De todas las actividades humanas, la de gobernar a los semejantes, aún siendo la más envidiada, es la más decepcionante, ya que nunca tiene fin y no permite al espíritu ningún reposo. El panadero que ha sacado su hornada, el leñador ante la encina abatida, el juez que acaba de ordenar un arresto, el arquitecto que va a poner el remate a un edificio, el pintor una vez terminado su cuadro, pueden, al menos por una noche, gozar de esa tranquilidad relativa que produce el esfuerzo terminado. El gobernante, jamás. Apenas parece allanarse una dificultad política cuando otra, en gestación mientras se solucionaba la primera, exige atención inmediata. El general vencedor se beneficia largamente de los honores de su victoria; pero el gobernante ha de afrontar la nueva situación creada por esta misma victoria. Ningún problema puede quedar sin solución durante largo tiempo, porque el que hoy parece secundario, adquirirá mañana trágica importancia.
El ejercicio del poder sólo es comparable al de la medicina, que conoce igualmente ese encadenamiento sin tregua, esa primacía de urgencias, esa constante vigilancia de los trastornos benignos que pueden ser síntoma de lesiones graves, en fin, ese perpetuo compromiso de la responsabilidad en terrenos donde la sanción depende de circunstancias futuras. El equilibrio de las sociedades, como la salud de los individuos, jamás tiene carácter definitivo y no puede representar una labor acabada.
El oficio de rey, cuando los reyes mandaban, comportaba esa misma servidumbre ininterrumpida.
Apenas Luis X había logrado estabilizar el asunto de Flandes, dejándolo dormido, pues no podía resolverlo, apenas había corrido a Reims a revestirse del místico prestigio que la coronación confería al soberano, aunque fuera el monarca menos amable y competente, cuando estallaron otras perturbaciones en el norte de Francia.
Los barones del Artois, tal como habían prometido a Roberto, no se desarmaron al dejar el ejército embarrado. Recorrían el país con sus mesnadas, intentando ganar las poblaciones para su causa. Toda la nobleza se había puesto de su parte y, por consiguiente, también el campo. La burguesía de las ciudades estaba dividida. Arras, Boulogne, y Thérouanne estaban de parte de la liga. Caíais, Avesnes, Bapaume, Aire, Lens y Saint-Omer seguían fieles a la condesa Mahaut. El condado se hallaba en un estado de agitación muy próximo a la insurrección.
La alta nobleza estaba representada en la liga por Juan de Fiennes, cuñado del conde de Flandes, lo cual hacía particularmente inquietante este movimiento de rebeldía. Para el procedimiento, los jurados contaban con Gerardo Kiérez, hombre muy hábil en formular las quejas, redactar las peticiones y llevar las acciones jurídicas ante el Parlamento y el Consejo del rey. Los señores de Souastre y de Caumont dirigían las agrupaciones militares.
Todos trabajaban por cuenta y bajo la inspiración de Roberto de Artois. Sus reivindicaciones eran dobles. Por un lado, requerían la aplicación íntegra e inmediata de la carta que habían obtenido recientemente, la cual restauraba las «costumbres» del tiempo de San Luis; por otro, reclamaban cambios de personas en la administración del condado, y ante todo, la destitución del canciller de Mahaut, Thierry de Hirson, su bestia negra. De ser aceptadas sus exigencias hubieran privado a la condesa Mahaut de toda autoridad en su territorio, cosa que esperaba firmemente Roberto.
Pero Mahaut no era mujer para dejarse despojar. Obrando con astucia, discutiendo, prometiendo sin cumplir, fingiendo ceder un día para reanudar la cuestión al día siguiente, intentaba ganar tiempo por el medio que fuera. ¿Las costumbres? Desde luego, concedería las costumbres. Pero antes tenía que hacer una investigación, con el fin de conocer exactamente las costumbres de cada señorío. ¿Los prebostes, los oficiales, el mismo canciller? Si habían faltado o habían abusado en sus funciones, los castigaría sin piedad. Pero para eso había que hacer también una investigación… Y luego, llevaron el debate ante el rey, que no comprendió nada y pensaba en otras preocupaciones. La condesa Mahaut escuchaba las quejas de maese Gerardo Kiérez y le testimoniaba su buena voluntad. Para ponerse de acuerdo en todo se reunirían próximamente en Bapaume. ¿Por qué en Bapaume? Porque Bapaume estaba de parte de ella y tenía allí una guarnición… Insistía que fuera Bapaume. Luego, el día convenido no acudió a Bapaume porque tenía que ir a Reims para la coronación… Pasada la coronación olvidó la entrevista prometida. Sin embargo, iría en seguida al Artois; debían tener paciencia; las investigaciones seguían su curso, es decir: los sargentos recogían bajo amenaza de latigazos o de prisión testimonios favorables a la administración del canciller Thíerry de Hirson.
A los barones se les encendió la sangre; se declararon en abierta rebelión y prohibieron a Thierry que volviera al Artois y lo daban por muerto si se dejaba ver. Luego enviaron a buscar al otro hermano Hirson, Denis, el tesorero, quien tuvo el poco tacto de comparecer; y poniéndole una espada en la garganta, le obligaron a renegar de su hermano, bajo juramento.
Las cosas tomaban tan peligroso cariz que el mismo Luis X determinó ir hasta Arrás, a restablecer el orden. Fue; pero sin resultado. ¿Qué podía hacer, pues había licenciado su ejército y la única mesnada que estaba en pie era precisamente la que se rebelaba?
El 19 de septiembre, la gente de Mahaut creyó conveniente detener por sorpresa a los señores de Souastre y de Caumont, que parecían haber acaudillado el levantamiento y arrojarlos a la prisión. En seguida Roberto de Artois abogó por ellos ante el rey.
—Sire, primo mío, sabéis que no estoy metido en este asunto para nada; eso incumbe a mi tía Mahaut, pues ella gobierna el condado, con el buen resultado que se ve. Pero si continúan encarcelados Souastre y Caumont os digo que habrá guerra en el Artois. Os lo comunico por el bien del reino.
El conde de Poitiers tiraba por el otro lado:
—Tal vez ha sido inhábil haber detenido a esos dos señores, pero sería torpeza más grave soltarlos ahora. Daría pie a cualquier rebelión en el reino; es vuestra autoridad, hermano mio, la que está en juego.
Carlos de Valois se encolerizó.
—Ya basta, sobrino mío —exclamó, dirigiéndose a Felipe de Poitiers—, con que os haya devuelto a vuestra mujer, que sale precisamente uno de estos días de Dourdan. No queráis abogar ahora por la causa de su madre. No se puede pedir al rey que abra las prisiones para quienes os agraden y las cierre para los que os desagraden.
—No veo la semejanza, tío mio —respondió Felipe.
—Yo sí la veo. Se diría que la condesa Mahaut dirige vuestros pasos.
Finalmente el Turbulento ordenó a Mahaut poner en libertad a los dos señores. En el clan de la condesa comenzó a circular este malicioso juego de palabras: «Nuestro sire Luis por ahora se inclina a la clemencia».
Souastre y Caumont, dos buenos mozos que se completaban a maravilla, deslenguado uno y rudo el otro en los golpes, salieron de su encierro de una semana con aureola de mártires. El 26 de septiembre, convocaron en Saint-Pol a todos sus partidarios, que se titulaban ahora «los aliados». Souastre habló largo y tendido, y la grosería de su lenguaje, unida a la violencia de sus propuestas, arrebataron al auditorio. Había que negarse a pagar los impuestos y había que prender a los prebostes, recaudadores y a toda clase de agentes, sargentos o representantes de la condesa.
El rey había enviado dos consejeros, Guillermo Flotte y Guillermo Paumier, para procurar el apaciguamiento y negociar una nueva entrevista, esta vez en Compiégne. Los aliados aceptaron en principio esta entrevista, pero apenas salieron de la reunión los dos Guillermos, llegó un emisario de Roberto de Artois, sudoroso y sin aliento por la larga galopada. Llevaba a los barones esta simple información: la condesa Mahaut, rodeando su desplazamiento del mayor secreto, se dirigía al Artois. Al día siguiente estaría en Vitz, en casa de Denis de Hirson.
Cuando Juan de Fiennes hizo pública esta noticia, Souastre exclamo:
—Monseñores, ahora ya sabemos lo que debemos hacer.
Aquella noche los caminos de Artois resonaron bajo el casco de los caballos y el ruido de las armas.