V. El corneta.

Por aquellos mismos días de finales de enero en que Guccio se casaba secretamente con María de Cressay, la corte de Francia, para cumplir un voto de la reina Clemencia se dirigía en peregrinación a Amiens. Después de haber pasado, con los pies en el barro, la última parte del camino, y haber atravesado la ciudad cantando salmos, los reales peregrinos recorrieron arrodillados la nave de la catedral, para acabar finalmente, con un lento y penoso reptar, ante la supuesta cabeza de San Juan Bautista expuesta en una capilla lateral.

La reliquia provenía de un tal Wallon de Sartou, cruzado en 1202, que se había dedicado a buscar restos piadosos y había traído en su equipaje tres piezas inestimables: las cabezas de San Cristóbal, de San Jorge y una parte de la de San Juan.

La reliquia de Amiens, rodeada de innumerables cirios y de millares de exvotos acumulados durante un siglo, estaba constituida por los huesos de la cara encerrados en un relicario de plata dorada, cuya parte superior, en forma de gorro, hacía las veces de cráneo. Aquella calavera, negra bajo su corona de zafiros y esmeraldas, parecía reír y, propiamente hablando, era aterradora. Encima de la órbita izquierda se veía un orificio que, según la tradición, había sido producido por la puñalada que le dio Herodíades cuando le fue presentada la cabeza del Precursor. El conjunto de la reliquia reposaba sobre una bandeja de oro.

Clemencia, insensible aparentemente al frío de la capilla, se abismó en su devoción, y el mismo Luis X, lleno de fervor, logró permanecer inmóvil durante toda la ceremonia. Su espíritu volaba por alturas que no estaba acostumbrado a alcanzar.

Los felices resultados de esta peregrinación no tardaron en manifestarse. Hacia mediados de marzo, la reina advirtió síntomas que le permitían esperar que, por la bienhechora intercesión del santo, sus ruegos habían sido escuchados.

No obstante, los médicos y las parteras no se atrevieron a asegurar nada, y pidieron un mes para dictaminar con certeza.

Durante esta espera, el misticismo de la reina prendió en su esposo, que se puso a gobernar como si aspirara a la canonización.

Generalmente es malo desviar a la gente de su natural condición; vale más dejar que el malvado siga en su maldad que transformarlo en cordero. No siendo la bondad connatural a él, la usará deplorablemente.

El Turbulento, en efecto, imaginando que así se libraba de sus faltas, empezó a vaciar las prisiones de tal modo que el crimen floreció en París, donde se cometían más rapiñas, agresiones y asesinatos que en los últimos cuarenta años. Las rondas estaban sobrecargadas de trabajo. Como se obligó a las muchachas de vida alegre a no salir de los límites exactos del barrio que les había asignado San Luis, la prostitución clandestina se desarrollaba en las tabernas y sobre todo en los baños públicos, a tal punto que un hombre honrado ya no podía ir a tomar su baño de agua caliente sin exponerse a las tentaciones de la carne que se ofrecía sin velos.

Clemencia había sugerido a Luis que restituyera a los herederos de Marigny los bienes del antiguo rector del reino, o al menos la parte que le habían asignado a ella.

—¡Ah! Eso, amiga mía —respondió el Turbulento—, no puedo hacerlo; el rey no puede equivocarse. Pero os prometo, en cuanto lo permita el estado del Tesoro, otorgar a mi ahijado Luis de Marigny una pensión que lo compensará con creces.

En cuanto a los Lombardos cuyos privilegios habían sido recortados, manejaban con menos facilidad las llaves de sus cofres cuando se trataba de necesidades de la corte. Y los antiguos legistas de Felipe el Hermoso, a la cabeza de los cuales estaba Raúl de Presles, habían formado un partido de oposición alrededor del conde de Poitiers, que contaba con el franco apoyo del condestable Gaucher de Châtillon.

En Artois, la situación no mejoraba. A pesar de todas las diligencias, la condesa Mahaut seguía irreductible y rehusaba aceptar el arbitraje. Se quejaba de que sus barones hubieran querido cercar su castillo. La traición de los dos sargentos que debían entregar la plaza a los aliados fue descubierta a tiempo, y para que sirviera de escarmiento, dos esqueletos colgaban de las almenas de Hesdin. Sin embargo, la condesa, obligada a acatar la prohibición del rey, no había vuelto al Artois desde Navidad, así como ninguno de los Hirson. La confusión era grande, pues, en todo el país alrededor de Arras, prevaliéndose todo el mundo del poder que le convenía, y los barones escuchaban las buenas palabras como quien oye llover.

—¡No más sangre, mi dulce señor, no más sangre! —suplicaba Clemencia—. Llevad la razón a vuestro pueblo por medio de la plegaria.

Esto no impedía que se destriparan brutalmente en las rutas del Norte.

Tal vez hubiera actuado el Turbulento con más energía en el asunto, si al mismo tiempo, aproximadamente para la Pascua, no hubiera tenido que concentrar toda su atención en la situación de París.

El lluvioso verano de 1315, el verano del ejército embarrado, había sido doblemente funesto: el rey hundió su ejército y el pueblo vio pudrirse las cosechas en el mismo campo. Sin embargo los campesinos, aleccionados por la experiencia del año anterior, no habían vendido, por muy necesitados que estuvieran de dinero, el poco trigo recolectado. El hambre se desplazó, pues, de las provincias a la capital, donde la harina era tanto más cara, cuanto más adelgazaba la gente.

—¡Dios mío, Dios mío, hay que darles de comer! —decía la reina Clemencia al ver las hordas famélicas que iban hasta Vincennes para mendigar su pitanza.

Llegaban en tan crecido número que hubo necesidad de defender con la tropa los accesos del castillo. Clemencia aconsejó grandes procesiones del clero por las calles y, después de Pascua impuso a la corte el mismo ayuno que durante la cuaresma. Monseñor de Valois acató la orden complacido; pero él mismo traficaba con los cereales en su condado. Roberto de Artois, siempre que tenía que acudir a Vincennes, se hacía servir antes una comida para cuatro hombres; mientras repetía una de sus sentencias favoritas: «Vivamos bien para morir gordos». Después de lo cual, en la mesa de la reina podía hacer cara de penitente.

En medio de aquella mala primavera, apareció un cometa en el cielo de París, y permaneció visible durante tres noches. Nada detiene la imaginación del desventurado. El pueblo quiso ver en ese cometa el anuncio de grandes calamidades, como si las que sufría no fueran bastantes. El pánico se apoderó de la multitud y estallaron motines en varios puntos, sin que se supiera con certeza contra quién iban dirigidos.

El canciller instó vivamente al rey a volver a la capital, aunque sólo fuera por algunos días, con el fin de mostrarse a la población. Así, en el momento en que el bosque que rodea a Vincennes comenzaba a reverdecer, Clemencia, que encontraba de nuevo cierto encanto a aquel lugar, se vio obligada a trasladarse al gran palacio de la Cité, que le parecía tan frío y hostil.

Allí se realizó la consulta de los médicos y comadronas que debían dictaminar sobre el embarazo de la reina.

El rey estuvo muy nervioso aquella mañana, y para calmar su impaciencia organizó una partida de pelota en el jardín de palacio, a pocas toesas del islote de los Judíos. Un muro y un estrecho brazo de agua separaban el jardín donde Luis corría tras una pelota de cuero, del lugar en que, veinticinco meses antes, el Gran Maestre de los Templarios se tostaba entre las llamas.

El Turbulento estaba bañado en sudor y orgulloso por un tanto que sus gentileshombres le habían dejado ganar, cuando Mateo de Trye se acercó con paso rápido. Luis interrumpió la partida y preguntó:

—¿Qué, está embarazada la reina?

—Todavía no se sabe, Sire, los médicos están deliberando. Pero monseñor de Poitíers os ruega que vayáis, si os place, a verlo urgentemente. Está en la pequeña sala de justicia con monseñor de Valois, monseñor de La Marche y otros más.

—No quiero que se me importune; no tengo ahora la cabeza para tratar ningún asunto.

—La cosa es grave, Sire, y monseñor de Poitiers afirma que van a decirse cosas que debéis escuchar vos mismo.

Luis, a disgusto, dejó caer la pelota de cuero, se enjugó la cara, se puso el vestido encima de la camisa, y dijo:

—¡Continuad sin mí, monseñores!

Luego, entrando en palacio, advirtió a su chambelán:

—En cuanto se sepa algo sobre la reina, venid a decírmelo.