Antiguamente, Enguerrando de Marigny había sido acusado de haberse vendido a los flamencos, negociando con ellos un tratado de paz que los favorecía. Éste era al menos el primero de los cuarenta y un cargos contra él.
Ahora bien, en cuanto Marigny fue colgado en las cadenas de Montfaucon, el conde de Flandes rompió el tratado. Para eso obró de la manera más sencilla: se negó, a pesar de que fue requerido, a ir a París para rendir homenaje al nuevo rey. Al mismo tiempo dejó de pagar las tasas y reafirmó sus reivindicaciones territoriales sobre Lila y Douai.
Ante esta noticia, el rey Luis X se dejó llevar por una de aquellas cóleras dementes, por las cuales creía mostrar su realeza, y que le valieron el sobrenombre de el Turbulento; su ira superó en violencia a cuantas hasta entonces había mostrado. Durante horas estuvo dando vueltas en su gabinete como un tejón en una jaula. Con los cabellos desordenados, las mejillas encendidas y el cuello empapado en sudor, rompía los objetos que encontraba a mano, derribaba los asientos a patadas, y no cesaba de proferir palabras sin sentido, interrumpidos solamente sus alaridos por accesos de tos que lo doblaban sobre sí mismo.
—¡La subvención! —gritaba—. ¡Horcas, necesito horcas! Restableceré la subvención. ¿Y qué hace madame de Hungría? ¡Que se apresure! ¡De rodillas! ¡De rodillas el conde de Flandes! ¡Y mi pie sobre su cabeza! ¿Brujas? ¡Fuego, le prenderé fuego!
Todo lo mezclaba: el nombre de las ciudades rebeldes, la amenaza de castigos, hasta la tempestad que retrasaba la llegada de su nueva esposa. Pero la palabra que pronunciaba con más frecuencia era la de subvención, porque unos días antes, acababa de levantar, por consejo de Carlos de Valois, el impuesto extraordinario destinado a cubrir los gastos de la expedición ordenada por su padre el año anterior.
Comenzó entonces, sin osar decirlo abiertamente, a lamentar la desaparición de Marigny por la manera que tenía de tratar esta clase de rebeliones. Así por ejemplo, cuando respondió al abad Simón de Pisa, que le informaba, un verano, de que los flamencos estaban muy enardecidos: «Este gran ardor no me asombra, hermano Simón; es efecto del calor. También nuestros señores son ardientes y enamorados de la guerra… Y verdaderamente, sabed que el reino de Francia no se deja despedazar por palabras; necesita obras». Hubiera querido emplear de nuevo el mismo tono; desgraciadamente, el hombre que podía hablar así ya no pertenecía a este mundo.
Envalentonado por Valois, que no se cansaba de mostrar su ardor bélico, el Turbulento se puso a soñar en proezas. Iba a reunir el ejército mayor que jamás se hubiera visto en Francia; caería como el águila sobre los flamencos rebeldes; cortaría en pedazos a unos cuantos miles, desollaría a los demás, hasta reducirlos a la impotencia en una semana, y allí donde Felipe el Hermoso no había podido nunca triunfar por entero, demostraría él lo que era capaz de hacer. Ya se veía de regreso, precedido por los estandartes del triunfo, repletos sus cofres de nuevo con el botín y los tributos impuestos a las ciudades, sobrepasando la memoria de su padre y borrando los infortunios de su primer matrimonio. Luego, con el mismo arrojo en medio de las ovaciones populares, llegaría al galope como príncipe vencedor y héroe de la batalla, a recibir a su nueva esposa y conducirla al altar y a la consagración.
Se hubiera podido tener piedad de él, por la compasión que siempre inspira la estupidez, si no hubiera sido el encargado de regir los destinos de Francia y de sus quince millones de almas.
El 23 de junio reunió el consejo de los Pares, tartamudeó, pero con violencia, hizo declarar felón al conde de Flandes y decidió convocar el ost[11] real para el primero de agosto, en Courtrai.
La elección de esta ciudad no era la más acertada; el nombre de Courtrai evocaba la derrota. Ahora bien, en cosas de guerra, hay que tener muy en cuenta los precedentes; las catástrofes se reproducen generalmente en los mismos lugares.
Para el mantenimiento del formidable ejército que quería reunir, Luis X se encontraba materialmente falto de dinero. Su Consejo tuvo que recurrir a los mismos expedientes que empleaba Marigny, y la gente se preguntaba si había sido necesario ordenar la muerte del antiguo rector del reino para seguir sus métodos, aplicándolos peor.
Se dio libertad a todos los siervos que podían pagarla; se permitió nueva llegada de judíos a las villas reales mediante una abrumadora tasa sobre su derecho de estancia y comercio; se redujeron los privilegios a los banqueros y comerciantes lombardos[12], al mismo tiempo que se instituía primero una, luego dos tasas suplementarias sobre todas las transacciones, a despecho de las seguridades dadas por el conde de Valois a sus prestamistas. Los lombardos, desde entonces, miraron al nuevo reinado mucho menos favorablemente.
Se quiso igualmente hacer tributar al clero; pero éste se negó argumentando que la Santa Sede estaba vacante y que no se podía tomar ninguna decisión mientras no hubiera papa; luego, tras largas negociaciones, consintieron en dar una ayuda con carácter excepcional, pero sólo como contrapartida de exenciones y franquicias que finalmente costaron más caras al Tesoro que los subsidios obtenidos.
La leva del ejército se hizo sin dificultad, e incluso fue llevada con cierto entusiasmo por los barones, que se aburrían en sus posesiones y a quienes agradaba la idea de sacar sus corazas y correr la aventura.
Entre el pueblo había menos alegría.
—¿No basta —decían las comadres— que esté todo el mundo medío muerto de hambre para que todavía tengamos que dar nuestros hombres y nuestro dinero para la guerra del rey?
A los soldados se les atraía con la esperanza del botín y los días de pillaje y violación; para muchos hombres la guerra era una manera de cortar la monotonía de la labor diaria y la preocupación de alimentarse. Nadie quería mostrarse cobarde, y los sargentos reales sabían llamar al deber a los campesinos, decorando los árboles de los caminos con algunos ahorcados.
La mayor parte de las ordenanzas de Felipe el Hermoso relativas a la organización del ejército seguían en vigor, gracias a la obstinación del condestable, y probaron, una vez más, su eficacia. Todo hombre válido entre los dieciocho y sesenta años se debía al ejército, salvo si se rescataba por una contribución pecuniaria o ejercía un oficio considerado indispensable.
La movilización se efectuaba siguiendo una ordenación esencialmente territorial. El caballero, e incluso el escudero, no iban nunca solos a la guerra. Eran acompañados por criados de armas y gente de a pie. Dueños de sus caballos, de su armamento y del de sus hombres, debían enrolar su tropa entre los vasallos, súbditos o siervos de su feudo. La concesión de la caballería correspondía a un aumento de grado e iba ligada a obligaciones militares bien definidas. El simple caballero, una vez equipada y reunida su gente, se unía al caballero de grado superior, generalmente un caballero con pendón, su inmediato señor feudal. Los caballeros con pendón agrupaban a caballeros de bandera o bannerets, los cuales a su vez estaban bajo las órdenes de caballeros de doble bandera, jefes de grandes unidades tácticas reclutadas en la jurisdicción de su baronía o su condado.
La mesnada del conde Felipe de Poitiers, hermano del rey, se presentaba por sí sola como un cuerpo de ejército imponente, ya que congregaba las tropas del Poitou y las del condado de Borgoña; además estaban agregadas administrativamente a ellas diez banderas entre las cuales se contaban la del conde de Evreux, tío del rey, la del conde Juan de Beaumont, hijo del gran Joinville, y hasta la del condestable Gaucher de Chatillon con las tropas que procedían de su condado de Porcien.
No sin razón Felipe el Hermoso había confiado a su segundo hijo, aun antes de que éste tuviera veintiún años, un mando militar tan importante; la bandera de Poitiers equilibraba en cierto modo a la del conde de Valois bajo la cual se agrupaban las tropas de Valois, de Anjou y del Maine.
Otra gran unidad era, desde luego, la levantada sobre los dominios reales propiamente dichos. A ella pertenecía Roberto de Artois por su castellanía de Conches-en-Quehe y por su condado de Beaumont-le-Roger siempre prometido, jamás entregado.
Las ciudades no estaban sujetas a menor contribución que el campo. Para este ejército de Flandes, París tuvo que proporcionar cuatrocientos caballeros y dos mil hombres de a pie, cuya soldada sería asegurada por los burgueses mercaderes de la Cité, de quincena en quincena. Las carretas y los caballos necesarios para el equipaje habían sido requisados en los monasterios.
El 24 de julio de 1315, después de algún retraso, como ocurría siempre, Luis X tomó en Saint-Denis, de manos del abad Egidio de Chambly, que era su guardián por función, la oriflama de Francia, larga banda de seda roja, bordada de llamas de oro, a las cuales debía su primer nombre de or-y-flambe y fijada sobre un asta de cobre dorado.
A ambos lados de la oriflama, venerada igual que una reliquia, flotaban las dos banderas del rey, a la derecha la azul flordelisada y a la izquierda, la de la cruz blanca.
El ejército se puso en marcha con todos los contingentes llegados del oeste, del sur y del sudeste; los caballeros languedocianos, las tropas de Normandía y de Bretaña. Las mesnadas del ducado de Borgoña y de Champaña, las de Artois y Picardía se reunirían en el camino, en San Quintín.
El día fue uno de los raros soleados en aquel verano infecto. La luz centelleaba en los millares de lanzas, cascos de acero, cotas de malla y escudos de combate pintados en vivos colores. Los caballeros se mostraban sus últimas adquisiciones en materia de armaduras, una nueva forma de bacinete que aseguraba mejor el casco sobre la cabeza, una hendidura del yelmo que permitía más campo de visibilidad, o alguna hombrera más amplia que, colocada en la espalda la protegía de los golpes de maza o hacía desviar el tajo de las espadas.
Varias leguas detrás de los guerreros avanzaban multitud de carretas de cuatro ruedas que transportaban los víveres, fraguas, aprovisionamientos y toda clase de mercaderes autorizados a seguir al ejército, y las muchachas alegres conducidas por los patrones de los burdeles. Todo esto avanzaba en una sorprendente atmósfera de heroísmo y verbena.
Al día siguiente la lluvia comenzó a caer de nuevo penetrante, reblandeciendo los caminos, abriendo rodadas, chorreando en los cascos, colándose bajo las corazas, y alisando el pelo de los caballos. Cada hombre pesaba tres kilos más.
Y los días siguientes, lluvia, siempre la lluvia.
El ejército de Flandes no llegaba nunca a Courtrai. Se detuvo en Bonduis, cerca de Lila. El crecido Lys cerraba todo paso, se desbordaba por los campos, borraba los caminos, empapaba la tierra arcillosa. Como no se podía avanzar más, se estableció el campamento en aquel lugar, bajo el díluvio.