IX. El monje ha muerto.

El mismo acontecimiento natural que, en la corte de Francia, hacía tan felices a la reina y a la condesa de Poitiers, iba a sembrar el drama y el desastre en una pequeña mansión a diez leguas de París.

Desde hacía varias semanas, María de Cressay tenía el rostro demudado por la angustia y la pena. Casi no respondía a las preguntas que le hacían. Sus ojos, de un color azul oscuro, se habían agrandado con un cerco malva; y una pequeña vena se dibujaba en su sien transparente. Su actitud era de extravío.

—¿No habrá recaído en su languidez, como el año pasado? —decía el hermano Pedro.

—No, ahora no adelgaza —respondía la señora Eliabel—. Es pena de amor; creo que tiene demasiado metido en la cabeza a ese Guccio. Es hora de casarla.

Pero el primo de Saint-Venant, en el que habían pensado los Cressay, había contestado que, por el momento, estaba demasiado ocupado en los asuntos del Artois para pensar en matrimonio.

—Ha debido de informarse sobre el estado de nuestros bienes —decía Pedro de Cressay—. Ya veréis, madre mía, ya veréis como tal vez un día lamentaremos haber desdeñado a Guccio.

El joven Lombardo continuaba siendo bien recibido en la mansión, donde fingían tratarlo como amigo, igual que antes. El crédito de trescientas libras seguía en pie, así como sus intereses. Por otra parte, todavía escaseaban los alimentos, y habían observado que la banca de Neauphle sólo estaba provista de víveres los días en que María iba a buscarlos. Juan de Cressay, por un prurito de dignidad, pedía a veces a Guccio la cuenta de la deuda; pero una vez la nota en su poder, se olvidaba de pagar ni una pequeña parte. Y la señora Eliabel continuaba dejando ir a su hija a Neauphle una vez por semana, pero haciéndola acompañar por una sirvienta y midiéndole cuidadosamente el tiempo.

Las entrevistas clandestinas de los dos esposos eran, pues, raras. Pero la joven sirvienta se mostraba sensible a la generosidad de Guccio y además Ricardo, el primer empleado, no le era indiferente. Soñaba con tener una posición burguesa, y se entretenía de buen grado entre los cofres y los registros, escuchando el agradable tintineo de la plata en las balanzas, mientras el primer piso albergaba precipitados amores.

Estos minutos robados a la vigilancia de la familia Cressay y a las prohibiciones del mundo, eran como retazos de luz para este extraño matrimonio que no contaba ni con diez horas de vida común. Guccio y María vivían toda la semana del recuerdo de estos instantes; el encanto de su noche de bodas no se había desvanecido. Sin embargo, en los últimos encuentros, Guccio observó un cambio en el semblante de su joven esposa. También él, como la señora Eliabel, había notado en María la ansiedad de su mirada, su tristeza y la nueva sombra bajo sus ojos, que le comía las mejillas.

Atribuyó aquellos signos a las dificultades y amenazas que pesaban sobre su situación realmente falsa. La felicidad dispensada en mínimas dosis y envueltas siempre en retazos de disimulo, pronto se convierte en tortura. «Es ella la que no quiere revelar nuestro secreto —se decía—. Pretende que su familia jamás querrá reconocer nuestro matrimonio, y que me hará perseguir. Y mi tío es del mismo parecer. ¿Qué hacer pues?».

—¿Qué os inquieta, mi bien amada? —le preguntó el tercer día de junio—. Desde los últimos encuentros, cada vez os veo menos feliz. ¿Qué teméis? Ya sabéis que estoy aquí para defenderos de todo.

Ante la ventana se abría un cerezo en flor, rumoroso de pájaros y avispas. María se volvió, con los ojos humedecidos.

—De lo que me llega, mi dulce amado —dijo—, ni vos mismo podéis defenderme.

—¿Qué es lo que os llega?

—Nada más que lo que, Dios mediante, debe venirme de vos —respondió María, bajando la cabeza.

Guccio quiso asegurarse de haber comprendido bien.

—¿Un hijo? —murmuró.

—Temía confesarlo. Tengo miedo de que ahora me améis menos.

Guccio permaneció unos segundos sin poder pronunciar palabra, ya que no se le ocurría ninguna. Luego, le cogió la cara entre las manos y la obligó a mirarlo.

Como casi todos los seres destinados a la locura de la pasión, María tenía un ojo ligeramente menor que el otro; esta pequeña diferencia que nada perjudicaba a la belleza de su rostro, se acentuaba con la preocupación que sentía y hacía su expresión más emocionante.

—María, ¿no os hace feliz? —dijo Guccio.

—¡Oh, si, seré feliz si vos lo sois también!

—¡Pero si es maravilloso, María! —exclamó él—. ¡Ahora deberán pregonarse nuestros esponsales a los cuatro vientos! Y vuestra familia se verá obligada a ceder. ¡Un hijo! ¡Un hijo!

La miraba de arriba a abajo, deslumbrado. Se sentía hombre, se sentía fuerte. Poco faltó para que se asomara a la ventana y gritara la noticia a todo el burgo.

Este joven, en el momento en que le ocurría algo, veía siempre el lado bueno. Sólo al día siguiente se daba cuenta de los trastornos que podían acarrearle sus actos.

Desde abajo llegó la voz de la sirvienta, recordándoles la hora.

—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? —dijo María—. No me atreveré nunca a confesarlo a mi madre.

—Soy yo quien irá a decírselo —respondió Guccio.

—Esperad, esperad todavía una semana.

La precedió por la estrecha escalera de madera, tendiéndole las manos, para ayudarle a bajar, peldaño a peldaño, como si se hubiera hecho eminentemente frágil y tuviera que sostenerla a cada paso que daba.

—Pero si todavía no siento ninguna molestia… —dijo ella.

Guccio se dio cuenta de su cómica actitud, y soltó una risa de felicidad. Luego la estrechó en sus brazos y se dieron un beso tan largo que ella quedó sin respiración.

—Tengo que irme, tengo que irme —musitó.

Pero la alegría de Guccio era contagiosa, y María marchaba tranquilizada. Volvía a sentir confianza simplemente porque Guccio compartía su secreto.

—¡Ya veréis, ya veréis cuan hermosa será nuestra vida! —le dijo mientras la acompañaba hasta la puerta del jardín.

Es un gran acto de sabiduría y piedad, por parte del Creador, habernos impedido conocer el porvenir, al tiempo que nos ha otorgado las delicias del recuerdo y la ilusión de la esperanza. Pocas personas querrían sobrevivir si supieran lo que les espera. ¿Qué hubieran hecho estos dos esposos, estos dos amantes, si hubieran sabido aquella mañana que no volverían a verse en toda su vida?

María regresó cantando durante todo el camino, bordeado de prados y árboles en flor. Quiso detenerse a orillas del Mauldre para recoger lirios.

—Son para adornar la capilla —dijo.

—Señora, daos prisa —le respondió la sirvienta—; os van a reñir.

María entró en la mansión, subió directamente a su cuarto y al abrir la puerta creyó que el suelo se hundía bajo sus pies. La señora Eliabel estaba en el centro de la pieza observando una sobrevesta descosida por el talle. María vio extendida sobre la cama toda su escasa ropa que ella había ensanchado de la misma manera.

—¿De dónde vienes tan tarde? —preguntó la señora Eliabel fríamente.

María no dijo palabra, y dejó caer los lirios que todavía llevaba en la mano.

—No necesito que hables para saberlo —continuó la señora Eliabel—. Desnúdate.

—¡Madre mía!… —gimió María con voz entrecortada.

—¡Te ordeno que te desnudes!

—Jamás —replicó María.

Una sonora bofetada respondió a su negativa.

—Y ahora, ¿vas a someterte? ¿Vas a confesar tu pecado?

—¡No he pecado! —respondió María violentamente.

—¿Y de dónde te viene esa gordura? —preguntó la señora Eliabel, mostrando los vestidos.

Su cólera creció al ver ante ella, no una niña dócil a la voluntad materna, sino de repente una mujer que la afrontaba.

—Pues bien, sí, voy a ser madre; si, es Guccio —exclamó María—, y no me avergüenzo, ya que no he pecado. Guccio es mi marido.

La señora Eliabel no concedió ningún crédito al relato de la boda de medianoche; y aunque lo hubiera admitido como cierto, nada habría cambiado. María había obrado en contra de la voluntad de la familia, contra la autoridad paterna, ejercida, en nombre del padre muerto, por la madre y el hermano mayor. Una hija no tenía derecho a disponer de sí misma. Y luego, aquel monje italiano podía muy bien ser un monje falso. No, decididamente no creía en aquel matrimonio.

—¡En la hora de mi muerte, madre mía, en la hora de mi muerte no confesaré otra cosa distinta de la que os he dicho! —repetía María.

La tormenta duró una larga hora; finalmente, la señora Eliabel encerró a su hija con doble cerrojo.

—¡Al convento! ¡Irás al convento de jóvenes arrepentidas! —le gritó a través de la puerta.

Y María se deshizo en sollozos entre sus ropas esparcidas.

La señora Eliabel tuvo que esperar hasta la noche, en que regresaban del campo, para poner a sus hijos al corriente de la noticia. El consejo de familia fue breve. La cólera se apoderó de los dos jóvenes, y Pedro, sintiéndose casi culpable por haber defendido a Guccio, se mostró el más exaltado, el más dispuesto a la venganza. ¡Habían deshonrado a su hermana! ¡Los habían traicionado abominablemente bajo su propio techo! ¡Un Lombardo! ¡Un usurero! Iban a clavarlo por el vientre en la puerta de su banca.

Volvieron a ensillar los caballos, y armados de sus chuzos de caza, corrieron hacia Neauphle.

Pero aquella noche, Guccio, demasiado agitado para poder dormir, había salido a pasear por el jardín. La noche estaba constelada de estrellas, impregnada de perfume; la primavera de la Isla-de-Francia en su apogeo cargaba el aire de un sabor fresco de savia y de rocío.

En medio del silencio del campo, Guccio escuchaba complacido el rechinar de sus zapatos… un paso fuerte…, un paso débil sobre la grava, y la alegría no le cabía en el pecho.

«Y pensar que seis meses atrás yacía en una malhadada cama de hospital… ¡Qué hermoso es vivir!».

Soñaba. Mientras tenía amenazado su presente, soñaba en su venturoso futuro. Veía ya crecer en torno de él una numerosa prole nacida de un maravilloso amor, que mezclaría en sus venas la libre sangre de Siena con la noble sangre de Francia. Iba a ser el gran Babiloni, jefe de una poderosa dinastía. Pensaba afrancesar su nombre; sería Balion, de Neauphle. El rey le concedería un señorío, y el hijo que llevaba María, porque no tenía la menor duda de que nacería varón, sería un día armado caballero.

No lo sacó de su ensueño más que el ruido de una galopada sobre el empedrado de Neauphle, que se detuvo ante la banca.

La aldaba de la puerta resonó con violencia.

—¿Dónde esta ese bribón, ese granuja, ese judío? —gritó una voz que Guccio reconoció en seguida como la de Pedro de Cressay.

Y como no abriera inmediatamente, los dos hermanos empezaron a aporrear la hoja de la puerta con el mango de los chuzos. Guccio se llevó la mano a la cintura. No llevaba la daga. Oyó a Ricardo bajar las escaleras pesadamente.

—¡Ya va, ya va! ¡Ahora voy! —decía el primer empleado con voz de hombre descontento por haber sido sacado de la cama.

Luego se oyó el ruido de los cerrojos al descorrerse y, poco después, el estallido de una furiosa discusión, de la que Guccio sólo percibía fragmentos.

—¿Dónde está tu dueño? ¡Queremos verlo inmediatamente!

Guccio no oía las respuestas de Ricardo, pero la voz de los hermanos Cressay se hacía cada vez más fuerte.

—¡Ese perro, ese usurero, ha deshonrado a nuestra hermana! ¡No nos iremos hasta que le hayamos arrancado la piel!

La discusión terminó con un gran grito. Seguramente habían golpeado a Ricardo.

—¡Danos luz! —gritó Juan de Cressay.

Y Guccio aún oyó la voz de Juan, que gritaba a través de la casa:

—¡Guccio! ¿Dónde te escondes? ¡Sólo tienes valor con las muchachas! ¡Atrévete a salir, hediondo cobarde!

Los postigos se habían entreabierto en las casas de la plaza. Los lugareños escuchaban, susurraban, sonreían burlonamente; pero ninguno se asomó. Un escándalo siempre es divertido. Y luego, la jugada hecha a sus señores, a aquellos dos jóvenes que los trataban con tanta altivez y continuamente los requerían para trabajar gratuitamente, les complacía bastante. De poder elegir, se hubieran quedado con el Lombardo, pero sin llegar a arriesgarse a una paliza por él.

A Guccio no le faltaba valor, pero le quedaba un poco de cerebro; de nada le hubiera servido, no teniendo a mano ni siquiera un cuchillo, enfrentarse con dos hombres furiosos y armados.

Mientras los hermanos Cressay registraban la casa, y descargaban su cólera sobre los muebles, Guccio corrió hacia la cuadra. Aún le llegó la voz de Ricardo, que gemía:

—¡Mis libros! ¡Mis libros!

«Peor para ellos —pensó Guccio—; no lograrán hacer saltar los cofres».

La luna reflejaba suficiente claridad para permitirle pasar rápidamente la brida a su caballo y echarle una silla sobre los lomos; lo cinchó a ciegas, se agarró a la crin para ayudarse a montar, y escapó por la puerta del jardín. Así salió de la banca.

Al oír el galope, los hermanos Cressay se precipitaron a la ventana.

—¡Huye, huye el muy cobarde! ¡Toma la ruta de París! ¡A él, a él! ¡Cortadle el camino, villanos!

Naturalmente, nadie se movió.

Entonces los dos hermanos salieron de la banca y se lanzaron en persecución de Guccio.

Pero la montura del joven Lombardo era de buena casta, y salía fresca del establo. Los caballos de los Cressay eran pobres jacas del campo, y tenían ya sobre sus lomos toda una jornada. Hacia Rennemoulins, una de ellas empezó a cojear tanto que fue necesario abandonarla, y los dos hermanos tuvieron que montar en el otro caballo, que por añadidura, por padecer del huélfago, producía con las narices un ruido como de rallar madera.

Por ello Guccio les tomó mucha delantera. Llegó a la calle de los Lombardos al amanecer, y sacó a su tío de la cama.

—¡El monje! ¿Dónde está el monje? —preguntó.

—¿Qué monje, Guccio mío? ¿Qué te ocurre? ¿Quieres ahora entrar en religión?

—No, tío Spinello, no os burléis. Tengo que encontrar al monje que me casó. ¡Me persiguen, y mi vida está en peligro!

Contó de un tirón su historia; le era indispensable obtener el testimonio del monje.

Tolomei lo escuchaba con un ojo abierto y el otro cerrado. Bostezó dos veces, lo que exasperó a Guccio.

—No te excites tanto. Tu monje ha muerto —dijo al fin Tolomei.

—¿Muerto?… —exclamó Guccio.

—¡Sí, muerto! Tu estúpido matrimonio te ha evitado al menos su misma suerte, porque si hubieras ido, como quería Roberto de Artois, a llevar su mensaje a los aliados, seguramente no tendrías que inquietarte por los sobrinos-nietos que me das sin que yo te los haya pedido. Fray Vincenzo fue asesinado cerca de Saint-Pol por la gente de Thierry de Hirson. Llevaba consigo cien libras mías. ¡Ah, me cuesta caro ese monseñor Roberto!

Tolomei llamó a un criado para que le trajera una palangana de agua templada y sus vestidos.

—Pero ¿qué voy a hacer, tío Spinello? ¿Cómo demostrar que verdaderamente soy el esposo de María?

—Eso no es lo más importante —dijo Tolomei—. Aunque tu apellido y el de tu doncella estuvieran inscritos en un registro, nada cambiaría. No por eso dejarías de estar casado con una hija de la nobleza sin consentimiento de los suyos. Los mozos que te persiguen pueden sacarte tranquilamente la sangre sin ningún temor. Son nobles, y esa gente puede asesinar impunemente. Cuando más, tendrían que pagar la multa exigida por matar a un Lombardo, que no es muy elevada. Y hasta quizá los felicitarían.

—¡En buen lío me he metido!

—Bien puedes decirlo —asintió Tolomei, hundiendo la cabeza en el agua.

Resopló durante unos segundos, y se secó con una tela de lienzo.

—Bien, me parece que hoy no tendré tiempo de hacerme afeitar. ¡Ah, he sido tan necio como tú!…

Estaba visiblemente preocupado.

—Lo primero que hay que hacer es ponerte a salvo —continuó—. Nada de esconderse en casa de un Lombardo. Si tus perseguidores han amotinado al pueblo, requerirán también al preboste de Paris, y no encontrándote aquí, enviarán a la ronda a registrar las casas de todos nosotros. ¡Ah, buena cara me vas a hacer poner ante las otras Compañías!

—Déjame pensar… ¡Ah, si! ¿Y Boccaccio, el viajante de los Bardi?

—Pero, tío mío, Boccaccio es Lombardo como nosotros y, además, ahora se encuentra fuera de Francia.

—Sí, pero es del agrado de una dama que pertenece a la burguesía de París con la cual ha tenido un hijo, sin ser casado. Es buena persona, lo sé, y al menos, ella comprenderá tu problema. Irás a solicitarle refugio… Yo me encargo de tus queridos cuñados cuando se presenten… a menos que ellos se encarguen de mí y esta noche te quedes sin tío.

—¡Oh, no, no temáis. Son violentos pero nobles. Respetarán vuestra edad!

—¡Buena armadura tener las piernas débiles!

—Tal vez se hayan cansado en el camino y no vengan.

Tolomei emergió del vestido que acababa de pasarse por encima de la camisa de día.

—Eso me extrañaría mucho —respondió—. De todas formas, querrán demandarnos y levantarnos proceso. Tendré que poner sobre aviso a alguna persona de categoría para que detenga el asunto antes de que se promueva escándalo… Podría dirigirme a monseñor Valois; pero él promete, promete pero no cumple. ¿Monseñor Roberto? Sería como encargar a los heraldos de la ciudad que proclamaran la noticia a los cuatro vientos.

—¡La reina Clemencia! —dijo Guccio—. Ella me apreciaba durante el viaje…

—¡Ya te respondí sobre esto en otra ocasión! La reina se dirigirá al rey, quien se dirigirá al canciller…, y éste alborotaría a todo el Parlamento. ¡Bonita causa íbamos a tener!

—¿Y por qué no a Bouville?

—¡Ah! Ésa es una buena idea —exclamó Tolomei—. Tal vez la primera que tienes desde hace seis meses. Bouville… claro que sí… No brilla por su inteligencia, pero conserva su influencia por haber sido chambelán del rey Felipe. No está comprometido en intrigas, y tiene cara de hombre honrado…

—Y además me aprecia mucho —dijo Guccio.

—¡Sí, ya lo sabemos! Decididamente, todo el mundo te aprecia. Un poco menos de amor nos iría muy bien. Anda, ve a esconderte en casa de esa dama de tu amigo Boccaccio, y… por favor, que no se ponga a amarte también. Yo voy corriendo a Vincennes para hablar a Bouville. Ya ves, probablemente Bouville es el único hombre que no me debe nada, y a él precisamente he de ir a pedirle algo.