Poco duró el buen tiempo. Los huracanes, las tormentas, las granizadas y las torrenciales lluvias que devastaron aquel verano el occidente de Europa, cuyos rigores había sufrido la princesa Clemencia durante la travesía, se reanudaron al día siguiente mismo de su marcha de Marsella. Después de la primera etapa que acabó en Aix-en-Provence y de la segunda en el castillo de Orgon, llegaron a Aviñón bajo un verdadero diluvio. El techo de cuero pintado de la litera en que viajaba la princesa chorreaba por los cuatro costados como gárgolas de iglesia. ¿Iban a estropearse otra vez los hermosos vestidos nuevos? ¿Se abrirían los cofres por la lluvia, y se perderían las monturas bordadas de plata de los caballos napolitanos antes de haber deslumbrado a las poblaciones de Francia?
Apenas instalada la comitiva en la ciudad papal, el cardenal Duéze, obispo de Aviñón[8], llegó seguido de todo el clero a saludar a madame Clemencia de Hungría. Visita política. Jacobo Duéze, candidato oficial de la casa Anjou-Sicilia a la elección papal, conocía bien a doña Clemencia por haberla visto crecer cuando él era canciller de la corte de Nápoles. El casamiento de Clemencia con el rey de Francia favorecía grandemente su candidatura y ya contaba con esa boda para ganar los votos que le faltaban entre los cardenales franceses.
Ligero como un cervatillo a pesar de sus setenta años, monseñor Duéze subió la escalera, obligando a sus diáconos y camareros a correr tras de él. Lo acompañaban los dos cardenales Colonna afectos provisionalmente a los intereses de Nápoles.
Para recibir a toda aquella púrpura, messire de Bouville sacudió su cansancio y recompuso su dignidad de embajador.
—Bien, monseñor —dijo al cardenal Duéze, tratándolo como a un antiguo conocido—, veo que es más fácil encontraros cuando se acompaña a la sobrina del rey de Nápoles que cuando se viene a veros por mandato del rey de Francia, y que no es necesario correr en vuestra busca por los campos, como me forzasteis a hacer el invierno pasado.
Bouville podía permitirse este tono de amable humor; el cardenal había costado cinco mil libras al tesoro de Francia[9].
—Es que, mi señor conde —respondió el cardenal—, el rey Roberto siempre me ha honrado con su piadosa confianza; y la unión de su sobrina, cuya alta reputación de virtuosa conozco, con el trono de Francia, satisface mis plegarias.
Bouville reconoció aquella extraña voz, cortada, ahogada, apagada de timbre pero rápida de ritmo, que tanto le chocó cuando su primer encuentro con él. Respondiendo a Bouville, hablaba sobre todo para Clemencia, a la que volvía su vista sin cesar. Prosiguió:
—Y luego, messire conde, las cosas han cambiado bastante. Detrás de quien viene de Francia no se advierte ya la sombra de monseñor de Marigny, que tenía tanto poder, y que no nos era nada favorable. ¿Es cierto que se mostró tan infiel en sus cuentas que vuestro joven rey, cuya alma caritativa es de todos conocida, no ha podido librarlo de un justo castigo?
—Sabéis que messire de Marigny era amigo mío —respondió Bouville con valor—. Comenzó en mi casa como escudero. Creo que fueron sus empleados, no él, los infieles. Fue duro para mí ver a un antiguo compañero perderse por su orgullosa testarudez en querer regentarlo todo. Yo le había prevenido…
Pero el cardenal Duéze no había terminado con sus corteses perfidias. Dirigiéndose igualmente a Bouville pero mirando siempre a Clemencia continuó:
—Ya veis, messire, que no era necesario apresurarse tanto en procurar a vuestro dueño la anulación de la que vinisteis a hablarme. Muchas veces la Providencia escucha nuestros deseos… por poco que se le ayude con mano firme.
Con los ojos y el rostro parecía indicar, refiriéndose a la princesa: «Tengo la obligación de preveniros. Considerad con quién os casáis. Si algo os molesta en la corte de Francia, dirigíos a mí». Los hombres de Iglesia, hasta cuando hablan demasiado, deben ser entendidos con medias palabras.
Bouville se apresuró a cambiar de tema y a preguntar al prelado sobre el estado del cónclave.
—Lo mismo —dijo Duéze—: no hay cónclave. Las intrigas son más numerosas que antes, y urdidas tan fuertemente que es imposible desenredar la madeja. El camarlengo se esfuerza en probar que no puede reunirnos. Continuamos dispersos: unos en Carpentras, otros en Orange; Nos mismo, aquí, y Caetani en Vienne.
Duéze sabía que los viajeros debían detenerse en Vienne, para visitar a la hermana de Clemencia, casada con el delfín de Vienne[10]. Así pues se apresuró a pronunciar una requisitoria, susurrada pero feroz, contra el cardenal Francisco Caetani, su principal adversario.
—Es divertido verlo actualmente defender con tanto valor la memoria de su tío. Pero no podemos olvidar que cuando vino a Anagni vuestro amigo Nogaret, con su caballería, para sitiar a Bonifacio, monseñor Caetani abandonó a su muy querido pariente, a quien debía el capelo, y escapó disfrazado de criado. Parece haber nacido para la felonía como otros han nacido para el sacerdocio —declaró Duéze.
Sus ojos, animados por una pasión de viejo, brillaban en el fondo de su cara seca y hundida. Según él, el cardenal Caetani era capaz de las peores fechorías; tenía el diablo en el cuerpo…
—… y el demonio, como vos sabéis, puede introducirse en todas partes; nada debe de serle más placentero que asentarse en nuestros colegios.
Los dos Colonna, animados por un odio ancestral contra todo lo que oliera a Caetani aprobaron calurosamente.
—Bien sé —agregó Duéze— que el trono de San Pedro no debe estar indefinidamente vacío, y que ello es malo para el universo. Pero ¿qué puedo hacer? Me he ofrecido a aceptar esta carga. Si Dios, al designarme, quiere elevar al menos digno al sitio más alto, me someto a su voluntad. ¿Qué más puedo hacer, messire de Bouville?
Después de esto, entregó a la princesa Clemencia, como regalo de boda, un ejemplar ricamente iluminado de la primera parte de su Elixir, tratado de ciencia hermética, del que era dudoso que la joven princesa pudiera comprender ni una línea.
Luego se fue, rápido y a saltitos, seguido de sus prelados, diáconos y pajes. Llevaba ya una vida de papa, y, hasta el límite de sus fuerzas, trataría de impedir la elección de cualquiera que no fuera él.
Al día siguiente, cuando el cortejo principesco avanzaba por el camino de Valence, Clemencia preguntó a Bouville de improviso:
—¿De qué murió madame Margarita de Borgoña?
—De la dureza de la prisión, señora, y de la tristeza de sus faltas, sin duda.
—¿Qué quiso decir el cardenal sobre una mano firme que habría ayudado a la Providencia?
Hugo de Bouville se turbó levemente. Por su parte, se resistía a dar crédito a los rumores que circulaban sobre la muerte de Margarita.
—El cardenal es un hombre extraño —dijo—. Se diría que se expresa siempre por enigmas latinos. Sin duda se debe a que ha estudiado tanto. Confieso que no puedo seguirlo en todos los recovecos de su espíritu. Supongo que quería decir que la cárcel es un régimen severo, si el carcelero es cumplidor, y que puede llegar a acortar la vida de una mujer…
El recrudecimiento de la lluvia vino a sacarlos de esta conversación. Fue necesario afirmar las cortinas de cuero de la litera.
Arrellanada sobre los cojines, traqueteada por el paso de las mulas, cercada por el ruido del agua crepitante e incansable, Clemencia de Hungría pensaba en Margarita.
«Así, la felicidad que me proponen —se decía— la debo a la muerte de otra mujer». Se sentía inexplicablemente unida a aquella desconocida, aquella reina a quien iba a suceder, y cuyo pecado y castigo le causaban tanto espanto como piedad.
«Sus pecados ocasionaron su muerte, y su muerte me hace reina», pensaba Clemencia. Veía en esto una condena que la alcanzaba a ella misma, y todo le parecía presagio de desgracias. La tempestad, la herida de Guccio y aquella lluvia que se convertía en una calamidad… eran otros tantos signos nefastos.
Los pueblos que atravesaban tenían un aspecto desolado. Después de un invierno de hambre, cuando las mieses prometían buenas cosechas y los campesinos comenzaban a cobrar ánimos, unas terribles tormentas se llevaron en unos días sus esperanzas. El agua que caía persistentemente lo pudría todo.
El Durance, el Dróme y el Isére aumentaban su caudal, y el Ródano, a lo largo del cual marchaban, había adquirido con su crecida una peligrosa fuerza. A veces se veían obligados a apartar del camino un árbol abatido por la tempestad.
Para Clemencia era penoso aquel contraste entre la Campania del cielo siempre azul, con sus huertos cargados de frutos de oro, y aquel valle devastado, con sus aldeas siniestras medio despobladas por el hambre.
«Y sin duda más al norte será peor. Voy a un país duro».
Hubiera querido aliviar tanta miseria, y constantemente hacía detener la litera para dar limosna. Bouville se vio forzado a interponerse y se dedicó a aplacar aquel ardor de bondad.
—Si dais a este ritmo, señora, no tendremos bastante para llegar a París.
En Vienne, en casa de su hermana Beatriz, casada con el soberano del Delfinado, fue donde se enteró de que el rey Luis X acababa de partir para la guerra contra los flamencos.
—Señor, Dios mío —murmuró—, ¿voy a ser viuda aún antes de haber visto a mi esposo? ¿Y no he de ir a Francia más que para acompañar al infortunio?