I. Adiós a Nápoles

En pie, vestida toda de blanco, ante una de las ventanas del enorme Castel-Nuovo, desde el que se dominaba el puerto y la bahía de Nápoles, la anciana reina madre María de Hungría dirigía la mirada a un navío a punto de hacerse a la mar.

Enjugándose con sus resecos dedos las lágrimas que humedecían sus párpados sin pestañas, murmuró:

—Ahora ya puedo morir.

Veía cumplida su misión. Hija de rey, esposa de rey, madre y abuela de reyes, había consolidado su descendencia sobre tronos de la Europa meridional y central. Todos sus hijos sobrevivientes eran reyes o duques soberanos. Dos de sus hijas eran reinas. Su fecundidad había sido un instrumento de poder para los Anjou-Sicilia, rama menor salida del árbol de los Capetos que llevaba trazas de hacerse tan gruesa como el tronco.

Aunque María de Hungría había perdido seis de sus hijos, la consolaba el hecho de que uno de ellos, entrado en religión, iba a ser canonizado. Sería madre de un santo[2]. Como si los reinos de este mundo se hubieran hecho demasiado pequeños para esta tentacular familia, la anciana reina había llevado su progenie hasta el reino de los cielos.

Septuagenaria ya, sólo aspiraba a asegurar el porvenir de una de sus nietas, la huérfana Clemencia. Ahora lo había logrado.

El gran navío que levaba anclas aquel 19 de julio de 1315, bajo un sol esplendoroso, representaba, a los ojos de la reina madre de Nápoles, el triunfo de su política y la melancolía de los hechos finiquitados.

Porque para su bien amada Clemencia, para aquella princesa de veintidós años sin ninguna dote territorial y solamente rica por la reputación de su hermosura y virtud, acababa de lograr la más alta alianza, la boda más prestigiosa. Clemencia iba a ser reina de Francia. De esta manera la más olvidada por la suerte de las princesas de Anjou, recibía el más poderoso reino, e iba a reinar como señora feudal sobre toda su parentela. Era como un ejemplo de la enseñanza evangélica.

Verdad es que se decía que el joven rey de Francia, Luis X, no tenía un rostro muy agradable, ni un carácter de lo más apacible. «¡Y qué! Mi esposo, que Dios perdone, era cojo y no por eso me llevé mal con él», pensaba María de Hungría. «Además, no se es reina para ser feliz».

También se comentaba, en voz baja, la oportunidad con que había acontecido la muerte de la reina Margarita en la prisión, cuando el rey Luis tenía dificultades para obtener la anulación de su matrimonio. Pero ¿había que dar crédito a todas las maledicencias? María de Hungría era poco inclinada a sentir piedad por una mujer, sobre todo reina, que había traicionado los compromisos matrimoniales. No le sorprendía en absoluto que el castigo de Dios hubiera caído naturalmente sobre la escandalosa Margarita.

«Mi hermosa Clemencia implantará de nuevo la virtud en la corte de París», se decía.

A manera de adiós hizo con la mano la señal de la cruz a través de la ventana; luego, con la corona puesta sobre sus cabellos de plata, sacudida la barbilla por tics nerviosos y el paso rígido, aunque todavía decidido, fue a recluirse en la capilla para agradecer al cielo el haberle ayudado a cumplir su larga misión real y ofrecer al Señor el gran sufrimiento de la mujer que ve terminada su vida.

Mientras tanto, el San Giovanni, enorme nave redonda, con su casco pintado enteramente de blanco y luciendo en las astas de su arboladura los gallardetes de Anjou, de Hungría y de Francia, comenzaba a maniobrar para alejarse del puerto. El capitán y la tripulación habían jurado sobre el Evangelio defender a sus pasajeros contra la tempestad, los piratas berberiscos y todos los peligros de la navegación. La estatua de san Juan Bautista, protector del navío, relucía en la proa bajo los rayos del sol. En los castilletes almenados, a media altura de los mástiles, cien hombres de armas, vigías, arqueros, lanzadores de piedras, estaban en su puesto para rechazar, si sobrevenían, los ataques de los piratas. Las calas rebosaban de víveres; ánforas de aceite y de vino estaban hundidas en la arena del lastre, donde habían metido también centenares de huevos para mantenerlos frescos. Los grandes cofres revestidos de hierro que contenían vestidos de seda, joyas, objetos de orfebrería y todos los regalos de boda de la princesa, estaban alineados contra las paredes del escandolat, amplio cuarto dispuesto entre el palo mayor y la popa, donde dormirían sobre tapices de Oriente los gentileshombres y caballeros de escolta.

Los napolitanos se habían apiñado en los muelles para ver partir lo que les parecía ser el navío de la felicidad. Las mujeres levantaban en brazos a sus hijos. De esta muchedumbre ruidosa y entusiasta, como siempre ha sido el pueblo de Nápoles, se oía gritar:

—Guardi com’e bella!

—Addio Donna Clemenza! Siate felice!

—Che Dio benedica la nostra principessa!

—Non vi dimentichate di noi[3]!

Porque doña Clemencia, para los napolitanos, estaba aureolada de una especie de leyenda. Se acordaban de su padre, el apuesto Carlo Martelo, amigo de los poetas y en particular del divino Dante; príncipe erudito, tan buen músico como valiente con las armas, que recorría la península seguido de doscientos gentileshombres franceses, provenzales e italianos, vestidos como él, de escarlata y verde oscuro, y cabalgando en corceles enjaezados de plata y oro. Se le llamaba hijo de Venus, porque poseía «los cinco dones que invitan al amor, y que son: salud, belleza, opulencia, ocio y juventud». La peste lo fulminó a los veinticuatro años y su mujer, una princesa de Habsburgo, murió al conocer la noticia, lo cual proporcionó un mito trágico a la imaginación popular.

Nápoles había encauzado su afecto hacia Clemencia, quien, al hacerse mayor, reproducía los rasgos de su padre. Esta huérfana real era bendecida en los barrios pobres, a donde acudía para distribuir limosnas. Los pintores de la escuela de Giotto se complacían reproduciendo en los frescos su rostro sereno, sus dorados cabellos y sus largas manos afiladas.

Sobre la plataforma almenada que servía de techo al castillo de popa, a unos diez metros sobre el agua, la prometida del rey de Francia lanzó una postrera mirada al paisaje de su infancia, al viejo castillo de El Huevo donde había nacido, al Castel-Nuovo donde había crecido, a aquella muchedumbre bulliciosa que le echaba besos, a toda aquella ciudad deslumbradora, polvorienta y sublime.

«Gracias, abuela mía» —pensaba, vueltos los ojos hacia la ventana de donde acababa de desaparecer la silueta de María de Hungría—. «Sin duda, nunca os volveré a ver. Gracias por haber hecho tanto por mí. A los veintidós años cumplidos me desesperaba por no tener marido; creía que ya no lo encontraría y que habría de entrar en un convento. Teníais razón al imponerme paciencia. Ahora voy a ser reina de ese gran reino que riegan cuatro ríos y bañan tres mares. Mi primo el rey de Inglaterra, mi tía de Mallorca, mi pariente de Bohemia, mi hermana la delfina de Vienne, e incluso mi tío Roberto que reina aquí, y de quien hasta hoy era súbdita, van a convertirse en mis vasallos por las tierras que poseen en Francia o los lazos que los unen a esa corona. Pero ¿no será esto demasiada carga para mí?».

Sentía al mismo tiempo la exaltación de la alegría, la angustia de lo desconocido y la turbación que se experimenta ante los cambios irrevocables del destino aunque superen los sueños.

—Vuestro pueblo muestra que os quiere mucho, señora —dijo a su lado un hombre grueso—. Pero apuesto a que el pueblo de Francia no tardará en quereros otro tanto, y en cuanto os vea, os dispensará una acogida semejante a este adiós.

—¡Ah! Vos seréis siempre mi amigo, messire de Bouville —respondió Clemencia con efusión.

Necesitaba hacer partícipes de su felicidad a los que la rodeaban y agradecer sus homenajes. El conde de Bouville, enviado de Luis X, que había llevado las negociaciones, había vuelto a Nápoles hacía dos semanas, para recogerla y conducirla a Francia.

—Y vos también, signor Baglioni, sois mi buen amigo —agregó ella, volviéndose hacia el joven toscano que servía de secretario a Bouville y guardaba los escudos de la expedición, prestados por los bancos italianos.

El joven se inclinó ante el cumplido.

Ciertamente todo el mundo era feliz aquella mañana. El grueso Bouville, que sudaba un poco con el calor de junio, echándose tras las orejas los mechones blancos y negros, se sentía a gusto y orgulloso de haber cumplido con su misión y de llevar a su rey tan espléndida esposa.

Guccio Baglioni soñaba en la hermosa María de Cressay, su secreta prometida, para quien llevaba un cofre de sederías y adornos bordados. No estaba seguro de haber acertado al pedir a su tío la agencia de la banca en Neauphle-le-Vieux. ¿Debía contentarse con un puesto tan insignificante?

«¡Bah! No es más que el principio —se decía—. Pronto podré cambiar de situación y, mientras tanto, pasaré la mayor parte del tiempo en París».

Seguro de la protección de su nueva soberana, no conocía límites a su ascensión; veía ya a María como dama de honor de la reina y se imaginaba a sí mismo con un cargo en la casa real… Con el puño sobre la daga y la barbilla levantada miraba desplegarse a Nápoles ante sus ojos bajo el sol.

Diez galeras escoltaron al navío hasta alta mar. Luego, los napolitanos vieron alejarse, disminuirse aquella blanca fortaleza que avanzaba sobre las aguas.