La gran sala destinada a los hombres tenía las dimensiones de una nave de catedral. Al fondo se levantaba un altar donde se celebraban diariamente cuatro misas, vísperas y exposición. Los enfermos privilegiados ocupaban una especie de alvéolos, llamados «cuartos de recomendación», dispuestos a lo largo de las paredes; los demás ocupaban una cama para dos, los pies de uno junto a la cabeza del otro. Los hermanos hospitalarios, con largos sayales parduzcos, recorrían sin cesar la parte central, ya para ir a cantar los oficios, ya para cuidar a los enfermos o distribuir alimentos. Los ejercicios del culto estaban íntimamente mezclados con la terapéutica: los gritos de dolor respondían a los versículos de los salmos, y el perfume del incienso no lograba desvanecer el atroz olor de fiebre y de gangrena. La muerte se ofrecía como espectáculo público. Las inscripciones, pintadas al fresco a lo largo de las paredes con grandes letras góticas, más invitaban a prepararse para la muerte que para la curación[7].
Desde hacía tres semanas Guccio estaba allí, en una alcoba, jadeando bajo el agobiante calor del verano, que hacía más agotador el sufrimiento y más siniestra la permanencia. Miraba con tristeza los rayos de sol que caían de las ojivas abiertas en lo alto de las paredes y proyectaban largas manchas de oro sobre aquella asamblea de desolación. No podía hacer el menor movimiento sin gemir; los bálsamos y elixires de los hermanos hospitalarios le quemaban como llamas, y cada cura era un tormento. Nadie era capaz de decirle si la herida había dañado el hueso, pero sentía que el mal no afectaba solamente a la carne, ya que casi se desvanecía cada vez que le palpaban la cadera o los riñones.
Los frailes y los cirujanos le aseguraban que no corría peligro mortal, que a su edad se curaría del todo y que Dios hacía muchos otros milagros, como el de aquel calafate que vieron llegar un día con las tripas en la mano, y que salió al cabo de algún tiempo más contento que antes. Guccio no se desesperaba menos por ello. Tres semanas ya… y no había ninguna razón para que no tuviera que pasar otras tres, o bien tres meses, sino quedaba imposibilitado para siempre.
A veces se veía ya condenado a acabar sus días inválido detrás de algún mostrador de una casa de cambio de Marsella. Enfermo como estaba, ¿podía soñar en viajar, y menos aún en casarse?… Si es que salía vivo de aquel horroroso hospital, porque cada mañana veía sacar uno o dos cadáveres que habían adquirido ya un maligno tinte negruzco. ¿No sería la peste?… ¡Y todo por hacer el fanfarrón y saltar al muelle antes que sus compañeros, cuando acababa de escapar de un naufragio!
Maldecía al destino y a su estupidez. Casi a diario hacia venir al escribano y le dictaba para Maria de Cressay largas cartas quejumbrosas e inflamadas a la vez, que hacía remitir por los correos de los bancos lombardos a la sucursal de Neauphle, con el fin de que el primer dependiente las remitiera en secreto a la joven.
Guccio aseguraba a María que sólo deseaba curar por ella, por la felicidad de volver a encontrarla, a contemplarla y a quererla eternamente. Le suplicaba que conservara la fe que se habían jurado, y le prometía mil felicidades. «No tengo en mi corazón otra alma que la vuestra, jamás tendré otra y, si me faltara, mi vida se iría con ella».
Porque aquel presuntuoso ahora se veía postrado por su torpeza en un lecho de hospital, dudaba de todo y temía que su amada lo abandonara. María se cansaría de un enamorado siempre ausente y se prendaría de cualquier caballero de su provincia. «Mi suerte —se decía— es haber sido el primero en quererla. Pero pronto va a hacer un año y medio que nos dimos el primer beso».
Ahora que, contemplando sus piernas delgadas, se preguntaba si podría alguna vez tenerse derecho, procuraba en sus cartas mostrarse admirable. Se daba por íntimo y protegido de la nueva reina de Francia. Leyéndolas se hubiera dicho que él había negociado el matrimonio del rey. Contaba su embajada en Nápoles, la tempestad y cómo se había comportado durante ella, levantando el ánimo de la tripulación. Atribuía su accidente a un acto caballeresco: se había precipitado a sostener a la princesa Clemencia para evitar que cayera al agua cuando bajaba del navío, sacudido, aún en el puerto, por los remolinos del mar…
Guccio escribió también a su tío Spinello para contarle su desgracia pero con menos énfasis y para pedirle un crédito de su corresponsal en Marsella.
Las visitas, bastante numerosas, lo distraían algo. El cónsul de los mercaderes de Siena fue a saludarle y se puso a su disposición; el corresponsal de Tolomei lo colmaba de atenciones, y le hacía llegar una comida mejor que la servida por los hermanos hospitalarios.
Una tarde tuvo la alegría de ver aparecer a su amigo el signor Boccaccio da Cellino, viajante de la compañía de los Bardi, quien precisamente se encontraba de paso en Marsella. A su lado, Guccio pudo lamentarse a sus anchas.
—Piensa en todo lo que voy a perderme —decía—. No podré asistir a la boda de doña Clemencia, en la que hubiera tenido mi puesto entre los grandes señores. ¡Haber hecho tanto por esta boda, y no poder asistir! Y también voy a faltar a la consagración de Reims. ¡Ah, cómo me duele todo esto… y además no tengo ninguna respuesta de mi hermosa María!
Boccaccio se esforzó en calmarlo. Neauphle no era un arrabal de Marsella, y las cartas de Guccio no viajaban con la rapidez de los correos reales. Habían de transitar por las postas de Aviñón, Lyón, Troyes y París, y los correos no se ponían en ruta todos los días.
—Boccaccio, amigo mío —exclamó—, si vas a París te suplico que te llegues hasta Neauphle y visites a María. Dile todo lo que te he confíado. Entérate si le han entregado mis cartas, y fíjate si continúa en la misma disposición amorosa hacia mí, y no me ocultes la verdad por dura que sea… ¿No crees, Boccaccino, que debería hacerme llevar en litera?
—¿Para que vuelva a abrirse tu herida, se metan en ella los gusanos y perezcas de fiebre en cualquier mal albergue del camino? ¡Hermosa idea! ¿Te has vuelto loco? Tienes veinte años, Guccio…
—¡Aún no!
—Razón de más. ¿Qué supone a tu edad un mes perdido?
—Si sólo fuera un mes…, pero es toda mi vida la que puede perderse.
La princesa Clemencia enviaba todos los días a uno de sus gentileshombres a preguntar por el herido. El conde de Bouville fue por tres veces a sentarse a la cabecera del joven italiano. Bouville estaba agotado de trabajo y preocupaciones. Se esforzaba en dar una apariencia conveniente al séquito de la futura reina antes de seguir viaje. Nadie tenía otros vestidos que aquéllos, empapados y echados a perder, que llevaban al desembarcar.
Los gentileshombres y las damas de compañía hacían encargos en las sastrerías y lencerías sin preocuparse por el pago. Había que rehacer todo el ajuar de la princesa, perdido en el mar; era preciso volver a comprar la platería, la vajilla, los cofres, los muebles de camino. Bouville había solicitado fondos de París; París había contestado que se dirigiera a Nápoles, ya que todas las pérdidas habían sobrevenido en la parte del viaje que incumbía pagar a la corona de Sicilia y que la escolta se encontraba todavía en tierra angevina. Los napolitanos habían enviado a Bouville a los Bardi que eran los prestamistas habituales del rey de Nápoles, lo cual explicaba la rápida ida a Marsella del signor Boccaccio. En todo este embrollo, Guccio le hacía mucha falta a Bouville.
—¿Por qué habías de resbalar? —decía el antiguo gran chambelán con velado reproche—. Ya lo veis, el cielo os ha castigado por vuestras palabras impías. Pero a la vez me castiga a mí, privándome de vuestra ayuda cuando me sería más útil. Yo no entiendo nada de cuentas, y estoy seguro de que me roban.
—¿Cuándo vais a partir? —le preguntó Guccio, que veía acercarse ese momento con desesperación.
—¡Oh, amigo mio, no antes de mediados de julio!
—Quizás estaré repuesto.
—Así lo espero. Esforzaos. Vuestra curación me haría un gran servicio.
Pero llegó la mitad de julio sin que Guccio pudiera levantarse. La víspera de la partida, Clemencia de Hungría fue a despedirse del enfermo.
A Guccio le envidiaban ya sus compañeros de hospital por las visitas que recibía y los cuidados que le prodigaban; pero comenzó a adquirir una aureola de héroe de leyenda cuando la prometida del rey de Francia, acompañada de dos damas y de seis caballeros napolitanos, se hizo abrir las puertas de la gran sala del hospital.
Los hermanos hospitalarios, que cantaban vísperas, se vieron sorprendidos y sus voces enronquecieron un poco. La hermosa princesa se arrodilló como la más humilde fiel; luego, una vez terminados los oficios, avanzó entre las camas, seguida por cien miradas trágicas. De las camas donde estaban acostados los enfermos, pies con cabeza, se incorporaban los cuerpos para verla pasar. Manos de viejos se tendían hacia ella.
Ordenó en seguida a su séquito que dieran limosna en su nombre a todos los indigentes y que se entregaran cien libras a la fundación.
—Pero, señora —le susurró Bouville, que caminaba a su lado—, no tenemos bastante dinero para pagarlo todo.
—¿Qué importa? Esto es más importante que las copas cinceladas para beber, o la sedería para adornarnos. Me avergüenza pensar en semejantes vanidades; siento incluso vergüenza de mi salud cuando veo tanta miseria.
Entregó a Guccio un pequeño relicario que contenía un minúsculo trozo del ropaje de San Juan, «con una gota visible de la sangre del Precursor», relicario que había comprado a precio muy alto a un judío especialista en esta clase de comercio. El relicario iba suspendido por una cadenita de oro, que Guccio se pasó en seguida por el cuello.
—¡Ah, gentil signor Guccio! —dijo la princesa Clemencia—. Me apena veros aquí. Habéis hecho por dos veces un largo viaje para ser, junto a messire de Bouville, mensajero de buenas noticias; me habéis prestado gran ayuda en el mar, y no vais a estar presente en la alegría de mi boda.
En la sala hacía un calor de horno. Fuera amenazaba tormenta. La princesa extrajo de su escarcela un pañuelo, y enjugó el sudor que bañaba el rostro del paciente con gesto tan natural y dulce que a Guccio se le saltaron las lágrimas.
—Pero ¿cómo os ocurrió esto? —continuó Clemencia—. No vi nada, ni comprendo todavía lo que paso.
—Yo… yo creí, señora, que ibais a descender, y como la nave continuaba dando bandazos, quise… quise lanzarme para ofreceros mi brazo. A aquella hora no se veía nada, y mi pie resbaló.
Él estaba ya convencido de que las cosas habían sucedido así y de que el impulso que lo había movido a saltar el primero…
—Gentil signor Guccio —repitió Clemencia muy emocionada—, me alegraré de que curéis pronto y venid a decírmelo a la corte de Francia; mis puertas estarán siempre abiertas para vos, como amigo.
Cambiaron una larga mirada, completamente inocente, porque ella era hija de rey y él hijo de lombardo. Colocados por nacimiento en otra situación, hubieran podido amarse.