El martes 13 de agosto de 1315[21], al despuntar el alba, los habitantes del pequeño burgo de Saint-Lyé, en la Champaña, fueron despertados por las cabalgadas provenientes del norte y del sur, por las rutas de Sézanne y de Troyes.
Primero llegaron al galope los maestresalas de la casa del rey con todo un ejército de escuderos, sumilleres y criados que desaparecieron bajo las bóvedas del castillo. Luego apareció una gran carreta de muebles y vajilla, bajo la custodia de mayordomos, plateros y tapiceros; por último, toda la clerecía de Troyes, montada sobre mulas y entonando cánticos, seguida de cerca por los mercaderes italianos que asistían habitualmente a las famosas ferias de Champaña. La campana de la iglesia empezó a tocar a vuelo; el rey iba a casarse inmediatamente en Saint-Lyé.
Entonces los campesinos empezaron a gritar «¡Noel!», y las mujeres fueron a los campos a recoger flores para desparramarlas por el suelo, como si fuera a pasar el Santo Sacramento, mientras los oficiales de la despensa real se dispersaban por los alrededores, para llevarse todo lo que podían encontrar de huevos, carne, aves de corral y peces de vivero.
Por suerte, había dejado de llover desde la noche anterior, pero el día era pesado y gris; el calor del sol, a falta de sus rayos, llegaba a través de las nubes. La gente del rey se secaba la frente, y los campesinos, mirando al cielo, anunciaban que la tormenta estallaría antes de vísperas. En el castillo se oían los golpes de los carpinteros; las chimeneas de las cocinas despedían denso humo; se descargaban grandes carretadas de paja que iba a extenderse por las salas para que sirviera de lecho a las gentes de la escolta.
Saint-Lyé no había conocido semejante bullicio desde el Grito con que el pueblo celebraba cualquier acontecimiento venturoso[22].
Hacia la hora tercia, el rey, rodeado de sus hermanos, de sus tíos, de sus primos Felipe de Valois y Roberto de Artois, atravesó el pueblo a galope, sin responder a las aclamaciones y destrozando la alfombra de flores que hubo que reemplazar tras su paso.
Corrió una media legua más y vio aparecer de repente, en sentido contrario, el cortejo de Clemencia de Hungría.
Este cortejo, dirigido por el obispo de Troyes, Juan de Auxois, caminaba lentamente, a paso de procesión.
—¡El rey, madame, el rey! —dijo Bouville, que caminaba al lado de la litera de la princesa.
Clemencia, asomándose para mirar, le preguntó cuál de aquellos caballeros que iban a su encuentro era su futuro marido. Bouville se explicó mal, o Clemencia entendió mal la respuesta y creyó que su prometido era el conde de Poitiers, ya que se mantenía en su montura con natural nobleza, y le pareció, en su alta delgadez, el más seductor. Sin embargo, fue el caballero de menos apostura quien puso primero pie en tierra y avanzó hacia la litera. Bouville, saltando de su caballo, se precipitó hacia él, le cogió la mano para posar en ella sus labios e, hincando la rodilla, dijo:
—Sire, he aquí a madame de Hungría.
Entonces la princesa angiovina vio al joven de grandes ojos pálidos y tez de color desvaído cuyo destino, lecho y poder, por capricho del destino, y por las intrigas palaciegas, iba a compartir.
Luis la contempló en silencio, estupefacto, hasta tal punto que, en el primer momento, Clemencia creyó no haberle agradado.
Ella fue la que se decidió a romper el silencio.
—Sire Luis —dijo—, soy para siempre vuestra servidora.
Esta palabra pareció desatar la lengua del Turbulento.
—Temía, prima mía, que vuestro retrato que me enviaron fuera engañoso y adulador —dijo—, pero veo en vos más gracia y belleza de lo que la pintura mostraba.
Y se volvió hacia su séquito como para hacerles apreciar su suerte.
Luego vino la presentación de los miembros de la familia. Un señor de gran corpulencia, vestido de oro como si fuera a participar en un torneo, abrazó a Clemencia, llamándola «sobrina mía», y le aseguró que la había visto de niña en Nápoles. Clemencia comprendió que era Carlos de Valois, el principal artífice de su boda. Luego supo que el elegante caballero que se inclinó diciéndole «hermana mía» era el mayor de sus cuñados.
De golpe los caballos de la litera se apartaron; una colosal masa humana, revestida de rojo, de la que Clemencia sólo logró ver la cabeza, tapó la luz un instante, y la princesa oyó decir:
—Vuestro primo, messire Roberto de Artois.
Reanudaron en seguida la marcha, y el rey rogó al obispo que tomara la delantera para que estuviera todo preparado en la iglesia.
Clemencia esperaba que el encuentro se hubiera desarrollado de manera muy distinta. Había imaginado que encontraría tiendas de campaña levantadas en un lugar elegido de antemano, que los heraldos de armas harían sonar por ambos lados sus trompetas, y que ella descendería de la litera para tomar un ligero refrigerio, durante el cual comenzaría a tratar a su prometido. Esperaba también que la ceremonia nupcial se celebrara al cabo de unos días, y fuera el preludio de dos semanas de festejos, con justas, juglares y trovadores, tal como era costumbre en las bodas de príncipes.
La brusquedad de este recibimiento en el bosque, en un camino de herradura, y la falta de ceremonial la sorprendieron un poco. Parecía simplemente haberse cruzado, por casualidad, con una partida de caza. Todavía se desconcertó más cuando supo que iba a casarse inmediatamente en un castillo vecino, donde pasaría la noche, para partir al día siguiente hacia Reims.
—¿Volvéis a la guerra, mi dulce sire? —preguntó al rey, que cabalgaba a su lado.
—Ciertamente, señora, volveré a la guerra… el año próximo. Si no he perseguido más allá a los flamencos este año, dejándolos con su temor, se debe a mi prisa por venir a recibiros y concluir nuestros esponsales.
Este cumplido le pareció a Clemencia tan extraño que no supo qué pensar. Iba de sorpresa en sorpresa. Aquel rey tan impaciente por unirse a ella, que licenciaba a su ejército, le ofrecía una boda de pueblo.
A pesar de los manojos de flores y del entusiasmo de los campesinos, el castillo de Saint-Lyé, pequeña fortaleza de espesos muros manchados con tres siglos de humedad, le pareció siniestro a la princesa napolitana. Apenas dispuso de una hora para cambiarse de vestido y recogerse antes de la ceremonia, si puede llamarse recogimiento a estar en una habitación donde los tapiceros no habían acabado de colocar las colgaduras bordadas, y donde monseñor de Valois fue inmediatamente a zumbar como un gran abejón dorado, pretendiendo enseñar a su sobrina, en tan poco rato, todo lo que debía saber sobre la corte de Francia y principalmente el lugar esencial que él, Carlos de Valois, ocupaba en ella.
Así, Clemencia tuvo que enterarse de que Luis X, aunque poseía todas las cualidades deseables en un esposo, no tenía más virtudes, sobre todo en política. Era muy sensible a las influencias, y se defendía mal de los malos consejeros. En el asunto de Flandes por ejemplo, Valois estimaba que Luis no lo había escuchado bastante, mientras había prestado demasiada atención a los consejos del condestable y al conde de Poitiers. En cuanto a la elección del papa… ¿Había pasado Clemencia por Aviñón? ¿A quién había visto? ¿Al cardenal Duéze? Naturalmente, había que elegir a Duéze… Clemencia debía comprender por qué Valois había insistido y maniobrado tanto para que ella llegara a ser reina de Francia; confiaba mucho en su buena presencia, encanto y prudencia para ayudarlo a gobernar al rey. Que Clemencia no dudara en abrirse a él con confianza y en todas las cosas. Desde este momento los dos debían formar una estrecha alianza. ¿No era su pariente más próximo en la corte por su primer matrimonio con Margarita de Anjou y no hacía las veces de padre al joven soberano?
La verdad era que Clemencia comenzaba a sentirse mareada con aquel alud de palabras, con todos aquellos nombres pronunciados en desorden, y con la agitación de aquel personaje bordado de oro que giraba en torno a ella. Demasiadas impresiones nuevas y demasiados rostros entrevistos se mezclaban en su cabeza. Además iba a casarse dentro de un momento. Estaba convencida de la buena voluntad de todos y emocionada de que el conde de Valois le demostrara tanta solicitud. Pero ella hubiera querido poder preparar su alma. ¿Era aquello, pues, un matrimonio de reina?
Tuvo el valor de preguntar por qué se apresuraban tanto para la ceremonia.
—Porque Luis será coronado el domingo en Reims, y ha querido adelantar vuestra unión para que estéis a su lado —respondió Valois.
Lo que no dijo es que los gastos de boda eran por cuenta de la corona, mientras que los de la coronación corrían a cargo de los regidores de Reims. Ahora bien, el Tesoro Real, después del fracaso del ejército embarrado, estaba más vacío que nunca. De ahí esta boda improvisada, sin el menor fausto; los festejos que correspondían serían ofrecidos por los habitantes de Reims.
Clemencia de Hungría sólo tuvo un poco de paz cuando exclamó a su confesor. Se había confesado por la mañana, pero quería estar segura de llegar sin pecado al altar. ¿No había cometido alguna falta venial en estas últimas horas, contra la humildad, al extrañarse de la poca pompa con que la recibían, o contra la caridad con monseñor de Valois?
Mientras se cumplían los últimos preparativos, Hugo de Bouville fue abordado en el patio del castillo por maese Spinello Tolomei. El capitán general de los lombardos, siempre alerta a pesar de sus sesenta años y su gran barriga, estaba también en Reims, pues había proporcionado gran parte de los suministros para la coronación. Pudo dar a Bouville noticias sobre Guccio hospitalizado todavía en Marsella.
—¿Qué necesidad tenía de tirarse al agua? —gimió Tolomei—. ¡Ah, cuánta falta me hace estos días! Él es quien debería recorrer los caminos.
—¿Y creéis que yo no lo he echado en falta desde que salí de Marsella? —respondió Bouville—. La escolta ha gastado el doble de lo que hubiera costado el viaje si él se hubiera cuidado de las cuentas.
Tolomei estaba preocupado. Con el ojo izquierdo cerrado y el labio un poco caído, se quejaba de los acontecimientos, de las tasas sobre las ventas, del control de los mercados y de las últimas medidas referentes a los lombardos. Todo ello se semejaba mucho a las ordenanzas del rey Felipe.
¿Por qué asegurarnos que todo iba a cambiar?…
Bouville se separó de Tolomei para unirse al cortejo nupcial.
Carlos de Valois acompañó a la novia al altar. Luis X, en cambio, tuvo que ir solo. No estaba presente ninguna mujer de la familia para sustituir el acompañamiento materno. Su tía abuela Agnes de Francia, hija de San Luis y duquesa viuda de Borgoña se había negado a asistir, negativa bastante comprensible, pues era la madre de Margarita de Borgoña. La condesa de Mahaut había pretextado impedimentos de última hora debidos a la agitación del Artois. Iría directamente a Reims para la coronación, en la cual la obligaban a comparecer sus funciones de par. Las condesas de Valois y de Evreux que eran esperadas no llegaron; se supo que un error en el itinerario las había desviado hacia una capilla de Saint-Lyé distante una decena de leguas en los alrededores de Reims…
Monseñor Juan de Auxois, tocado con la mitra, oficiaba. Durante el tiempo que duró la misa, Clemencia se reprochaba no haber podido recogerse como era su deseo. Se esforzaba en elevar su pensamiento al cielo, pidiendo a Dios que le concediera, en todos los momentos de su vida, las virtudes de esposa, las cualidades de soberana y las bendiciones de la maternidad; pero sus ojos, a pesar suyo, se dirigían hacia el hombre que oía respirar a su lado, cuyos rasgos apenas conocía y cuyo lecho iba a compartir aquella misma noche.
Cada vez que se arrodillaba tenía el rey una tos breve, parecida a un tic nervioso; en una persona todavía joven sorprendía la profunda arruga que surcaba su barbilla demasiado corta. Su boca era pequeña, caída en las comisuras; sus cabellos largos y lisos, de un color indefinible. Y cuando aquel hombre se volvía hacia ella, se sentía turbada por aquella mirada de grandes ojos claros. Se extrañaba de no volver a hallarse en aquel estado de absoluta felicidad, sin reservas, que disfrutaba al salir de Nápoles.
«Dios mío, no permitáis que sea ingrata a los beneficios que me concedéis».
Pero no siempre se domina al pensamiento, y Clemencia se vio asaltada por la idea de que si hubiera podido elegir entre los tres príncipes de Francia, hubiera preferido al conde de Poitiers. Se sintió sobrecogida de espanto, y estuvo a punto de gritar: «No, no quiero, no soy digna». En este momento se escuchó a sí misma responder «si», con una voz que no le pareció la suya, al obispo que le preguntaba si quería tomar por esposo a Luis, rey de Francia y de Navarra.
El primer trueno de la tempestad prevista se oyó en el momento en que ponían en el dedo de Clemencia un anillo demasiado grande; los asistentes se miraron, y más de uno se santiguó.
Cuando salió el cortejo, los campesinos esperaban agrupados ante la iglesia, con camisas de tela y las piernas cubiertas de andrajos. Clemencia no se dio cuenta de que decía:
—¿No les van a dar limosna?
Había pensado en voz alta, y los acompañantes observaron que su primera palabra de reina era de bondad.
Para complacerla, Luis X ordenó a su chambelán, Mateo de Trye, que lanzara unos puñados de monedas. Los campesinos se echaron al suelo, y el espectáculo que se ofreció a la recién desposada fue aún peor una vez las monedas estuvieron esparcidas. Se oían los desgarrones de los vestidos, gruñidos sordos como los que lanzan los perros y cabezazos. Los barones se divertían de lo lindo contemplando la refriega. Uno de los villanos, más fuerte y alto que los otros, aplastó con su pie la mano que había cogido una moneda y la obligó a abrirse.
—Ese bribón me parece que sabe lo que se hace —dijo Roberto de Artois—. ¿A quién pertenece? Se lo compro de buen grado.
Y Clemencia vio con disgusto que Luis también reía.
«No es así como se da —pensó—. Yo le enseñaré».
Empezó a llover. Las mesas habían sido preparadas en la sala mayor del castillo. La cena duró cinco horas. «Ya soy reina de Francia», se decía Clemencia. No se acostumbraba a esta idea. La glotonería de los señores franceses la asombraba. A medida que corría el vino, subía el tono de las voces. Única mujer en aquel banquete de guerreros, Clemencia veía converger en ella todas las miradas, y adivinaba que en el extremo de la sala los comentarios tenían un tono bastante subido.
De cuando en cuando alguno de los convidados se ausentaba. Mateo de Trye, primer chambelán, gritó:
—El rey nuestro sire no quiere que orinéis en la escalera por donde ha de pasar.
Cuando estaban en el cuarto servicio de seis platos cada uno, que era un cochinillo entero presentado en el asador y un pavo real con todas sus plumas colocadas en la rabadilla, entraron dos escuderos con un enorme pastel, que depositaron ante la pareja real. Cortaron la corteza y salió, saltando, un zorro vivo, en medio de las exclamaciones de los comensales. Al no poder preparar platos montados y castillos de azúcar, que requerían varios días de trabajo, los cocineros habían querido lucirse de esta manera.
El zorro, alocado, daba vueltas por la sala con su cola rojiza y espesa a ras de las losas, y sus hermosos ojos, brillantes y un poco lechosos, atemorizados.
—¡Al zorro, al zorro! —gritaban los señores.
Se improvisó la caza alrededor de las mesas. Roberto de Artois atrapó al animal. El gigante hundió su masa humana bajo las mesas, y surgió levantando en la mano al zorro, que aullando descubría sus cortos colmillos bajo el negro hocico, luego Roberto apretó lentamente las manos, se oyeron crujir las vértebras, los ojos del zorro se pusieron vidriosos, y Roberto extendió sobre la mesa al animal muerto, ante la reina, como un homenaje.
Clemencia, que mantenía con el pulgar su anillo demasiado grande, preguntó si era costumbre en Francia que las mujeres de la familia no asistieran a las bodas. Luis le dio algunas explicaciones embarazosamente.
—Pero de todas formas, hermana mía, no hubierais tenido ocasión de ver a mi esposa —dijo el conde de Poitiers.
—¿Por qué, hermano mío? —preguntó Clemencia, que sentía interés por todo lo que él decía y observaba su dificultad de contestarle.
—Porque todavía está encerrada en el castillo de Dourdan —respondió Felipe de Poitiers.
Luego, volviéndose al rey:
—Sire, hermano mío —continuó—, en este día de felicidad para vos, os pido que levantéis el castigo infligido a mi esposa Juana. Sus errores no fueron crímenes y está arrepentida.
El Turbulento, cogido de sorpresa, no sabía qué decidir. ¿Debía, ante Clemencia, mostrarse compasivo o, por el contrario, firme, cualidades ambas igualmente reales? Buscó con la mirada a su tío Valois para pedirle consejo, pero éste acababa de salir a tomar aire. Roberto de Artois estaba en el otro extremo de la sala explicando a Felipe de Valois, hijo de Carlos, cómo atrapar un zorro sin dejarse morder.
—Sire, esposo mío —dijo Clemencia—, por amor a mí, conceded a vuestro hermano la gracia que os solicita. Hoy es día de esponsales, y quisiera que todas las mujeres de vuestro reino compartieran la alegría.
Se tomaba a pecho el asunto, con repentino celo, como si se sintiera aliviada de que Poitiers hablara de su esposa y de que expresara el deseo de que volviera al hogar.
Luis había comido mucho y había vaciado su copa más de lo conveniente. Se acercaba el momento en que iba a alcanzar aquel bello cuerpo tranquilo, del que sería dueño en adelante. Su cabeza no podía sopesar las consecuencias políticas de lo que se le pedía.
—No hay nada, amiga mía, que no quiera hacer por complaceros —dijo—. Podéis, hermano mio, recuperar a vuestra esposa Juana y traerla entre nosotros cuando os plazca.
Carlos de La Marche, que había seguido con atención el diálogo, dijo entonces:
—Y sobre Blanca, Sire, hermano mío, ¿qué decidís? ¿Me autorizáis a…?
—¡A Blanca, jamás! —cortó el rey.
—Solamente a verla en Château-Gaillard, y llevarla a un convento donde reciba un trato menos duro…
—¡Jamás! —repitió el Turbulento, con tono que no admitía más insistencia.
El resentimiento de Luis con respecto a Juana, por la parte que ella había tenido en su infortunio conyugal, estaba muy atenuado por el hecho de su nuevo matrimonio; por el contrario, sentía terror de que Blanca, fuera de la fortaleza y del aislamiento absoluto, pudiera divulgar las circunstancias de la muerte de Margarita. Este temor inspiró al Turbulento, por una vez, una decisión rápida y sin apelación posible.
Clemencia, comprendiendo que era prudente contentarse con su primera victoria, no se atrevió a intervenir.
—¿No tendré pues derecho jamás a tener esposa? —continuó Carlos.
—Dejadlo encomendado a la suerte, hermano mío —respondió Luis.
El bello rostro, pero blando, de Carlos de La Marche adquirió una expresión mohína y obstinada.
—Parece que la suerte favorece más a Felipe que a mí.
Y desde este momento, Carlos de La Marche estuvo resentido, no contra su hermano el rey, sino contra su hermano Poitiers.
Al final de esta agotadora jornada, la joven reina estaba tan cansada que los sucesos de la noche se desarrollaron para ella como en otra vida. No sintió espanto, ni excesivo sufrimiento, ni participó. Estuvo simplemente sumisa, admitiendo que las cosas debían suceder así. Oyó, antes de caer en el sueño, balbucientes palabras que le permitieron creer que su esposo la apreciaba. Si hubiera sido menos inexperta en este terreno, hubiera comprendido que, al menos por un tiempo, tendría poder absoluto sobre Luis X.
Éste, en efecto, se maravillaba de encontrar en esta hija de rey una pasividad consintiente que sólo había encontrado hasta entonces en las sirvientas. La angustia de los desfallecimientos que se apoderaban de él en el lecho de Margarita había desaparecido. Tal vez, después de todo, no estaba hecho para las morenas. Por varias veces salió triunfante de aquel hermoso cuerpo que lucía débilmente, como nacarado, bajo la pequeña lámpara de aceite suspendida del dosel del techo, y del cual su deseo podía disponer a placer. Nunca había realizado semejante proeza.
Cuando salió de la habitación, ya entrada la mañana, la cabeza le daba vueltas un poco, pero la mantenía erguida y más orgullosamente que si hubiera vencido a los flamencos; su noche de bodas le había borrado el recuerdo de sus sinsabores militares.
Por primera vez, el Turbulento fue capaz de afrontar sin turbación las alegres chanzas de su primo de Artois, que pasaba por ser el macho mejor provisto y resistente de la corte.
Luego, hacia mediodía, iniciaron la marcha en dirección norte. Clemencia se volvió para llevarse en el recuerdo la imagen de aquel castillo donde se había convertido en mujer y reina, y cuyas dimensiones exactas jamás llegaría a recordar.
Dos días después llegaron a Reims. Los habitantes no habían visto ninguna coronación desde hacía treinta años; es decir que, por lo menos, para la mitad de la población el espectáculo era completamente nuevo. Los oficiales reales, atareados, corrían en compañía de los regidores de la Casa de la Ciudad al arzobispado. En las plazas se habían instalado toda suerte de mercaderes, juglares y amaestradores de animales como para una feria. Los grandes barones, los altos prelados, llegados de todas partes de Francia, pasaban con sus escoltas en busca de sus lugares. Campesinos, burgueses y pequeños señores afluían de las cercanías a engrosar una multitud que los sargentos pugnaban por contener en el itinerario empavesado del cortejo real.
Los habitantes de Reims no podían imaginarse que tendrían ocasión de contemplar esta gran cabalgata, y de pagar el gasto varias veces más, en el próximo futuro.
El rey que aquel día franqueaba el gran portal de la catedral de Reims iba acompañado por los tres sucesores que le depararía la historia. En efecto, detrás de Luis X avanzaban sus hermanos Felipe y Carlos e igualmente su primo Felipe de Valois. Antes de catorce años, la corona se habría posado sobre las tres cabezas.