Cuando cuarenta inviernos asedien esa frente,
y caven sus trincheras en campos de belleza,
tus galas, tan soberbias, que admira hoy la gente,
serán harapos viejos o bien solo maleza.
Entonces si preguntan qué fue de tu hermosura,
qué fue de aquel tesoro de días de pujanza,
decir que en esos ojos, hundidos ya, perdura
será voraz vergüenza y pródiga alabanza.
Cuántas loas en cambio de tu belleza oirías
si acaso respondieses: “Mi hijo predilecto
ha de saldar mis cuentas, y excusa la edad mía”
probando tu herencia con su hermoso aspecto:
Tu juventud, de viejo, verías renovada,
sintiendo hervir la sangre cuando ya esté helada.[2]