VIII. En ausencia del Rey.

Uno de los últimos días de mayo, cuando el rey había ido de caza con halcón, anunciaron a la reina Clemencia la visita de la condesa de Poitiers. Las dos cuñadas se veían frecuentemente, y Juana jamás dejaba de manifestarle el reconocimiento que le debía por haberle conseguido su perdón. Clemencia, por su parte, se sentía ligada a la condesa de Poitiers por esa ternura que se experimenta tan de buen grado hacia las personas a quienes se ha hecho algún bien.

Aunque la reina, cuando se enteró de que Juana estaba encinta, tuvo un momento de celos, o más exactamente la sensación de ser víctima de una injusticia del destino, este sentimiento desapareció en seguida al saber que también ella se encontraba en el mismo estado. Más aún, sus embarazos parecían haber acercado a las dos cuñadas. Charlaban largamente de su salud, del régimen que observaban, de los cuidados que debían tener, y Juana que, antes de su condena, había dado a luz tres niñas, comunicaba a Clemencia sus experiencias.

Todo el mundo admiraba la elegancia con que Juana llevaba el embarazo de más de siete meses. Entró en la habitación de la reina con la cabeza erguida, seguro el paso, su rostro fresco y armonioso como siempre; su vestido convenientemente ensanchado.

La reina se levantó para recibirla, pero la sonrisa que tenía en sus labios se desvaneció al ver que Juana no llegaba sola; detrás de ella entraba la condesa de Artois.

—Señora hermana mía —dijo Juana—, quería rogaros que mostrarais a mi madre los tapices de hermoso tejido con que habéis adornado y dividido últimamente vuestra habitación.

—En efecto —dijo Mahaut—, mi hija me los ha elogiado tanto que he sentido deseos de admirarlos yo también. Ya sabéis que soy muy entendida en ese género de trabajo.

Clemencia estaba perpleja. Le disgustaba quebrantar las decisiones de su marido, que había prohibido a Mahaut aparecer por la corte; pero, por otra parte, le parecía poco hábil despedir a la terrible condesa, ahora que había llegado, amparándose en el estado de su hija como si fuera protegida por un escudo. «Su visita debe tener algún motivo grave —pensó Clemencia—. Tal vez busque un medio de ser perdonada sin demasiada humillación. Seguramente lo de mis tapices no es más que una excusa».

Fingió, pues, creer en el pretexto y condujo a las dos visitantes a la cámara cuya distribución acababa de cambiarse.

Los tapices no sólo servían para decorar las paredes, sino que también, colgados del techo, dividían la habitación, excesivamente amplia, en pequeñas piezas más íntimas, más fáciles de calentar y que permitían a los soberanos aislarse de sus damas y servidores. Era como si los príncipes nómadas hubieran levantado sus tiendas en el interior de un edificio.

La serie de tapices que poseía Clemencia representaban escenas de caza en paisajes exóticos, en los que una cantidad de tigres, leones y otros animales salvajes galopaban bajo naranjos y donde pájaros de extraño plumaje revoloteaban entre flores. Los cazadores y sus armas sólo aparecían en el fondo del cuadro, medio ocultos por el follaje, como si el artista hubiera tenido vergüenza de exhibir al hombre en sus instintos de animal de presa.

—¡Ah, qué hermosura —exclamó Mahaut— y qué placer se siente al ver telas de alto lizo tan bien trabajadas!

Se acercó, palpó el tejido, lo acarició.

—Mirad, Juana —continuó—, qué bien unido y suave está el hilo. Fijaos en el bonito contraste que forma este fondo de ramaje y estas flores de añil con el hermoso rojo de quermés con que están hechas las plumas de estos papagayos. ¡Verdaderamente, hay aquí mucho arte en el manejo de las lanas!

Clemencia la observaba con cierto asombro. Los ojos grises de la condesa Mahaut brillaban de alegría y su mano se suavizaba; con la cabeza ligeramente ladeada, se complacía en contemplar la delicadeza de los contornos y el contraste de los tintes. Esta extraña mujer, fuerte como un guerrero, astuta como un canónigo, feroz en sus apetitos y en sus odios, se abandonaba, desarmada de repente ante el encanto de un tapiz de lizo alto. Y la verdad es que era la mujer más experta que sobre estas cosas había en el reino[29].

—Verdaderamente, es una buena elección, prima mía —continuó—, y os felicito por ella. Estas telas darían aire de fiesta a la más fea muralla. Están hechas a la manera de Arrás, y sin embargo las lanas brillan con más ardor en la trama. La gente que os las ha confeccionado es muy hábil.

—Son los artesanos de lizo alto que trabajan en mi país —explicó Clemencia—; pero debo confesaros que provienen del vuestro, al menos los maestros tejedores. Mi abuela, que me ha enviado estos tapices de figuras para reemplazar los regalos desaparecidos en el mar, me ha cedido también a sus artesanos. Los he instalado cerca de aquí, y por un tiempo van a seguir tejiendo para mí y para la corte. Si os agrada emplearlos, o bien a Juana, podéis disponer de ellos. Les pedís el dibujo que os guste, y ellos con sus manos y brocas os reproducirán exactamente la imagen.

—Pues bien, trato hecho, prima mía; acepto complacida —declaró Mahaut—. Deseo adornar un poco mi residencia, donde me aburro… y puesto que messire de Conflans gobierna a mis tejedores de Arrás, el rey me perdonará que ponga un poco bajo mis manos a los vuestros de Nápoles.

Clemencia recibió la ironía tal como había sido dicha, con una media sonrisa. Entre ella y la condesa de Artois acababa de establecerse, en un instante, esa concomitancia del gusto común por el lujo y las obras de arte.

Mientras la reina seguía mostrando a Juana los tapices de las paredes, Mahaut se dirigió hacia los que aislaban el lecho real, junto al que había visto una copa llena de almendras garrapiñadas.

—¿Está el rey rodeado también de tapices de figuras? —preguntó a Clemencia.

—No. Luis todavía no los tiene en su habitación. Vale decir que duerme muy pocas veces en ella.

—Eso demuestra que le agrada mucho vuestra compañía, prima mía —repuso Mahaut alegremente—. Por otra parte, ¿qué hombre no apreciaría criatura tan hermosa?

—Temía —continuó Clemencia con el tranquilo impudor de las almas puras— que Luis se alejase de mí por estar embarazada. ¡Pues bien! No lo ha hecho. ¡Oh, dormimos muy cristianamente!

—Lo celebro, verdaderamente lo celebro —dijo Mahaut—. Continúa durmiendo con vos. ¡Qué buen esposo tenéis! El mío, que Dios guarde, no hacía lo mismo.

Había llegado junto a la mesita de noche.

—¿Puedo, prima mía? —preguntó, señalando la copa—. ¿Sabéis que me habéis hecho aficionar a las almendras garrapiñadas?

A pesar del dolor de boca que seguía mortificándola, cogió una y la mordió estoicamente.

—¡Oh, qué amarga! —dijo—. Voy a tomar otra.

Dando la espalda a la reina y a Juana de Poitiers, que estaban a menos de cinco pasos, sacó de su escarcela una almendra garrapiñada hecha en su casa, y la deslizó en la copa.

«Nada se parece más a una almendra garrapiñada que otra almendra garrapiñada —se dijo—, y, si encuentra ésta un poco áspera, creerá que es amarga».

Se acercó a las dos mujeres.

—Vamos, Juana —continuó—, decid ahora a vuestra señora cuñada lo que guardáis en el corazón, y que tanto deseáis hacerle saber.

—La verdad es, hermana mía —dijo Juana vacilando un poco—, que quería confiaros mi pena.

«Ya está, por fin voy a saber el motivo de su venida», pensó Clemencia.

—Mi esposo está muy lejos —continuó Juana— y su ausencia me inquieta el alma. ¿No podríais conseguir del rey que Felipe regresara para el momento de mi parto? En estos casos no gusta tener al marido lejos. Tal vez sea debilidad, pero una se siente como protegida y los dolores que ocasiona el hijo parecen menores si el padre está cerca. Pronto lo experimentaréis, hermana mía.

Mahaut se había guardado de poner al corriente a Juana de su plan, pero se servía de su hija para realizarlo. «Si el golpe tiene éxito —había pensado—, convendría que Felipe regresara a París lo antes posible para tomar el poder como regente». La petición de Juana era la que más podía emocionar a Clemencia. Ésta, que había temido que le hablaran del Artois, se sintió aliviada al ver que sólo se trataba de una llamada a su bondad. Haría todo lo que estuviera a su alcance para que se cumplieran los deseos de Juana.

La condesa de Poitiers le besó las manos, y Mahaut la imitó, exclamando:

—¡Ah, qué buena señora sois! ¡Ya le dije a Juana que el único recurso erais vos!

Al salir de Vincennes para regresar a Conflans, Mahaut se decía: «Ya está hecho… Ahora sólo falta esperar. ¿Qué día la comerá? ¿Esta tarde quizá, o bien dentro de tres días? A menos que Clemencia… Ella no es aficionada a los dulces, pero quizás, por un capricho de su estado, se le ocurra comer una y precisamente ésa. ¡Bah! También sería buen castigo quitarle a Luis de un golpe a su mujer y a su hijo… También podría ocurrir que el ayuda de cámara cambiara las almendras antes de que se acaben. Entonces tendría que rehacer el trabajo…».

—Estáis muy silenciosa, madre mía —dijo Juana—. Esta entrevista se ha desarrollado muy bien. ¿Os ha disgustado algo?

—Nada, hija mía, nada en absoluto —respondió Mahaut—. Hemos dado un buen paso.