Hace cuatrocientos años se puso a la venta un libro que rezaba en la portada: SHAKES-PEARE'S SONNETS. Never before Imprinted (SONETOS DE SHAKESPEARE. Nunca antes impresos). En la parte inferior figuraba la ciudad, el impresor, el editor, el librero y la fecha de publicación: At London By G. Eld for T.T. and are to be solde by William Aspley. 1609. Aunque no se mencionaba en la capa, a los Sonetos les seguía un poema titulado A LOVER'S COMPLAINT, Lamento de una amante.
Podemos considerar el año de 1609 como una fecha algo tardía en la producción literaria de William Shakespeare: únicamente Cimbelino, El cuento de invierno, La tempestad, Enrique VIII y Dos nobles de la misma sangre vieron la luz posteriormente. No obstante, los Sonetos debían llevar escritos algún tiempo, pues la primera noticia de su existencia nos la da en 1598 Francis Meres en su Palladis Tamia:
As the soule of Euphorbus was thought to live in Pythagoras: so the sweete wittie soule of Ouid liues in mellifuous & hony-tongued Shakespeare, witnes his Venus and Adonis, his Lucrece, his sugred Sonnets among hisprivate friends.
“Como se creía que el alma de Euforbo vivía en Pitágoras, así el alma ingeniosa y dulce de Ovidio vive en la lengua meliflua y suave de Shakespeare, como lo testimonian su Venus y Adonis, su Lucrecia, sus Sonetos de azúcar [conocidos] entre sus íntimos amigos.”
Si bien no hay ninguna prueba de que F. Meres se refiriese a las mismas composiciones que se publicaron en 1609, pues el término “soneto” se empleaba a menudo para designar cualquier tipo de poema lírico, parece probable que algunos de los “Sonetos de azúcar” aludidos fuesen los que hoy conocemos: así parece indicarlo el hecho de que los sonetos 138 y 144 apareciesen sin el consentimiento de Shakespeare en 1599, en una miscelánea poética publicada por William Jaggard con el título de The Passionate Pilgrim.
En cualquier caso, lo cierto es que los Shakespeare's Sonnets es una de las obras de la literatura universal que a día de hoy sigue suscitando más comentarios —también más conjeturas estériles— a juzgar por el número de libros y artículos inventariados en los anuarios bibliográficos. La colección de los 154 sonetos constituye una de las cumbres de la poesía occidental: su vigor y frescura, su misterio, su temática, su musicalidad, hacen perdurables unos poemas para los que la voz lírica augura la pervivencia hasta el fin de los tiempos.
Los inacabados comentarios a que han dado lugar estas obras —las más visitadas por la crítica y los estudiosos, junto con Hamlet— son una prueba de la fascinación que ejercen y de las posibilidades hermenéuticas que ofrece la manipulación artística del lenguaje. En cuanto a las conjeturas, estas giran básicamente alrededor de dos polos de atracción: la curiosa dedicatoria del libro y la busca obsesiva de los supuestos destinatarios de los sonetos. Respecto al primero de estos asuntos, el motivo de la controversia reside en si el autor de la dedicatoria es Thomas Thorpe, el editor, o si este se limitó a adaptar una dedicatoria original de Shakespeare, añadiéndole unos votos particulares:
To the onlie begetter of / these insuing sonnets / Mr. W.H., all happinesse /and that eternitie / promised/ by / our ever-living poet / wisheth / the well-wishing / adventurer in /setting / forth.
T.T.
“A la única persona a quien se deben los siguientes sonetos, el Sr. W.H., toda la felicidad y aquella eternidad prometida por nuestro inmortal poeta le desea quien con los mejores deseos se aventura a darlos a la luz.
T.T.”
Gran parte de la polémica descansa en las diversas interpretaciones del término “begetter”, vocablo que no se registra en ningún otro texto de Shakespeare. Para algunos, se refiere al “inspirador” de los sonetos; para otros, begetter se refiere al autor: sería una mención con la que el editor, T.T., alude al propio Shakespeare, quien, debido a un error de imprenta, figuraría como Mr. W.H. en vez de como Mr. W.SH. o como Mr. W.S.; en este caso, el término begetter tendría la acepción de “creador” o “padre” (en sentido análogo utiliza Shakespeare beget, begets y begotten en sus poemas y en las obras dramáticas). Hay también quien considera que begetter puede tener el sentido de “procurador”, en referencia a la persona que le proporcionó los poemas al editor, suponiendo así que la obra fue publicada sin el consentimiento expreso de Shakespeare. Para mantener la indefinición de begetter opto en la traducción por el circunloquio “persona a quien se deben”, que permite contemplar cualquiera de las posibilidades apuntadas.
El segundo polo de atracción de las polillas críticas reside en dilucidar quién es el referente real del joven apostrofado y de la Dark Lady a quien se dirigen las veintiocho últimas composiciones. El interés que esa curiosidad ofrece desde el punto de vista literario mereció unas punzantes y certeras observaciones de Wystan Hugh Auden:
“Es probable que se hayan escrito y comentado más tonterías, y que se haya gastado inútilmente más energía intelectual y emocional sobre los sonetos de Shakespeare que sobre cualquier otra obra de la literatura universal. Desde luego, se han convertido en la mejor piedra de toque que conozco para distinguir lo blanco de lo negro, es decir, para separar a quien aprecia la poesía por lo que es la poesía misma de quien valora los poemas bien como documentos históricos, bien porque expresan sentimientos o creencias con las que el lector está de acuerdo. […]
Todo esto no ha impedido que muchos y muy doctos caballeros hayan desplegado su erudición e ingenio en toda suerte de conjeturas. Aunque me parece bastante estúpido dedicar el tiempo a esbozar conjeturas cuya veracidad o falsedad nunca será posible demostrar, no es esta mi principal objeción a tales esfuerzos. El reparo que pongo radica en la ilusión que tienen acerca de que si lograsen establecer la identidad del Amigo, de la Dark Lady, del Poeta Rival, etc., eso esclarecería de alguna manera nuestra comprensión de los propios sonetos.
Considero que tal ilusión revela una total falta de comprensión en lo que se refiere a la naturaleza de las relaciones existentes entre el arte y la vida, o bien un intento por racionalizar y justificar lo que no es sino vulgar y ociosa curiosidad.
[…] Una gran parte de lo que hoy en día pasa por investigación erudita es una actividad que en nada se diferencia de la lectura a hurtadillas de la correspondencia privada de alguien que no está en la habitación, y desde el punto de vista moral la situación no es más justificable por el hecho de que la persona ausente se encuentre en la tumba.”[1]
Es bastante lógico creer que el interés que se toman algunos estudiosos en identificar a las personas apostrofadas en los sonetos nace de una cierta inclinación morbosa, derivada del hecho de que en muchas de esas composiciones se manifiesta la devoción del hablante lírico por un atractivo joven, cuya belleza y virtudes admira aquel, y por una dama oscura y misteriosa de la que está encaprichado. Claro que antes de sacar conclusiones precipitadas, el crítico y el lector —y, por supuesto, el traductor— deberían saber que, en el contexto del siglo XVI y comienzos del XVII, los términos love y lover, cuando se usaban entre amigos, eran habitual muestra de afecto y no tenían implicaciones homoeróticas: se trata de vocablos equivalentes a “afecto”, “amistad”, “amigo”, como se puede colegir de la correspondencia de la época o de alguna otra obra del propio Shakespeare (El mercader de Venecia, Coroliano). Por otra parte, ese afán por identificar al joven y a la mujer a quien se apostrofa en los sonetos también es fruto de un malentendido persistente desde el siglo XIX: la identificación de la voz lírica —la voz del hablante lírico— con el autor. Sin embargo, como observa Peter Ackroyd en su reciente biografía de Shakespeare[2], en la época isabelina nadie consideraba los sonetos como vehículo de expresión de los propios sentimientos ni de la interioridad del autor: tal distorsión nace en la época romántica. Item más, si los consideramos stricto sensu, en muchos de los sonetos de Shakespeare no se sabe quién es el hablante lírico: si es un hombre que se dirige a un hombre, un hombre que se dirige a una mujer o una mujer que se dirige a un hombre. No debemos olvidar que el bardo de Stratford recurre con frecuencia en los sonetos a motivos de la lírica trovadoresca, deudora en algunos géneros de la tradicional canción femenina puesta en boca de una mujer enamorada. Por otra parte, corroborando la distancia que media entre el autor y la composición poética, Shakespeare relaciona en sus obras dramáticas la poesía con la ficción, como por ejemplo en Como gustéis, cuando en el comienzo del acto III, escena 3ª, el bufón afirma que “la poesía más auténtica es la más abundante en ficciones” (the truest poetry is the most feigning). Y lo cierto es que en la época era muy frecuente publicar series de sonetos dirigidos a personas o a seres irreales, como ejercicio destinado a exhibir la habilidad lingüística y literaria del poeta, su ingenio o su virtuosismo métrico-musical. ¿No será esta una de las razones por las que en los Sonetos jamás se menciona el nombre del destinatario por mucho que el hablante lírico asegura que tal nombre será inmortal merced a esos versos?
Tal vez porque Shakespeare resulta más inaprensible que ningún otro autor, porque ninguna voz revela su voz y ningún rostro muestra su faz, es por lo que se persigue la ilusión de poder descubrir los trazos caracterológicos y los sentimientos del hombre de Stratford en los Sonetos. Sin embargo, en realidad, estos carecen de valor autobiográfico. La crítica ociosa debería resignarse y aceptar el hecho de que, igual que sucede en las obras teatrales, es imposible saber nada acerca de las vivencias o de las opiniones personales de Shakespeare: este se limita a describir tan solo una experiencia atemporal, y si en ella se filtraron algunos elementos de su vida, es casi seguro que nunca sabremos cuáles. Después de todo, quizás también Shakespeare —como Voltaire decía de sí mismo comparándose con Alonso Quijano— se inventase pasiones para ejercitarse.
Dejando de lado cualquier tipo de prejuicio, podemos convenir que uno de los aspectos que eleva la calidad literaria de los sonetos es precisamente esa indefinición o ambigüedad de la voz lírica y de los destinatarios: tal circunstancia convierte los Shakespeare's Sonnets en una suerte de caleidoscopio que permite que cada cual vea en ellos, según sus afectos, conforme a su estado de ánimo y a sus vivencias, en todo o en parte, figuraciones de la amistad, de la inclinación homoerótica, de la pasión heterosexual o de la visión de Eros. En resumidas cuentas, podemos contemplar nuestras experiencias vitales y nuestro conocimiento del mundo. Así ha venido sucediendo desde que se volvieron a reimprimir en el año 1640 por John Benson, pues lo cierto es que cuando se publicaron en 1609 pasaron sin pena ni gloria. Apenas hay alguna mención al respecto: Thomas Heywood, en 1612, dice que finalmente Shakespeare publicó sus sonetos “con su propio nombre”, y William Drummond, circa 1614, haciendo inventario de los poetas que han escrito sobre el tema del amor, consigna el nombre de Shakspear, que “últimamente publicó sus obras”[3]. De esta escasez de referencias de la época se pueden sacar algunas conclusiones, mas ninguna certeza. Por una parte, parecen indicar que Shakespeare no puso objeción alguna, públicamente, a la venta del libro, y por otro lado parece que los sonetos pasaron casi inadvertidos y no ocasionaron ninguna polémica ni escándalo. Acaso este sea un elemento más que lleva a W.H. Auden a pensar que la experiencia que Shakespeare plasma en los sonetos 1-126 no responde a un deseo homosexual —rechazado, además, explícitamente en el soneto 20— sino a la Visión de Eros, una especie de fascinación o hechizo por la belleza, entendida no solo en un plano físico sino sobre todo en un plano caracterológico y espiritual: el atractivo de una personalidad irresistible adornada con innumerables virtudes.
“Aunque la primera experiencia de la que parten sea, según creo, la Visión de Eros, no tratan, por supuesto, únicamente de eso. Para que la visión permanezca y no se desvanezca, probablemente es necesario que el amante tenga muy poco contacto con la persona amada, por agradable que pueda ser ella o él. Dante, después de todo, solo vio a Beatriz una o dos veces; y es probable que ella supiese muy poco de él. La historia que contienen los sonetos presumo que es la de la pugna angustiosa de Shakespeare por preservar la gloria de la visión que le fue concedida en una relación, que por lo menos duró tres años, con una persona que con su comportamiento parecía querer enturbiar esa visión.”[4]
Desde luego, podemos afirmar de forma genérica que los sonetos de Shakespeare versan sobre el amor, y analizan los aspectos más concretos de la sensualidad y al mismo tiempo los sentimientos que tienen que ver con la amistad; también con el amor eterno, con el amor metafísico, que no es sino la lucha contra el tiempo y la muerte. En todo caso, la calidad y la diversidad de matices con que abordan los temas cantados los hacen universales, al margen de a quién están dedicados y con independencia de la naturaleza de los afectos expresados en ellos, pues la ambigüedad y la riqueza del estilo shakespeariano alimenta diversos significados que hacen perdurable el canto a través de los siglos.
No sabemos con absoluta certeza a qué voluntad responde el orden de los sonetos, pero sí resulta evidente que en su conjunto no siguen una secuencia planificada cronológica ni temáticamente. Es habitual que se establezcan dos grandes bloques: los sonetos 1 a 126, destinados a un joven, y los sonetos 127-154, dirigidos a una mujer. No obstante, tal división es discutible; en primer lugar porque, si bien parece incontrovertible el hecho de que el destinatario de los 17 primeros es un joven a quien se invita a que procree, cabe la posibilidad de que los sonetos 18 a 126 tengan diferentes destinatarios, y no hay nada que impida creer que un cierto número de ellos estén dirigidos a una mujer; de hecho, los sonetos inequívocamente dedicados a un sujeto masculino no llegan a treinta. Del mismo modo, no parece probable que la destinataria de los sonetos 127-154 sea siempre la misma: concretamente, hay razones para pensar que los sonetos 128 y 145 no se dirigen a la Dark Lady, y los sonetos 153 y 154, por más que conectan temáticamente con la pasión amorosa por la Dama Oscura, son imitaciones de poemas clásicos.
Por eso, considero más riguroso establecer cuatro grandes grupos:
• Sonetos 1-17. Están dirigidos a un joven y constituyen una especie de “Invitación al matrimonio”, pues en ellos el hablante lírico anima a la persona apostrofada a que abandone su estéril narcisismo, contraiga matrimonio y tenga descendencia a fin de que su hermosa imagen perdure en el mundo.
• Sonetos 18-126. Se trata del grupo más heterogéneo. Muchas de estas composiciones podrían estar dirigidas al mismo joven de los primeros 17 sonetos, aunque no necesariamente. En ocasiones, mediante el procedimiento de conectar el primer verso de un soneto con el final del verso precedente, se establece una secuencia que puede abarcar varios poemas. Así y todo, muchos sonetos mantienen una decidida ambigüedad acerca del sexo del destinatario, y no se vinculan necesariamente con aquellos que se dirigen a un varón. La temática de este segundo bloque también es variada: junto a cuestiones relativas al sexo, al amor y a la amistad, se abordan otras relacionadas con el paso del tiempo, el poder, la calumnia, la belleza, la corrupción, la inmortalidad, la transcendencia, la fortuna, la nostalgia, la inspiración, la infidelidad, la presencia de la muerte, la presunción y vanagloria, el arte; en fin, la vida misma en toda su variedad y contingencia.
• Sonetos 127-152. Están dirigidos a una misteriosa mujer, conocida generalmente como la Dark Lady, “La dama oscura”. El tema de estos sonetos es la pasión del poeta por la mujer apostrofada y el análisis de sus sentimientos ante las actitudes y el comportamiento de la mujer.
• Sonetos 153-154. Son los dos sonetos que cierran el poemario y sirven como corolario a la pasión por la dama oscura. Se trata de sendas imitaciones de epigramas clásicos.
Los Shakespeare's Sonnets están escritos siguiendo el modelo del soneto inglés: catorce versos de pentámetros yámbicos —verso decasílabo compuesto por cinco pies que combinan una sílaba débil y una fuerte— distribuidos en tres cuartetos y un pareado final; en los cuartetos riman el primer verso con el tercero y el segundo con el cuarto, mientras que los versos del dístico final riman entre sí. Las rimas son siempre distintas de modo que en cada poema se introducen siete diferentes, según el esquema ABAB, CDCD, EFEF, GG. Muchos de los sonetos están escritos con un estilo sofisticado, y abundan los juegos de palabras y los dobles sentidos: el uso de vocablos propios del argot de la época —de forma especial en relación con el sexo— dificulta todavía más la comprensión inmediata del texto. Incluso allí donde el significado parece más claro, las figuras de dicción, las imágenes y la riqueza compositiva les confieren a los versos una profundidad que precisa de una decidida atención y de cierta capacidad analítica.
El lenguaje de Shakespeare en los sonetos prescinde de la imaginería mitológica, simbólica y ornamental de sus anteriores poemarios (Venus y Adonis, La violación de Lucrecia) y recurre a imágenes funcionales tomadas de la experiencia real: del mundo de la labranza, de la navegación, de la medicina, del derecho, de las finanzas, de la música, de la pintura, de la vida militar, de la astronomía y de la alquimia, entre otros campos. En esa sugestiva variedad, la indeterminación y el misterio expanden el significado de los versos como un juego de espejos.
Para finalizar, voy a esbozar unas observaciones referentes a la traducción. Procuraré enunciarlas de forma breve, y espero que en tal propósito obtenga el éxito que sin duda desea el lector.
No es raro escuchar la peregrina afirmación de que la poesía es intraducible, y a la vista de algunos resultados tal parece ser la obstinada determinación de muchos traductores. Naturalmente, con ese punto de partida, cualquier versión de un poema puede convertirse en un jeroglífico indescifrable, y si en algunos casos tal circunstancia tiene que ver con la textura del producto original —por desgracia, hay demasiados “poemas” inextricables que no dicen ni significan nada—, en la buena poesía el sentido puede estar escondido tras la sintaxis, tras el ritmo y la musicalidad, tras la disposición tipográfica, pero ese sentido existe; el poema significa algo, aunque no lo entendamos cabalmente a la primera y nos seduzca apenas por su misterio y su música. Ahora bien, resulta evidente que un buen traductor no puede contentarse con esa fascinación por lo inefable: tiene que comprender cabalmente el texto que se propone verter sin languidecer ante el hermetismo del poema. Y si es un buen lector, aunque no recoja todas las sugestiones del texto original, debe procurar que el resultado sea significativo en toda su amplitud y en los detalles; en caso contrario la traducción resultará abstrusa e ininteligible, y disuadirá al buen lector de seguir con la lectura, convencido de la maldad del traditore.
Dice Friedrich Schleiermacher en Über die Verschiedenen Methoden des Übersetzens, “Sobre los diferentes métodos de traducir”, que, tratándose de poesía, es preferible una buena traducción en prosa a una mala en verso. Por más que tal criterio parezca sensato, si examinamos con rigor ese dictado debemos concluir que una buena traducción en prosa de un poema lírico no es nunca, no puede serlo, una buena traducción. Como tampoco lo es aquella que simula estar en verso, es decir, que adopta simplemente la representación tipográfica propia del verso en la página; si falta la música no hay poesía lírica: esta es siempre una canción de palabras, y el hecho de mantener una regularidad métrica tampoco garantiza, de por sí, un ritmo digno de tal nombre. Igual que acontece en la interpretación musical, un poema lírico —y su traducción— debe combinar la lectura vertical exigente, esto es, el sonido y el significado de cada nota, de cada palabra, con la lectura horizontal, que articula cada unidad con las precedentes y con las siguientes, manteniendo el pulso significativo y melódico para sostener y elevar la arquitectura de todo el edificio.
Además, el traductor debe comprometerse para que el resultado suscite en el lector la ilusión de encontrarse ante un texto poético original. En efecto, como indica Javier Marías en “La traducción como fingimiento y representación”, el lector —igual que un espectador que contempla un espectáculo teatral o cinematográfico—, por muy dispuesto que esté a dejarse encandilar, solo pondrá en suspenso su credulidad y cederá ante la sugestión cuando los responsables de ese espectáculo, de esa traducción, se esfuercen en ofrecerle una ficción creíble. En esto último reside a fin de cuentas la “fidelidad” al modelo representado, y no en la traslación mecánica de los términos y períodos, que algunos se empeñan en proclamar como “fiel” cuando en realidad oculta el torpe engaño, la inverosimilitud, que es la más condenable de las falsedades en cualquier arte.
En resumen, la traición inadmisible en la traducción de la poesía lírica consiste tanto en privar al texto de sentido, o en hacer que diga cosas distintas a las que expresa o sugiere el original, como en privarlo de esa “ilusión de realidad” o en hurtarle la música: si no hay más remedio, habrá que prescindir de las flautas o de los oboes, pero por lo menos deberemos dejar que las palabras canten “a capela” para construir una composición que suspenda el ánimo del lector, haciendo que este crea estar, por un momento, ante la “realidad” del poema y no ante su “representación”. Y esto solo es posible cuando el traductor se impone tal tarea como exigencia ineludible y pretende emular al autor; sin esa ambición desmedida, el traductor solo será un resignado actor que no cree en su papel, y de esa forma nunca podrá mostrarse convincente en su interpretación.
Al margen de las susodichas exigencias, que guiaron mi labor en la traducción de los Shakespeare's Sonnets, creo imprescindible escoger con tino el tipo de metro. Shakespeare utiliza el pentámetro yámbico, que, grosso modo, se corresponde con nuestro endecasílabo. Ahora bien, no me pareció apropiado emplear este molde para verter los sonetos a una lengua romance, pues de hacerlo debería mutilar inevitablemente los versos, debido a que más del 75% del léxico utilizado incluye monosílabos anglosajones. Por eso consideré que el metro idóneo para verter los Shakespeare's Sonnets a una lengua romance era el alejandrino. Y para armonizar música y sentido sin caer en el ripio, los distribuí con rima asonante en los versos impares y rima consonante en los versos pares y en el dístico final.
Sobre esta edición
La presente edición está basada en el Texto de 1609 y en las ediciones consultadas que se citan al final.
Considero que una versión bilingüe tiene razón de ser en la medida en que se le ofrece a la persona que conoce la lengua de partida la posibilidad de seguir la obra en versión original. Ahora bien, los Shakespeare's Sonnets presentan dificultades varias incluso para quien posee un buen conocimiento del inglés. Por eso, las notas y comentarios a esta edición procuran aclarar aspectos terminológicos, y ofrecen interpretaciones globales de cada soneto; también de aquellos versos controvertidos o de muchos vocablos que presentan acepciones inusuales. De la misma manera, sirven para justificar las soluciones que fui forjando para cada caso.
Un último aspecto, que considero relevante: procuré mantener hasta donde me fue posible la ambigüedad relativa al sexo de la persona cantada, conforme a la lección del texto shakespeariano, salvo en aquellos casos en que de forma inequívoca esa circunstancia se revela en el original. Del mismo modo, en algunas ocasiones evité deliberadamente la traducción de love por “amor” —por la razón mencionada en otro lugar de este Prólogo—, y en muchas de las que mantuve tal solución por motivos métricos o rítmicos, el término “amor” debe entenderse en un sentido amplio, pues no tiene necesariamente un sentido erótico; así mismo, el término beauty presenta un alcance que va más allá de la belleza física, y tiene que ver con el encanto y la personalidad irresistible de la musa del bardo.
Las abreviaturas que utilizo en las notas y comentarios son:
Q Texto publicado en 1609 por Thomas Thorpe
S.B. Stephen Booth
H.V. Helen Vendler
K.D.J. Katherine Duncan Jones
J.K. John Kerrigan
G.B.E. Gwynne Blakemore Evans
O.E.D. The Oxford English Dictionary