Y pasaron varias semanas, que fueron casi tranquilas para el Artois. Las partes contrarias se reunieron en Arrás, luego en Compiégne, y el rey prometió dictar arbitraje antes de Navidad. Los aliados, apaciguados por el momento, volvieron a sus sombríos castillos. Los campos estaban negros y desiertos; las ovejas se apretujaban en el redil. Las auroras de diciembre, humeantes, semejaban fuegos de leña verde.
En la residencia real de Vincennes, rodeada de bosques, la reina Clemencia descubría el invierno de Francia.
Por la tarde la reina bordaba. Había comenzado un gran mantel que figuraba el paraíso. Los elegidos paseaban en él bajo un cielo uniformemente azul, entre limoneros y naranjos; era un paraíso muy parecido a los jardines de Nápoles.
«No se es reina para ser feliz», pensaba a menudo Clemencia, repitiéndose las palabras de su abuela María de Hungría. No es que fuera desgraciada, propiamente hablando; no tenía ninguna razón para serlo. «Soy injusta, —se decía—, al no agradecer al Creador por todo lo que me ha dado». No podía comprender la razón de aquella lasitud, de aquella melancolía, de aquel aburrimiento que, día tras día, pesaba sobre ella… ¿No estaba rodeada de mil cuidados? Tenía siempre a su lado por lo menos a tres damas de compañía, elegidas entre las más nobles del reino, dispuestas a ejecutar sus menores deseos, a anticiparse a sus menores gestos, llevar su misal, preparar su aguja, tenerle el espejo, peinarla, taparla con un manto en cuanto refrescara la temperatura…
Varios jinetes tenían como única misión hacer el recorrido entre Nápoles y Vincennes para llevar y traer las cartas que intercambiaba con su abuela, con su tío el rey Roberto y con todos sus parientes.
Tenía para su uso exclusivo cuatro hacaneas blancas, enjaezadas con frenos de plata y riendas tejidas con hilos de oro; y para los desplazamientos largos le habían regalado un gran carruaje de viaje, tan rico, con sus ruedas resplandecientes como soles, que, a su lado, el de la condesa Mahaut parecía una carreta para llevar heno.
Y Luis, ¿no era en verdad el mejor esposo de la tierra? Porque, al visitar Vincennes, había dicho que le gustaba aquel castillo y que le placería vivir allí, Luis decidió en seguida instalarse en aquel lugar. Muchos señores, imitando al rey, fijaron su residencia en aquellos parajes. Y Clemencia, que no había imaginado lo que podría ser el invierno en Vincennes, no se atrevía a confesar que hubiera preferido volver a París.
Verdaderamente, el rey colmaba todos sus deseos. No pasaba día sin que le llevara un nuevo regalo.
—Quiero, amiga mía —le había dicho Luis—, que seáis la dama mejor provista del mundo.
¿Pero necesitaba tres coronas de oro, una con diez grandes balajes, otra con cuatro grandes esmeraldas, dieciséis pequeñas y ochenta perlas, y la tercera con más perlas, esmeraldas y rubíes[25]?
Para la mesa, Luis le había comprado doce jarros de plata dorada, esmaltados con las armas de Francia y Hungría. Y puesto que era piadosa y él admiraba su devoción, le había ofrecido un gran relicario, por el cual pagó ochocientas libras, con un fragmento de la Vera Cruz. Hubiera sido desalentar tan buena voluntad decir a su esposo que igualmente se podía rezar en medio de un jardín, y que la más humilde custodia del mundo, a pesar del arte de los orfebres y de la fortuna de los reyes, seguía siendo el sol que brilla en el cielo azul sobre el mar.
El mes anterior Luis le había hecho donación de tierras que Clemencia aún no había tenido tiempo de visitar: las casas y mansiones de Mainneville, Hébécourt, Saint-Denis de Fermans, Wardes y Dampierre, los bosques de Lyón y de Bray.
—¿Por qué, mi dulce señor —le había preguntado—, desposeeros de tantos bienes en mi favor si no soy más que vuestra sirvienta, y sólo puedo disfrutar de ellos a través de vos?
—No me desprendo de nada —había respondido Luis—. Todos estos señoríos pertenecían a Marigny, a quien los he tomado mediante juicio, y puedo disponer de ellos como me plazca. Quiero, por si me ocurriera alguna desgracia, convertiros en la más rica dama del reino.
A pesar de la repugnancia que sentía en heredar los bienes de un ahorcado, ella no podía rehusarlos, puesto que se le concedían como donaciones de amor, el cual proclamaba el rey en el acto mismo de la donación: «Por la feliz y agradable compañía que Clemencia nos hace humilde y amigablemente…».
También le había concedido en propiedad las casas de Corbeil y de Fontainebleau. Cada noche que pasaba al lado de ella parecía valer un castillo. Si, messire Luis la quería mucho. En su presencia jamás se había comportado como turbulento, y ella no comprendía la razón de este apodo. Jamás había habido disputas ni violencia entre ellos. Verdaderamente, Dios le había dado un buen esposo.
Y a pesar de todo esto, Clemencia se aburría, y suspiraba mientras sacaba hilos de oro de sus limones bordados.
Se había esforzado vanamente en interesarse por los asuntos del Artois, sobre los que Luis a veces discurría, solo ante ella mientras se paseaba a grandes pasos por la habitación.
La asustaban los grandes apóstrofes que lanzaba el conde Roberto y la manera como gritaba «prima mía» como si parara una jauría; aquel hombre era para ella, sobre todo, un estrangulador de zorros. Le irritaba monseñor de Valois, que frecuentemente le decía:
—Bien, sobrina mía, ¿cuándo daréis un heredero al reino?
—Cuando Dios quiera, tío mío —respondía ella suavemente.
De hecho no tenía amigos. Comprendía, porque era sensata y carecía de vanidad, que todo el afecto que le testimoniaban era interesado. Se daba cuenta de que nunca se quiere a los reyes por ellos mismos, y que los que se arrodillan ante ellos sólo piensan en recoger del suelo algunas migajas de poder.
«No se es reina para ser feliz; puede, incluso, que ser reina impida ser feliz», se repetía Clemencia la tarde en que monseñor de Valois, con su paso siempre apresurado, entró y le dijo:
—Sobrina mía, os traigo una noticia que va a agitar la corte: vuestra cuñada la señora de Poitiers está embarazada. Las matronas lo han certificado esta mañana.
—Lo celebro por la señora de Poitiers —dijo Clemencia.
—Espero que os testimonie su agradecimiento —prosiguió Carlos de Valois— porque a vos debe su actual estado. Si no hubierais solicitado su perdón el día de vuestros esponsales, dudo mucho de que Luis se lo hubiera concedido tan pronto.
—Dios me prueba, pues, que hice bien, ya que acaba de bendecir esta unión.
—Parece que Dios bendice menos rápidamente la vuestra —respondió—. ¿Cuándo, sobrina mía, os decidiréis a seguir el ejemplo de vuestra cuñada? En verdad es una lástima que se os haya adelantado. Vamos, Clemencia, permitidme que os hable como un padre. Ya sabéis que no me gusta guardarme las cosas que he de decir… ¿Cumple bien Luis sus deberes con vos?
—Luis es tan atento como puede serlo cualquier esposo.
—Entendedme, sobrina mía, lo que quiero decir; hablo de los deberes de esposo cristiano, de los deberes corporales, si preferís.
Clemencia se puso colorada, y balbució:
—No creo que Luis pueda ser censurado sobre ese punto. Sólo llevo cinco meses casada y no creo que haya motivo para alarmaros.
—Pero, en fin, ¿honra con regularidad vuestro lecho?
—Casi cada noche, tío mío, si es eso lo que deseáis saber y no puedo hacer más que ser su sirvienta cuando él quiere.
—¡Bien! ¡Esperemos! ¡Esperemos! —dijo Carlos de Valois—. Pero comprended, sobrina mía, que fui yo quien arregló vuestro matrimonio. No quisiera que me reprocharan haber hecho una mala elección.
Entonces Clemencia tuvo, por primera vez, un acceso de cólera. Apartó su bordado, se levantó y con voz que recordaba el tono de la anciana reina María, respondió:
—Parecéis olvidar, messire de Valois, que mi abuela tuvo trece hijos, y que mi madre Clemencia de Habsburgo tenía tres cuando murió a una edad casi igual a la mía. Mi tía Margarita, vuestra primera esposa, no os dio motivo de queja, que yo sepa. Las mujeres de nuestra familia son fecundas, como lo prueban en muchos reinos. Si no se cumplen, pues, vuestros deseos, no será por mi sangre. Y sobre este punto, messire, ya hemos hablado bastante por hoy, y para siempre.
Y fue a encerrarse en su habitación, sin permitir que la siguiera ninguna dama de compañía.
Dos horas más tarde, Eudelina, la primera lencera, al entrar a prepararle el lecho, la encontró sentada junto a la ventana, cuando ya era noche cerrada.
—¿Cómo, señora —exclamó— os han dejado sin luz? ¡Voy a llamar!
—No, no, no quiero ver a nadie —dijo débilmente Clemencia.
La lencera avivó el fuego de la chimenea, que se extinguía, hundió en las brasas una rama resinosa y se sirvió de ella para encender un cirio plantado sobre un pie de hierro.
—¡Oh, señora, estáis llorando! —dijo—. ¿Os han afligido?
La reina se secó las lágrimas.
—Un mal sentimiento me atormenta el alma —dijo de pronto—, siento celos.
Eudelina la miró sorprendida.
—¿Vos, señora, celosa? ¿Qué motivos tenéis para estarlo? Estoy segura de que nuestro sire Luis no os engaña ni tiene intención de hacerlo.
—Siento celos de la señora de Poitiers —prosiguió Clemencia—. La envidio porque va a tener un hijo, mientras que yo no lo espero. ¡Oh!, me siento feliz por ella, oh, si, estoy satisfecha; pero no sabía que la felicidad del prójimo pudiera lacerar tan fuertemente.
—¡En verdad, señora, la felicidad ajena puede causar mucho dolor!
Eudelina dijo esto de una curiosa manera, no como una sirvienta que aprueba las palabras de su dueña, sino como una mujer que ha sufrido el mismo mal y lo comprende. Su tono no se le escapó a Clemencia.
—¿Tú tampoco tienes hijos? —le preguntó.
—Sí, señora, sí, una hija que lleva mi nombre y acaba de cumplir diez años.
Se volvió y comenzó a preparar la cama, doblando las cubiertas de brocado gris y de piel de ardilla.
—¿Cuánto tiempo llevas de lencera en este castillo? —prosiguió Clemencia.
—Desde la primavera, poco antes de vuestra llegada. Hasta entonces estaba en el palacio de la Cité, donde cuidaba de la ropa de nuestro sire Luis, después de haber hecho lo mismo durante diez años para su padre, el rey Felipe.
Se hizo el silencio; sólo se oía la mano de la lencera golpeando sobre las almohadas.
«Seguro que conoce todos los secretos de esta casa… y de sus alcobas —se decía la reina—. No, no le preguntaré nada, no la interrogaré. Está mal hacer hablar a las sirvientas… no es digno de mí».
¿Pero quién podía informarla exactamente, si no era una sirvienta, uno de esos seres que comparten la intimidad de los reyes sin compartir su poder? Jamás hubiera tenido la audacia de preguntar a los príncipes de la familia sobre la cuestión que la atormentaba desde su conversación con Carlos de Valois. Por otra parte, ¿le hubieran dado una respuesta sincera? No tenía confianza con ninguna de las grandes damas de la corte, porque ninguna había demostrado ser verdaderamente su amiga. Se sentía como una extranjera a la que se abruma con vanas alabanzas, pero a quien se observa y acecha, y cuya menor falta o debilidad jamás será perdonada.
Por ello sólo podía confiarse a sus sirvientas. Eudelina, sobre todo, le parecía digna de confianza. Con su mirada franca, su sencillez, sus gestos seguros y tranquilos, la primera lencera se mostraba cada día más solícita, y sus atenciones eran sin ostentación.
Clemencia se decidió.
—¿Es verdad —preguntó— que la pequeña señora de Navarra, a quien se tiene alejada de la corte y sólo se me ha mostrado una vez, no es de mi esposo?
Y al mismo tiempo se decía: «¿No deberían haberme enterado antes de estos secretos de la corona? Mi abuela debería haberme informado anticipadamente; la verdad es que me han dejado llegar a este matrimonio ignorando muchas cosas».
—¡Bah!, señora… —respondió Eudelina, mientras continuaba arreglando los cojines, y como si la pregunta no la sorprendiera demasiado—, creo que nadie lo sabe, ni siquiera nuestro sire Luis. Cada uno habla de ello según sus conveniencias. Los que afirman que la señora de Navarra es hija del rey tienen interés en decirlo, al igual que los que la consideran bastarda. Incluso hay alguno como monseñor de Valois, que cambia de opinión según los meses, cuando la verdad es sólo una. La única persona que podría tener la certeza era la señora de Borgoña y ahora tiene la boca llena de tierra…
Eudelina se interrumpió y miró a la reina:
—¿Os inquietáis, señora, por saber si nuestro sire el rey…?
Se interrumpió de nuevo, pero Clemencia le dio ánimos con la mirada.
—Tened la seguridad, señora, de que monseñor Luis no está impedido de tener un heredero, como pretenden malas lenguas en el reino e incluso en la corte.
—¿Sabe alguien…? —murmuró Clemencia.
—Yo lo sé —replicó Eudelina lentamente—, y se ha tenido mucho cuidado en que sólo yo lo sepa.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir la verdad, señora, porque yo también tengo un gran secreto. Sin duda debería callarme… pero no es ofender a una dama como vos, de tan alto rango y gran caridad, confesaros que mi hija es de monseñor Luis.
La reina contempló a Eudelina con asombro infinito. Que Luis hubiera tenido una primera esposa no le había planteado a Clemencia ningún problema personal. Luis, como todos los príncipes, se había casado de acuerdo con los intereses de Estado. El escándalo, la prisión y luego la muerte lo habían separado de una mujer infiel. Clemencia no se preguntaba sobre la intimidad o las desavenencias de la pareja. Ninguna suposición, ninguna curiosidad asaltaba su pensamiento. Pero he aquí que el amor, el amor no conyugal se mostraba ante ella en la persona de aquella hermosa mujer rubia y sonrosada en la plenitud de su treintena; y Clemencia se puso a imaginar. Eudelina tomó el silencio de la reina como una censura.
—No fui yo, señora, quien lo intentó, os lo aseguro. Fue él quien impuso su autoridad. Además él era tan joven, no podía tener discernimiento y una gran dama le hubiera asustado sin duda.
Con un gesto de la mano, Clemencia le dio a entender que no deseaba más explicaciones.
—Quiero ver a tu hija.
Los rasgos de la lencera cobraron una expresión de terror.
—Podéis verla, señora, ciertamente podéis, porque sois la reina. Pero os pido que no lo hagáis, ya que entonces se sabría que os he hablado. Se parece tanto a su padre que monseñor Luis, con el fin de que no ofendiera vuestra vista, la ha hecho encerrar en un convento poco antes de vuestra llegada. Sólo la veo una vez al mes y cuando tenga la edad, entrará en el claustro.
Las primeras reacciones de Clemencia siempre eran generosas. Olvidó por un momento su propio drama.
—¿Pero por qué —dijo a media voz—, por qué ha hecho eso? ¿Cómo puede creer que iba a gustarme tal acción? ¿A qué clase de mujeres están acostumbrados los príncipes de Francia? O sea, mi pobre Eudelina, que por mi te han separado de tu hija. Te pido que me perdones.
—¡Oh, señora! —respondió Eudelina—. Bien sé que no es cosa vuestra.
—No es obra mía, pero yo he sido la ocasión —dijo Clemencia pensativamente—. Cada uno de nosotros no solamente es responsable de sus malas acciones, sino de todo el mal que motiva, aún sin saberlo.
—A mi misma, señora —prosiguió Eudelina—, a mí misma, que era primera lencera en el Palacio, me ha enviado monseñor Luis aquí, a Vincennes, en peores condiciones que en París. Nadie debe protestar ante la voluntad del rey, pero la verdad es que me agradece poco el silencio que he guardado. Sin duda, monseñor Luis quería ocultarme también a mí; no creía él que preferiríais esta residencia entre los bosques al gran palacio de la Cité.
Ahora que había empezado a confiarse, ya no se podía detener.
—Debo confesaros —prosiguió— que, a vuestra llegada estaba dispuesta sólo a serviros por obligación, pero ciertamente no por gusto. Ha sido necesario que seáis tan noble dama, y que tengáis tan buen corazón como hermoso rostro, para que me haya sentido ganada por el afecto a vos. No sabéis lo mucho que os quieren los humildes. ¡Deberíais oír hablar de la reina en las cocinas, en las caballerizas, en los lavaderos! Allí, señora, tenéis muchas más almas adictas que entre los grandes barones. Habéis conquistado el corazón de todos, incluso el mío, que era el más cerrado, y no tenéis ahora sirvienta más devota que yo —concluyó Eudelina, cogiendo la mano de la reina para besarla.
—Haré que te devuelvan a tu hija —dijo Clemencia—, y la protegeré. Le hablaré al rey.
—No hagáis nada, señora, os lo suplico —exclamó Eudelina.
—El rey me colma de tantos regalos que no deseo… Bien puede concederme uno que me place.
—No, no, no lo hagáis —repitió Eudelina—. Prefiero ver a mi hija bajo un velo que bajo tierra.
Por primera vez desde el comienzo de la conversación, Clemencia sonrió, casi se rió.
—¿Tanto temor les inspira el rey de Francia a la gente de tu condición? ¿O es que el recuerdo del rey Felipe, tenido por hombre sin piedad, sigue pesando sobre vosotros?
Eudelina tenía tanto afecto a la reina como rencor al Turbulento, y la ocasión era propicia para demostrar estos dos sentimientos.
—Todavía no conocéis a monseñor Luis como lo conocemos todos aquí; aún no os ha mostrado el revés de su alma. Nadie ha olvidado —dijo bajando la voz— que nuestro sire Luis hizo atormentar a los servidores de su casa después del proceso de la señora Margarita, y que fueron recogidos al pie de la corte de Nesle ocho cadáveres, completamente mutilados. ¿Creéis que cayeron por casualidad? No querría que el azar nos empujara a mi hija y a mí, a caer de la misma manera.
—Son rumores que hacen circular los enemigos del rey…
Pero al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, Clemencia recordó las alusiones del cardenal Duéze en Aviñón.
«¿Me habré casado con un hombre cruel?», se preguntaba.
—Lamento haber hablado demasiado —continuó Eudelina—. Quiera Dios que no os enteréis de nada peor, y que vuestra bondad os deje en la ignorancia.
—¿De qué cosa peor podría enterarme?… Sobre la muerte de Margarita… ¿verdad?
Eudelina se encogió de hombros con gesto triste.
—Sois la única en la corte, señora, que aún ignoráis lo ocurrido. Si no os han informado todavía es porque algunos acechan el mejor momento para lastimaros más. La hizo estrangular, se sabe de seguro. En Château-Gaillard nadie se priva de decirlo. Pero al conoceros han acabado por aprobar al rey.
—Dios mío, Dios mío, ¿será posible… será posible que haya matado para casarse conmigo? —gimió Clemencia, ocultándose el rostro entre las manos.
—¡Ah! No volváis a llorar, señora —dijo Eudelina—. Pronto va a ser la hora de cenar, y no podéis presentaros así. Voy a refrescaros la cara.
Fue a buscar una bacía de agua fresca y un espejo, pasó un paño mojado por las mejillas de la reina y le ató una trenza rubia que se le había deshecho. Sus gestos eran suaves y había en ella una especie de ternura protectora.
Por un momento los rostros de las dos mujeres se reflejaron juntos en el espejo; dos rostros con la misma tez rubia y dorada, con los mismos ojos grandes y azules.
—¿Sabes que nos parecemos?… —dijo la reina.
—Es el más bello cumplido que me han hecho y quisiera que fuese verdad —respondió Eudelina.
Como la emoción era grande en las dos, y ambas tenían igual necesidad de amistad, el mismo impulso las empujó una a otra y, por un instante, permanecieron abrazadas.