XI. Tolomei ruega por el rey.

Cuando Tolomei, a media tarde, regresó a su casa, su primer empleado le notificó en seguida que dos hombres le esperaban en la antecámara de su gabinete.

—Parecen muy irritados —agregó—. Están aquí desde la hora nona, sin haber comido nada, y dicen que no se moverán hasta que os hayan visto.

—Sí, ya sé quiénes son —respondió Tolomei—. Cerrad las puertas y reunid en mi gabinete a toda la gente de la casa, empleados, criados, palafreneros, y sirvientas. ¡Y de prisa! ¡Todo el mundo arriba!

Luego subió lentamente la escalera, adoptando el paso de un viejo abrumado por la desgracia; se detuvo un instante en el rellano, escuchando el tumulto que sus órdenes habían originado en la casa; esperó a que aparecieran las primeras cabezas en los escalones de abajo, y por último entró en la antecámara con ambas manos en la frente.

Los hermanos Cressay se levantaron y Juan, avanzando hacia él, exclamó:

—Maese Tolomei, nosotros somos…

Tolomei lo interrumpió con un gesto de su brazo.

—¡Sí, ya lo sé! —dijo con voz gimiente—. Sé quiénes sois, y sé también lo que venís a decirme. Pero esto no es nada en comparación con lo que nos aflige.

Como el otro quería proseguir, se volvió hacia la puerta y dijo al personal, que comenzaba a dejarse ver:

—Entrad, amigos míos, entrad todos; venid a escuchar la espantosa nueva de boca de vuestro dueño. Vamos, entrad, pequeños míos.

La estancia se llenó en seguida. Si los hermanos Cressay hubieran intentado el menor movimiento los hubieran desarmado al instante.

—Pero ¿qué significa esto, maese? —preguntó Pedro, a quien dominaba la impaciencia.

—Un momento, un momento —respondió Tolomei—. Lo ha de saber todo el mundo.

Y los hermanos Cressay, súbitamente inquietos, pensaron que el banquero iba a revelar públicamente su deshonor. Era más de lo que deseaban.

—¿Están todos? —preguntó Tolomei—. Entonces escuchadme, amigos míos.

Y no dijo nada. Se hizo un largo silencio. Tolomei había escondido la cara entre las manos, y daba la impresión de que estaba llorando.

Cuando descubrió el rostro, su único ojo abierto estaba lleno de lágrimas.

—Amigos míos, hijos míos —dijo al fin—, es algo demasiado espantoso. Nuestro rey… sí, nuestro bien amado rey acaba de morir.

La voz se le ahogaba en la garganta y se golpeaba el pecho como si fuera responsable de la muerte del soberano. Aprovechó el efecto de la sorpresa para ordenar:

—¡Todos de rodillas, y recemos por su alma!

Él mismo se dejó caer pesadamente en el suelo, y todo su personal lo imitó.

—¡De rodillas, monseñores! —dijo con tono de reproche a los dos hermanos Cressay, que, impresionados por la noticia y turbados por el espectáculo que tenían delante, eran los únicos que seguían en pie.

—In nomine patris… —comenzó Tolomeí.

Entonces estalló un concierto de estridentes lamentaciones. Las sirvientas de la casa, todas italianas, formaron un coro de plañideras, según la mejor tradición de su país.

¡Un uomo cosi buono, un signore tanto generoso! Il cielo ci la preso —gritaba la cocinera.

¡Ahime, ahime! Tanto buono, tanto generoso —contestaban criadas y lavanderas.

Con las faldas por encima de la cabeza, se balanceaban a derecha e izquierda, con las manos juntas levantadas hacia el techo.

¡Era come un padre per noi tutti! Era il protettore degli umili.

Il nostro padre, il nostro protettore, l’abbiamo perduto. ¡Ahime! ¡Ahime!

—¡Un hombre tan bueno, un señor tan generoso! El cielo nos lo ha quitado.

—¡Ay de mi, ay de mi! ¡Tan bueno, tan generoso!

—¡Era como un padre para todos nosotros! El protector de los humildes.

—¡Nuestro padre, nuestro protector, y lo hemos perdido! ¡Ay de mí, ay de mi!

Tolomei se había incorporado y circulaba entre su personal.

—¡Vamos, rezad, rezad con fervor! ¡Sí, era puro, sí, era santo! ¡Pecadores, eso es lo que somos nosotros, empedernidos pecadores! Rezad también vosotros, jóvenes —dijo señalando con la cabeza a los hermanos Cressay—. ¡También a vosotros os arrebatará la muerte! ¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos!

La escena duró sus buenos veinte minutos. Luego Tolomei ordenó:

—Cerrad las puertas, cerrad las ventanillas. Hoy es día de duelo; esta tarde no abriremos la banca.

Los servidores salieron, sorbiendo sus lágrimas. Cuando el primer empleado pasó junto a él, Tolomei le susurró:

—Sobre todo no paguéis nada. El oro tal vez cambiará de valor mañana…

Las mujeres seguían gritando aún mientras bajaban la escalera.

—¡Era el bienhechor del pueblo! —gemían—. ¡Jamás, jamás tendremos un rey tan bueno! Ahime…

Tolomei dejó caer el tapiz que cerraba la entrada de su gabinete.

—¡Ya veis! ¡Así pasan las glorias del mundo! —dijo.

Los dos Cressay, turbados y abatidos, estaban callados. Su drama personal se ahogaba en la general desgracia del reino. Además, sentían la fatiga de una noche de cabalgada, ¡y en que montura!

Su llegada a París, apenas apuntaba el día, montados los dos en una jaca con huélfago y llevando los viejos vestidos que usaban en el campo, habían provocado la risa a su paso.

Seguidos por un grupo de chillones rapazuelos, se habían perdido en el dédalo de calles de la ciudad. Tenían el estómago atrozmente vacío, y su aplomo, ya que no su resentimiento, se había debilitado grandemente al ver la suntuosa residencia de Tolomei. La riqueza que resplandecía por todas partes, el numeroso personal bien vestido y alimentado, los tapices, los muebles esculpidos, los esmaltes y marfiles…

«En realidad —pensaba cada uno de ellos sin atreverse a confiarlo al otro—, tal vez nos hayamos equivocado al mostrarnos tan quisquillosos con relación a la sangre; una fortuna como ésta bien vale por el rango de señor».

—¡Vamos, mis buenos amigos! —dijo Tolomei, con la familiaridad que le permitía haber rezado en común—. Hablemos de ese penoso asunto, ya que, a pesar de todo, hay que seguir viviendo, y el mundo debe continuar, a pesar de los que se van. Naturalmente, queréis hablarme de mi sobrino. ¡Bandido! ¡Malvado! ¡Hacerme eso a mi, que lo he llenado de bondades! ¡Miserable joven que no tiene vergüenza! Sólo me faltaba hoy este nuevo dolor… Lo sé, lo sé todo. Esta mañana me ha hecho llegar un mensaje. Ante vos tenéis a un hombre deshecho.

Estaba ante ellos un poco encorvado, con la mirada baja, en actitud de total abatimiento.

—Y además un cobarde —continuó—. ¡Un cobarde! Siento vergüenza al confesarlo, monseñores. No se ha atrevido a afrontar mi cólera; ha partido como una flecha a Siena. Ya debe de estar lejos. Ahora, amigos míos, ¿qué vamos a hacer?

Daba la impresión de confiarse a ellos, de casi pedirles consejo. Los dos hermanos lo miraban y se miraban. Nada sucedía como ellos habían imaginado.

Tolomei los observaba a través de su párpado casi cerrado. «Está bien —se decía—. Ahora los tengo en mis manos ya no son peligrosos; sólo se trata de encontrar la manera de enviarlos a casa sin darles nada».

De repente se exaltó.

—¡Pero lo desheredo, oídlo bien, lo desheredo! ¡No tendrás ni un sueldo de mí, pequeño miserable! —gritó moviendo la mano en la vaga dirección a Siena—. ¡Nada! ¡Jamás! ¡Lo dejaré todo a los pobres y a los conventos! Y si algún día cae en mis manos, lo entregaré a la justicia del rey, ¡ay, ay! ¡El rey ha muerto!

Poco faltó para que los otros dos se pusieran a consolarlo.

Tolomei juzgó entonces que ya estaban preparados para hacerlos entrar en razón. Todas las quejas, todos los reproches que iban a hacerle, los aceptaba, los aprobaba; incluso los sobrepasaba. ¿Pero qué podían hacer ahora? ¿De qué serviría un proceso, muy costoso para gente sin fortuna, cuando el culpable estaba fuera de alcance y antes de seis días habría cruzado las fronteras? ¿Rehabilitaría eso a su hermana? El escándalo no perjudicaría más que a ellos mismos. Tolomei se esforzaría en reparar el mal cometido; tenía altas y poderosas amistades; era amigo de monseñor de Valois, de monseñor de Artois, de messire de Bouville… Ya encontraría un lugar para María donde pudiera dar a luz el fruto de su pecado, en el mayor secreto, y luego, ya procuraría encontrarle una situación. Tal vez, por un tiempo, un convento podría acoger su arrepentimiento. ¡Que tuvieran confianza en Tolomei! ¿No había demostrado a los Cressay que era hombre de buen corazón al retrasar el crédito de trescientas libras que debían haberle pagado…?

—Si hubiera querido, vuestro castillo sería mio desde hace dos años. ¿Lo he querido? No. Bien lo sabéis.

Los dos hermanos, ya muy vacilantes, comprendieron fácilmente la amenaza que, con tono tan paternal, lanzaba el banquero sobre ellos.

—Entendámonos, yo no os reclamo nada —agregó éste.

Pero si se ponía el caso en manos de la justicia, forzosamente él tendría que hacer un estado de sus cuentas, y los jueces podrían apreciar de manera poco favorable para los Cressay el hecho de haber aceptado tantos regalos de Guccio.

De modo que ellos eran unos bravos mozos y se irían a una buena posada, a pasar la noche, después de recuperar fuerzas y sin pensar en el gasto. Allí esperarían que Tolomei se ocupara del asunto. Pensaba proponerles al día siguiente algunas medidas satisfactorias para su honor. Ante todo, evitar el escándalo.

Pedro y Juan de Cressay se rindieron a sus razones e incluso, al despedirse, le estrecharon la mano con cierta efusión.

En cuanto salieron, Tolomei se dejó caer en una silla. Se sentía cansado, y resoplaba con sus gruesas y oscuras mejillas.

«Siempre y cuando muera el rey», se dijo.

Porque, al abandonar Vincennes, Luis X todavía respiraba; pero nadie creía que le quedaran muchas horas.