en absoluto.
Sin duda eso era lo que Apolimia ansiaba. Tal vez tanto o más que el hecho de recuperar a su hijo. Puesto que había nacido de los poderes más oscuros del universo, la diosa primigenia de la destrucción vivía para provocar la guerra. Era el aire que respiraba.
Disgustado y furioso por el error que había cometido, Arcón abandonó el plano humano y se teletransportó a su templo de Katoteros, donde moraban los dioses atlantes. Los tres dioses que lo habían acompañado a la Atlántida lo siguieron.
Ya en el interior del recargado templo y en cuanto recuperaron sus formas corpóreas, sus acompañantes lo miraron, expectantes.
—¿Y bien? —preguntó Misos, el dios atlante de la guerra—. ¿Lo has encontrado?
Arcón hizo un gesto negativo con la cabeza y después miró a Basi con los ojos entrecerrados. La preciosa y seductora diosa de los excesos fue una de las encargadas de esconder al hijo de Apolimia donde no pudieran encontrarlo. Por desgracia, la muy borracha no recordaba dónde había metido al bebé, salvo que lo dejó en el vientre de una humana ya embarazada… quizá. O quizá no.
«Gracias por tu ayuda, zorra. Ha sido muy útil», pensó.
Por esa misma razón la eligió Apolimia y la obligó a llevar a cabo el deplorable cometido. Basi era una inútil a la hora de transmitir información.
Arcón se despojó de la odiada armadura griega y adoptó su forma verdadera, la de un apuesto veinteañero rubio, tras lo cual hizo aparecer su atuendo habitual, la foremasta atlante de color azul oscuro.
—¿Recuerdas algo más?
El terror demudó el hermoso rostro de Basi.
—No, Arcón. Solo recuerdo que Poli me dijo que lo escondiera en una reina. Sí. En una reina. Creo que era en Grecia, pero no me acuerdo bien. ¿O fue en Sumeria? ¿En Acadia? ¿En Egipto? Creo que la reina era morena, pero a lo mejor era rubia, o pelirroja. No sé.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no matarla por su imbecilidad.
El hermano de Arcón, Misos, suspiró. Tanto sus poderes como su apariencia, era moreno y lucía una espesa barba, diferían por completo de los de Arcón.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora?
Arcón gruñó al pensar en la única opción posible.
—Salimos en busca de ese bastardo. Y lo encontraremos cueste lo que cueste.
Chara, la regordeta y pelirroja diosa de la alegría, lo miró ceñuda.
—Si nos adentramos en los dominios de otros panteones para buscarlo, tendremos que ocultar nuestros poderes. ¿Cómo vamos a localizar a Apóstolos sin ellos?
No sería fácil, pero…
—Conozco a mi mujer. El niño tendrá algo que lo diferencie de los otros mortales. Cuando veamos a Apóstolos, lo reconoceremos de inmediato y dudo mucho que nuestros poderes sirvan de algo, ya que Apolimia lo ha ocultado bien. Entretanto, los que se queden en Katoteros mientras los demás salen en su busca comenzarán a llamarlo para desquiciarlo. Eso también nos ayudará a identificarlo. Será el príncipe mortal que escucha las voces de los dioses atlantes aunque no los venere.
Bet’anya Agriosa se levantó del asiento que ocupaba junto a su madre, Sinfora. Su larga melena negra y su piel morena la diferenciaban del resto de los dioses atlantes.
—Para que conste, quiero expresar lo mucho que me disgusta todo esto. Aunque soy la diosa de la ira y de la desdicha, me resulta muy desagradable buscar a un niño inocente y matarlo por culpa de la profecía fortuita de tres niñas.
Arcón la miró echando chispas por los ojos.
—Mis hijas serán pequeñas, pero ostentan el poder de dos panteones juntos. Tú mejor que nadie sabes que eso las convierte en seres muy poderosos.
Aunque las hijas de Arcón eran fruto de su relación con la diosa griega Temis, el caso de Bet’anya no era el mismo. Su padre era el dios egipcio Set. Uno de los seres más poderosos que existían.
Algunos afirmaban incluso que Bet ostentaba más poder que la mismísima Apolimia, si bien Arcón no estaba dispuesto a comprobarlo.
Bet’anya enarcó una ceja.
—¿Y? Tú no me tienes miedo —dijo.
Arcón sabía que eso no era cierto, pero no pensaba cometer la tontería de confesarlo. Bet’anya poseía un sinfín de poderes oscuros y no quería ofenderla. Nadie con dos dedos de frente lo haría. La última vez que un dios la cabreó, el mundo estuvo a punto de llegar a su fin.
—Tus poderes no proceden de la misma fuente que los poderes de Apolimia. Y no sabemos qué poderes ostenta su hijo.
Misos hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Siendo el hijo de Apolimia y de Arcón, podría ser el más poderoso de todos los panteones.
Arcón inclinó la cabeza tras escuchar a su hermano.
—Tenemos veintiún años para encontrar a este niño y matarlo. No podemos fracasar. Cuanto antes acabemos con él, mejor para todos.
Bet’anya apretó los dientes mientras comenzaban a dividirse el mundo. Apolimia siempre había sido una de sus aliadas. Y ella no estuvo presente cuando los demás unieron sus poderes para encerrarla en el inframundo de Misos, Kalosis. Personalmente, no podía culpar a Apolimia por su enfado. Si se hubieran confabulado para encerrarla a ella mientras trataban de matar a su hijo… también les habría demostrado lo oscuros que podían ser sus poderes.
Pero le gustara o no, formaba parte del panteón y estaba obligada a buscar al niño.
Aunque podía hacerlo sin mucho empeño.
Su bisabuelo, Misos, se acercó a ella.
—¿En qué piensas, niña?
—Que es un día muy triste si un niño recién nacido puede suponer una amenaza para un panteón tan poderoso.
—Aunque estoy de acuerdo contigo, te recuerdo que otros panteones han caído por mucho menos. —La besó en la frente.
—Pues sí, tattas —replicó, empleando el término atlante para «abuelo»—. Me encargaré de buscar en el sur de Grecia y en Egipto, donde podré usar mis poderes para descubrirlo. Si está allí. —Miró al líder de la siniestra búsqueda y le dijo—: Arcón, tengo una pregunta. Has matado a un ciudadano atlante, a un príncipe, por error. ¿Cómo es posible que estando en casa y contando con todos tus poderes no hayas podido ver que era mortal?
—El hijo de la reina apestaba a poderes divinos. Por no mencionar que su marido murió mucho antes de que el niño fuera engendrado y, que sepamos, no ha tenido más amantes. Todo apuntaba a una intervención de Basi… —Y siguió, con voz amenazadora—: Obviamente, me equivoqué. Debería haber tenido en cuenta que Apolimia no nos lo pondría tan fácil.
Bet’anya enarcó una ceja al escucharlo. Solo había un dios ajeno a su panteón que pudiera ser el padre de la criatura.
—¿Era hijo de Apolo?
—Seguramente.
Bet’anya se estremeció. Aunque no temía a los dioses griegos, no quería participar en otra sangrienta guerra contra ellos. Cada vez que se enfrentaba a su vehemente imbecilidad, tenía la impresión de que perdía parte de su inteligencia.
—¿Y crees que al dios griego le parecerá bien lo que has hecho?
Arcón no parecía preocupado en absoluto.
—¿Por qué iba a importarle? Tiene un sinfín de bastardos a los que no les hace ni caso. Además, no se atreve a molestarnos porque la Atlántida es el único lugar donde sus apolitas pueden vivir en paz. Ningún otro panteón los tolera entre su gente.
En realidad, los beligerantes apolitas no eran sino una fuente de problemas en la Atlántida, pero Arcón no lo veía así. Para él, solo eran otro conjunto más de seres que veneraban a los dioses atlantes y alimentaban sus poderes.
Para Bet’anya, eran criaturas impredecibles que bien podían volverse contra ellos como seguir adorándolos. Cualquier cosa que fuera griega le daba asco. Los odiaba más que a cualquier otra raza.
Con el rabillo del ojo vio que Epitimia se escabullía por una puerta lateral. La diosa del deseo era alta, hermosa y rubia.
Intrigada por su comportamiento furtivo, Bet’anya la siguió.
—¿Epi?
La aludida se quedó petrificada al escucharla.
—¿Sí, Bet? ¿Necesitas algo?
—¿Qué estás ocultando?
Epitimia se tensó.
—Algo que no pienso revelar —contestó.
Renuente a caer en ese juego, Bet’anya señaló el salón que acababan de abandonar.
—En ese caso, tal vez sea mejor que se lo comente a Arcón, ¿no te parece?
—¡Ni se te ocurra! —Epitimia la agarró de un brazo y la llevó hasta un rincón para hablar sin que las escucharan—. Tengo que hacer algo que no quiero hacer.
—¿Matar a un bebé?
Epitimia resopló.
—Ojalá fuera eso. Sería fácil.
Dicho comentario de labios de una diosa con poderes procedentes de la luz era extraño. Si Epitimia no tenía problemas para matar, con razón ella era tan proclive a la violencia, pensó Bet’anya.
—Apolimia me ha obligado a formar parte de su plan y debo hacerlo. De lo contrario… Ni siquiera puedo contarte con qué me ha chantajeado, porque no puedo permitirme que se sepa. ¡La muy zorra!
Bet’anya frunció el ceño.
—¿Qué te ha ordenado que hagas?
—Traer a su hijo al mundo.
Bet’anya contuvo el aliento al comprender lo que eso implicaba.
—¿Todavía no ha nacido?
Epitimia negó con la cabeza.
—Como se lo digas a alguien, te juro que me uniré a Apolimia en tu contra.
Bet’anya la miró echando chispas por los ojos.
—No me amenaces —le dijo—. Te juro que me comeré tus entrañas, y me da igual que seas una diosa. Pero puedes estar tranquila. No me apetece matar a un bebé indefenso.
Epitimia la soltó.
—Me alegro. Porque tengo un plan. Apolimia quiere que supervise el nacimiento para asegurarme de que todo sale bien, y tengo la intención de ejercer de comadrona.
Bet’anya sintió un nudo en el estómago al escuchar las palabras de la diosa.
—¿Vas a tocar a un bebé que nacerá sin poderes divinos?
Epitimia asintió con la cabeza.
¡Qué crueldad!
—Los humanos lo despedazarán por el deseo de poseerlo. Y lo odiarán por ello.
Epitimia le guiñó un ojo.
—Me limito a cumplir las órdenes de Apolimia. Al pie de la letra.
—¿Por qué no le dices a Arcón…?
—Si lo hago, Apolimia me arrancará el corazón y se lo comeré. No pienso enfurecerla por nada. Ni siquiera puedo insinuar dónde está ahora ni puedo comentar detalle alguno sobre el nacimiento del niño. Me ha obligado a hacer un juramento.
Y los dioses atlantes no podían faltar a su palabra. De ahí que intentaran no darla nunca.
—Sería más compasivo matarlo durante el nacimiento que dejarlo sin protección después de que lo toques.
Epitimia levantó las manos.
—Apolimia no me lo permite. Así que voy a hacerlo a su modo. Y como se te ocurra decir algo…
—Te juro que jamás diré a sus perseguidores dónde está escondido ni lo que piensas hacer. —Tan pronto como esas palabras brotaron de sus labios, comprendió lo que acababa de hacer. Fue precisamente un desliz como ese lo que condenó al pobre Apóstolos.
Epitimia la miró furiosa.
—No me refería a… —Bet’anya comprendió que no hacía falta explicar nada—. De acuerdo. De todas formas, si lo encuentro, lo mataré.
La diosa del deseo se relajó.
—Buena suerte, Agriosa. —Y se marchó en dirección a su propio templo.
Bet’anya suspiró al escuchar la despedida de Epi, que le recordaba que también era una diosa de la caza. Detestaba la idea de hacerle daño a un bebé.
Fuera quien fuese.
Sin embargo…
Lo que había dicho era cierto. Darle muerte sería más benévolo para ese niño. Porque, de lo contrario, viviría en constante agonía. Nadie debería ser sometido a un destino tan atroz.
—Lo siento, Apóstolos.
Como en todas las batallas, cuando un soldado sufría una herida mortal de la que no podría recuperarse, lo mejor era acabar con su sufrimiento con rapidez, sin importar su edad.
Decidió que eso haría con Apóstolos y suplicó que algún día Apolimia la entendiera y la perdonara. Lo hacía por el bien de todos.
Pero sobre todo por el del niño.
Su única esperanza radicaba en encontrarlo antes que los demás. Porque los otros dioses no serían tan piadosos con él.