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LA INVENCIÓN
DE RENNES-LE-CHÂTEAU

En el capítulo sobre el Grial hemos visto cómo la sagrada reliquia recorrió tortuosos caminos ubicándose ora en un lugar ora en otro, y una de las leyendas más recientes, surgida a raíz de los libros de Otto Rahn, la situaba en Montségur, en el sur de Francia y casi en la frontera con España, una zona donde ya florecían confraternidades más o menos esotéricas dedicadas al culto de la fabulosa copa. De modo que el terreno era propicio a una reavivación de la leyenda; bastaba hallar un pretexto. Y el pretexto lo proporcionó la historia del abad Bérenger Saunière del que, para no dejarnos llevar por la imaginación, conviene ante todo proporcionar los datos históricamente probados.

Entre 1885 y 1909, François Bérenger Saunière fue párroco de Rennes-le-Château, un pequeño pueblo que se encuentra a unos cuarenta kilómetros de Carcasona. En su tiempo se hablaba de una posible relación con su ama de llaves, Marie Dénarnaud, pero nunca pudo probarse. Lo que se sabe es que Saunière restauró el exterior y el interior de la iglesia local, construyó una Villa Bethania en la que vivió, y una torre sobre la colina, la torre Magdala, que evocaba la torre de David en Jerusalén.

Todas estas obras eran muy caras (se ha calculado que el coste fue de doscientos mil francos de la época, equivalentes al sueldo de un sacerdote de provincias durante doscientos años), y por supuesto se empezó a murmurar, hasta el punto de que el obispo de Carcasona inició una investigación. Saunière se negó a cooperar con la investigación y el obispo lo asignó a otra parroquia. Pero Saunière no quiso trasladarse y se retiró, viviendo pobremente el resto de su vida hasta su muerte en 1917.

Los datos ciertos se detienen aquí, y todo lo que sigue forma parte del cúmulo de hipótesis sobre la extraña vida de ese excéntrico sacerdote. Se dijo que durante los trabajos de reconstrucción de la parroquia, Saunière se había topado con una serie de hallazgos de incierta naturaleza; uno de sus diarios alude al descubrimiento de un sepulcro encontrado bajo el suelo de la iglesia, tal vez el antiguo sepulcro de los señores del pueblo. Otros hablaron del hallazgo de una caja que contenía objetos «preciosos», pero probablemente se trataba de algún objeto de modesto valor abandonado allí por el párroco de Rennes durante la Revolución francesa antes de refugiarse en España; o tal vez eran pequeños pergaminos depositados durante la ceremonia de la consagración de la iglesia. No obstante, a partir de esos débiles indicios se empezó a fabular sobre la posibilidad de que, en el transcurso de los trabajos de restauración de la iglesia, Saunière hubiese encontrado un fabuloso tesoro. En realidad, el astuto párroco, a través de anuncios publicitarios en periódicos y revistas de carácter religioso, solicitaba el envío de dinero a cambio de la promesa de celebrar misas por los difuntos de los donantes, acumulando así dinero por centenares de misas que nunca celebró, y precisamente por esta razón fue sometido a proceso por el obispo de Carcasona.

Un último detalle malicioso: a su muerte, Saunière dejó en herencia todo lo que había construido al ama de llaves, Marie Dénarnaud, quien, tal vez para otorgar cierto valor a las propiedades heredadas, siguió alimentando la leyenda de los tesoros de Rennes-le-Château. Una vez heredadas las propiedades por Marie, un personaje llamado Noël Corbu abrió en el pueblo un restaurante, y difundió a través de la prensa local noticias sobre el «cura de los millones», estimulando así la llegada de algunos cazadores de tesoros que hicieron excavaciones en el territorio.[30]

En ese momento entró en escena Pierre Plantard. Este singular personaje había participado en la actividad política de grupos de extrema derecha inspirados en la sinarquía de Yves d’Alveydre,[31] había fundado grupos antisemitas, y a los diecisiete años había creado Alpha Galates, un movimiento alineado con el régimen colaboracionista de Vichy. Esto no le impidió, después de la liberación, presentar sus organizaciones como grupos de resistencia partisana.

En diciembre de 1953, tras pasar seis meses en la cárcel por abuso de confianza (más tarde sería condenado a un año por corrupción de menores), Plantard presentó su Priorato de Sion, y registró oficialmente la asociación en la subprefectura de Saint-Julien-en-Genevois el 7 de mayo de 1956. Nada extraordinario si no fuese porque Plantard se jactaba de que su priorato tenía casi dos mil años de antigüedad, basándose en documentos (que luego resultaron ser falsos) que Saunière había descubierto durante la reconstrucción de la iglesia. Tales documentos demostraban la supervivencia de la línea de los soberanos merovingios, y Plantard afirmaba que descendía de Dagoberto II.

Además, Plantard depositó en La Biblioteca Nacional de París unos manuscritos sobre presuntos dossieres secretos (evidentemente también falsos), que relacionaban el priorato con Rennes-le-Château.

Castillo de Gisors, Normandía, principios del siglo XIX, grabado, París, Bibliothèque des Arts Decoratifs.

El engaño de Plantard coincidió con la publicación de un libro de Gérard de Sède, periodista allegado a los cenáculos surrealistas, lo que tal vez podría explicar su afición a la tabulación extravagante. De Sède (1962) ya había escrito un libro sobre los misterios del castillo de Gisors, en Normandía, al que se había retirado a criar cerdos tras algunos desengaños literarios y donde conoció a Roger Lhomoy, un personaje medio vagabundo y medio iluminado. Lhomoy había trabajado durante un tiempo como jardinero y guarda del castillo y luego se había dedicado durante dos años a excavar de noche en sus subterráneos (clandestina y peligrosamente) para encontrar las antiguas galerías; decía que había penetrado en una sala donde, según su declaración reproducida por De Sède, «Lo que vi entonces no lo olvidaré jamás, porque era un espectáculo fantástico. Me encuentro en una bóveda romana de piedra de Louveciennes, de treinta metros de longitud, nueve de anchura, y unos cuatro metros y medio de altura hasta la piedra angular. Justo a mi izquierda, junto al hueco por donde he pasado, hay un altar, de piedra, lo mismo que su tabernáculo. A mi derecha, el resto del edificio. En los muros, a media altura, sostenidas por cuervos de piedra, las imágenes de Jesús y de los doce apóstoles, de tamaño natural. A lo largo de los muros, colocados en el suelo, sarcófagos de piedra de dos metros de largo y sesenta centímetros de ancho; hay diecinueve. Lo que veo es increíble: treinta cofres en metal precioso, colocados en columnas de diez. De hecho, la palabra cofre resulta insuficiente: habría que hablar más bien de armarios recostados, que miden dos metros veinte de largo, uno ochenta de alto y uno sesenta de ancho cada uno».

El detalle interesante es que todos los trabajos de búsqueda que se llevaron a cabo a continuación, impulsados por De Sède, aunque consiguieron identificar alguna galería, no condujeron a la sala fabulosa. Pero entretanto el que se acercó a De Sède fue Plantard, que afirmaba poseer no solo documentos secretos que por desgracia no podía mostrar, sino incluso un mapa de la misteriosa sala. Ese mapa lo había dibujado él mismo siguiendo las declaraciones del propio Lhomoy, y este había animado a De Sède a escribir el libro y a lanzar la hipótesis, como ocurre siempre en estos casos, de que en el asunto estaban involucrados los templarios. En 1967 De Sède publicó L’Or de Rennes (que, al parecer, originariamente era un manuscrito del propio Plantard, reescrito luego por De Sède). Con este libro el mito del Priorato de Sion acaparó definitivamente la atención de los medios, incluida la reproducción de los falsos pergaminos que mientras tanto Plantard había conseguido colocar en varias bibliotecas y que en realidad, como confesó luego el propio Plantard, habían sido dibujados por Philippe De Cherisey, un humorista de la radio francesa y actor, que en 1979 declaró que era el autor de las falsificaciones y que había copiado la escritura uncial de documentos hallados en la Biblioteca Nacional de París. Además, parece que Cherisey se inspiró en las novelas de Maurice Leblanc sobre Arsène Lupin.

Gustave Courbet, Las rocas de Étretat, 1869, Berlín, Nationalgalerie.

En efecto, como ha demostrado Iannaccone (2005), en la novela La aguja hueca Lupin descubre el misterio de los reyes de Francia: «En sus novelas, que hay que leer en clave anticatólica, Leblanc prefigura muchos elementos del mito de Rennes-le-Château y corona a Lupin nada menos que como gran monarca mesiánico. El escritor normando conocía a la perfección la tradición del profetismo católico, porque además había nacido cerca de Gisors, lugar fundamental de la mística nacionalista. Esta ideología nacionalista y religiosa atribuía a Francia un valor mesiánico similar al que se le atribuyó durante la revolución, pero con signo contrarrevolucionario».

De Sède consideraba que los documentos que según Plantard habían sido hallados por Saunière estaban llenos de signos que había que descifrar, entre otros una inquietante referencia a un conocidísimo cuadro de Poussin, en el que (como ocurría también en una obra de Guercino) unos pastores descubrían una tumba con la leyenda Et in Arcadia ego (en Guercino sobre la tumba aparecía incluso una calavera). Se trata de un clásico memento mori (lo había utilizado asimismo Goethe como epígrafe a Viaje a Italia), en el que la muerte anuncia que está presente incluso en la feliz Arcadia. No obstante, Plantard sostuvo que la frase aparecía en el escudo de su familia desde el siglo XIII (algo poco probable teniendo en cuenta que Plantard era hijo de un sirviente), que el paisaje que aparece en el cuadro evoca el de Rennes-le-Château (Poussin había nacido en Normandía y Guercino no había estado nunca en Francia), y que las tumbas de los cuadros de Poussin y de Guercino se parecían a un sepulcro que podía verse hasta los años ochenta en una carretera que va de Rennes-le-Château a Rennes-Les-Bains. Desgraciadamente, se ha probado que la tumba fue construida en el siglo XX.

Guercino, Et in Arcadia ego, 1618, Roma, Museo Nazionale d’Arte Antica.

En cualquier caso, se consideraba una prueba de que los cuadros habían sido encargados a Guercino y a Poussin por el Priorato de Sion, hasta el punto de que se decía que Plantard había adquirido (sin duda como prueba de algo que solo él sabía) una reproducción de la obra de Poussin. Pero la interpretación del cuadro de Poussin no acababa aquí: si trasponemos las letras de Et in Arcadia ego, nos encontramos con la exhortación I! Tego arcana Dei, esto es, «¡Vete! Yo guardo los misterios de Dios», de ahí la demostración de que la tumba era la de Jesucristo.

Nicolas Poussin, Et in Arcadia ego, siglo XVII, París, Louvre.

De Sède también planteó otras hipótesis inquietantes sobre algunos aspectos de la iglesia restaurada por Saunière. Por ejemplo, en ella aparece la inscripción Terribilis est locus iste, que hizo temblar a los apasionados de los misterios. Se trata (y desde luego Saunière lo sabía perfectamente) de una cita del Génesis 28,17 que aparece en muchísimas iglesias (incluso en el introito de las misas para la consagración de una iglesia)[32] y que se refiere a la visión de Jacob que sueña con subir al cielo, encontrarse con los ángeles, hablar con Dios, y que al despertar dice, según la versión latina de la Vulgata: «¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo». Pero en latín terribilis también significa digno de admiración, capaz de inspirar un temor reverencial y, por tanto, la expresión no tiene nada de amenazador.

Además, la pila del agua bendita está sostenida por un demonio arrodillado, interpretado como Asmodeo, que se dice fue obligado por Salomón a ayudarlo en la construcción del Templo de Jerusalén. Ahora bien, podríamos citar muchas iglesias románicas con representaciones de diablos.

Detalle de Asmodeo, pila de agua bendita a la entrada de la iglesia de Rennes-le-Château.

Por último, Asmodeo aparece coronado por la representación de cuatro ángeles, bajo los que está grabada la frase: «Par ce signe tu le vincrais», que podría remitir al In hoc signo vinces de Constantino; pero la adición de ese «le» ha llevado a los cazadores de misterios a contar las letras de la frase, que son veintidós, como los dientes de la calavera colocada a la entrada del cementerio, veintidós como las almenas de la torre Magdala, veintidós como los escalones de las dos escalinatas que conducen a la torre. Además, las letras de «le» son la decimotercera y la decimocuarta de la frase, 13 más 14 nos da 1314, que es la fecha de la ejecución en la hoguera de Jacques de Molay, el gran maestro de los templarios.

Como ya hemos visto a propósito de la Gran Pirámide, con los números se puede hacer todo lo que uno quiera. Si observamos las otras estatuas y cogemos las iniciales de los santos que representan (Germana, Roque, Antonio el Ermitaño, Antonio de Padua y Lucas) se obtiene la palabra Graal. Podríamos seguir citando otras coincidencias misteriosas, o que así se lo parecen a un buen ocultista que quiera ignorar que las abadías románicas estaban llenas de criaturas monstruosas (es famosa una invectiva de san Bernardo contra estos inútiles «portentos»), de modo que el abad Saunière quiso restaurar su iglesia pensando en estas tradiciones iconográficas. Además, también se ha hablado de las relaciones esotéricas del abad, incluso con ciertos ambientes de la Rosacruz de su época, sin que sus aficiones herméticas prueben nada ni acerca del priorato ni acerca de un Jesús exiliado a Francia. Otra interpretación fantasiosa tiene que ver con una inscripción que aparece en la base de una estatua y que dice «Christus AOMPS defendit», y que se ha leído como «Christus Antiquus Ordo Mysticus Prioratus Sionis Defendit», esto es, como si afirmase que Cristo defiende el antiguo orden místico del Priorato de Sion. En realidad, esa misma inscripción se encuentra en la base del obelisco del papa Sixto V en Roma y hay que leerla como «Christus Ab Omni Malo Populum Suum Defendit», de modo que significa simplemente que Jesucristo defiende a su pueblo de todo mal (véase Tomatis, 2011[*]).

La leyenda de Rennes-le-Château tal vez se habría desmontado poco a poco si el libro de De Sède no hubiese impresionado a un periodista, Henry Lincoln, que dedicó a Rennes-le-Château tres documentales para la BBC. En este trabajo colaboró con Richard Leigh, otro apasionado de los misterios ocultos, y con el periodista Michael Baigent, y se les ocurrió la idea de publicar un libro, El enigma sagrado (1982), que en poco tiempo se convirtió en un éxito de ventas. El libro retomaba de forma sintética todas las informaciones difundidas por De Sède y por Plantard, luego las novelaba y, presentándolo todo como una indiscutible verdad histórica, hacía descender a los fundadores del Priorato de Sion de Jesucristo, que no murió en la cruz sino que se casó con María Magdalena, huyó a Francia y dio origen a la dinastía merovingia. Lo que Saunière había encontrado no era un tesoro, sino una serie de documentos que probaban cuál había sido la descendencia de Jesús, sangre real, y por tanto Sang Real, deformado luego en Santo Grial. Las riquezas de Saunière habrían procedido del oro pagado por el Vaticano para mantener en secreto este terrible descubrimiento. Naturalmente, para elaborar una historia en la que aparecieran juntos Jesús, María Magdalena, el Priorato de Sion y el oro de Rennes-le-Château, había que incluir en el cuadro a los templarios y a los cátaros. Además, Plantard ya había afirmado que el priorato no solo había tenido un origen ilustre, sino que habían formado parte de él a lo largo de los siglos Sandro Botticelli, Leonardo da Vinci, Robert Boyle, Robert Fludd, Isaac Newton, Victor Hugo, Claude Debussy y Jean Cocteau. Solo faltaba Astérix.

Giotto, capilla de la Magdalena: El viaje de María Magdalena a Marsella, 1307-1308, Asís, basílica de San Francesco.

Pero estos no son los únicos ejemplos de reconstrucciones fantasiosas. Véase, por ejemplo, con qué descaro Baigent y sus colegas hablan del olmo de Gisors. Atraídos por el hecho de que aquel lugar también tenía relación con los templarios (que en realidad solo permanecieron en aquel castillo dos o tres años, y por otra parte era normal que tuvieran sedes en toda Francia), querían obtener de ello la prueba de que la cripta que nunca se había encontrado contenía el Grial. A tal objeto destacaban que, según algunas leyendas o crónicas medievales, había ocurrido en torno al castillo de Gisors un suceso (sobre el que, admiten los autores, «los relatos son oscuros y embrollados») que tenía que ver con el derribo de un olmo en una disputa entre el rey de Francia y el rey de Inglaterra en el siglo XIII. En un momento determinado los ingleses se refugiaron en el castillo de Gisors y los franceses derribaron el olmo. Eso es todo. Pero nuestros autores afirman que la historia «permite leer entre líneas alguna cosa más importante». Ni ellos mismos saben de qué se trata, pero dejan que nos asalte la sospecha, totalmente estrafalaria, de que el asunto está relacionado con el Priorato de Sion. Comentario: «Teniendo en cuenta la extrañeza de los relatos que han llegado hasta nosotros, no sería sorprendente que se tratara de alguna otra cosa, algo que se prefirió ignorar, o que tal vez nunca llegó a ser de dominio público». De este modo Gisors se asoció al priorato y obviamente también al Grial, y se convirtió en un nuevo lugar de peregrinaje para los cazadores de misterios (o, como se dice hoy en los cómics, de «mysteri»).

Ya hemos seguido los frenéticos desplazamientos del Grial, desde Galicia hasta Asia. El hecho de que Gisors esté en Normandía, es decir, en el lado opuesto de Montségur y Rennes-le-Château, que se encuentran en el sur de Francia, no parece inquietar a nuestros autores. En lugar de dos, se crean tres itinerarios turísticos.

Sigue siendo un misterio cómo es posible que semejante cúmulo de necedades haya podido tomarse en serio (y su libro no se haya tomado como una novela de ciencia ficción), pero lo cierto es que el mito de Rennes-le-Château quedó reforzado con su publicación y el lugar se convirtió en meta de muchas peregrinaciones. Los únicos que en el fondo no creían en esta historia eran los autores de la invención. Cuando el asunto ya había sido inflado novelescamente por Baigent y sus colegas, De Sède en cierto modo renegó de todo en un libro de 1988, en el que denunciaba varios engaños e imposturas forjados en torno al pueblo de Saunière. Y en 1989 Pierre Plantard también renegó de cuanto había afirmado anteriormente y propuso una segunda versión de la leyenda, según la cual el priorato no nació hasta 1781 en Rennes-le-Château, y además revisó algunos de sus falsos documentos, añadiendo a la lista de los grandes maestros del priorato a Roger-Patrice Pelat, amigo de François Miterrand. Pelat fue procesado luego por insider trading, esto es, por operaciones de bolsa ilícitas. Plantard, citado como testigo, admitió bajo juramento que había inventado toda la historia del priorato, y en un registro efectuado en su domicilio se hallaron otros documentos falsos.[33]

A partir de entonces ya nadie le tomó en serio. Este presunto descendiente de Jesús y de María Magdalena murió en 2000 ignorado por todos.

Pero en 2003 aparecía el famoso libro El código Da Vinci, de Dan Brown, quien se inspiró claramente en De Sède, Baigent, Leigh y Lincoln, y en muchas otras obras de literatura ocultista que se encuentran en las librerías especializadas en la materia, pero afirmó que todas las informaciones que proporciona son históricamente verdaderas (véase Iannaccone[*]).

Es un artificio narrativo frecuente, desde los Relatos verídicos de Luciano hasta Swift y Manzoni, empezar una novela diciendo que se basa en documentos auténticos. El único detalle embarazoso es que, fuera de la novela, es decir, en la vida diaria, Brown siempre ha sostenido que todo lo que explica es históricamente verdadero. En una entrevista concedida a la CNN el 25 de mayo de 2003, Brown afirmaba que en su novela: «El noventa y nueve por ciento es verdadero. Todo cuanto se refiere a la arquitectura, el arte, los rituales secretos, la historia, los evangelios gnósticos, todo es verdadero. Lo que es ficción, obviamente es la existencia de un profesor de simbología religiosa de Harvard llamado Robert Langdon, y todas sus acciones son inventadas. Pero el background es verdadero».

Si se tratase en realidad de una reconstrucción histórica, no se explicarían los infinitos errores con que Brown salpica alegremente su narración, como cuando dice que el Priorato de Sion fue fundado en Jerusalén por «un rey francés llamado Godofredo de Bouillon», cuando es bien sabido que Godofredo nunca aceptó el título de rey; o que el papa Clemente V, para eliminar a los templarios «envió órdenes secretas selladas que debían ser abiertas al mismo tiempo por sus soldados en toda Europa el viernes 13 de octubre de 1307», cuando está atestiguado históricamente que los mensajes a los gobernadores y a los senescales del reino de Francia fueron enviados no por el Papa sino por Felipe el Hermoso (ni está claro que el Papa tuviese «soldados en toda Europa»); o confunde los manuscritos encontrados en Qumran en 1947 (que no dicen nada en absoluto ni de la «verdadera historia del Grial» ni «del ministerio de Cristo») con los manuscritos de Nag Hammadi, que contienen algunos evangelios gnósticos. O como cuando, por último, habla de un reloj de sol de la iglesia de Saint-Sulpice en París, diciendo que se trata de «un resto del templo pagano que tiempo atrás se levantaba en este punto exacto», cuando el reloj fue construido en 1743. En la novela se indica que Saint-Sulpice es el lugar de paso de la llamada Línea Rosa, que debería corresponder al meridiano de París, línea que seguiría bajo tierra hasta los sótanos del Louvre, por debajo de la llamada pirámide invertida, donde estaría la última morada del Santo Grial. Y todavía hoy son muchos los cazadores de misterios que acuden en peregrinación a Saint-Sulpice en busca de la Línea Rosa, hasta el punto de que los responsables de la iglesia se han visto obligados a poner un rótulo que dice: «El gnomon constituido por la línea de latón incrustada en el pavimento de la iglesia forma parte de un instrumento científico construido en el siglo XVIII. Fue construido con el consentimiento pleno de las autoridades eclesiásticas por los astrónomos del recién creado Observatorio de París. Estos científicos utilizaron la línea para definir varios parámetros de la órbita terrestre. Encontramos aparatos similares en otras grandes iglesias, como la catedral de Bolonia, donde el papa Gregorio XIII realizó los estudios preparatorios para el desarrollo del actual calendario gregoriano. Contrariamente a las fantasías que se exponen en una reciente novela de éxito, no se trata de los restos de un templo pagano, que nunca existió en este lugar. Nunca se ha llamado Línea Rosa. No coincide con el meridiano que atraviesa el centro del Observatorio de París, que sirve de referencia para los mapas en los que las longitudes están medidas en grados al este y al oeste de París. No se puede concluir ninguna noción mística de este instrumento astronómico, salvo la conciencia de que Dios el Creador es el Señor del tiempo. Nótese también que las letras P y S que se encuentran en las pequeñas ventanas circulares a ambos extremos del transepto se refieren a Pedro y Sulpicio, los santos patronos de la iglesia, y no al imaginario Priorato de Sion».

John Scarlett Davis, Interior de Saint-Sulpice, 1834, Cardiff, National Museum Wales.

Sin embargo, lo más interesante es que Lincoln, Baigent y Leigh pusieron una demanda a Brown por plagio. Ahora bien, el prólogo de El enigma sagrado presenta todo el contenido del libro como verdad histórica, y ni siquiera intenta decir que esta verdad histórica sea fruto de descubrimientos exclusivos de los autores, porque admite su deuda con algunas obras anteriores que (en su opinión) ya contenían el germen de esa verdad pero no habían sido objeto de suficiente consideración, afirmación totalmente falsa porque —repetimos— ese tipo de literatura circulaba desde hacía decenios entre los apasionados de los misterios.

Ahora bien, si alguien establece la verdad de un hecho histórico (que a César lo mataron en los Idus de marzo, que Napoleón murió en Santa Elena, que Lincoln fue asesinado en el teatro por John Wilkes Booth), desde el momento en que la verdad histórica se hace pública pasa a ser propiedad colectiva, y no puede ser acusado de plagio quien cuente la historia de las veintitrés puñaladas asestadas a César en el Senado. En cambio, Baigent, Leigh y Lincoln, al demandar a Brown por plagio, admitieron en público que todo lo que habían vendido como verdad histórica era fruto de su fantasía y, por tanto, de su exclusiva propiedad literaria. Es cierto que para meter mano en parte del botín millonario de Brown hay quienes estarían dispuestos a poner por escrito que no es hijo legítimo de su padre sino de cualquiera de las decenas de marineros que tenían trato habitual con su propia madre, y Baigent, Leigh y Lincoln deberían ser objeto de nuestra más profunda comprensión. Y lo que es más curioso todavía es que, durante el proceso, Brown sostuvo que no había leído el libro de Lincoln y sus colegas, defensa contradictoria para un autor que afirmaba haber obtenido su información de fuentes fidedignas (que decían exactamente lo mismo que habían dicho los autores de El enigma sagrado).

Podríamos terminar aquí la historia de Rennes-le-Château, de no ser porque todavía hoy es meta de peregrinaciones. Si los otros lugares legendarios de los que nos hemos ocupado en este libro adquirieron tal fama en épocas remotísimas, y no podemos remontarnos más allá de Platón para saber cómo nació el mito de la Atlántida, ni para ubicar con seguridad la Ítaca de Ulises, y la edad venerable hace respetables si no creíbles las leyendas que los envuelven, el caso de Rennes-le-Château no solo nos enseña lo fácil que resulta crear ex novo una leyenda, sino cómo esta se impone incluso cuando historiadores, tribunales y otras instituciones han reconocido su carácter mendaz. Hasta el punto de hacernos pensar en un aforisma atribuido a Chesterton: «Cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que no crean en nada; creen en todo».

ARSÈNE LUPIN ANTICIPA RENNES-LE-CHÂTEAU

MAURICE LEBLANC

La aguja hueca, VIII-IX (1909)

Cubierta de Maurice Leblanc, L’aiguille creuse, iustración de Marc Berthier, 1909.

Entonces, con menudos movimientos imperceptibles, boca abajo, deslizándose, arrastrándose, avanzó sobre una de las puntas del promontorio hasta el extremo del acantilado. Una vez llegado, con las puntas de sus manos extendidas, apartó las matas de hierba y asomó su cabeza por encima del abismo.

Frente a él, casi al nivel del acantilado, en pleno mar, se alzaba una roca enorme, con más de ochenta metros de altura, formando un colosal obelisco erguido a plomo sobre su amplia base de granito que se divisaba al ras del agua y que ascendía enseguida hasta la cumbre como un diente de un gigantesco monstruo marino. Blanco como el acantilado, de un blanco gris y sucio, el espantoso monolito estaba estriado por líneas horizontales marcadas por el sílex y en las cuales se percibía el lento trabajo de los siglos acumulando unas sobre otras las capas calcáreas y las capas de guijarros. A trechos, una fisura, una anfractuosidad, y luego, enseguida, un poco de tierra, hierba, unas hojas.

Y todo aquello era poderoso, sólido, formidable, con un aire de cosa indestructible contra la cual los asaltos furiosos de las olas y de las tempestades no podían prevalecer. Todo ello era definitivo, inmanente, grandioso, a pesar de la grandeza de la muralla de acantilados que lo dominaba; inmenso, a pesar de la inmensidad del espacio donde se erguía. […]

Y Beautrelet, de pronto, cerró los ojos y apretó convulsivamente contra su frente sus brazos plegados. Allá abajo… —¡oh!, creía morir de gozo, la emoción era a tal punto cruel, que estrujaba su corazón—, allá abajo, casi en lo alto de la aguja de Étretat, por debajo de la punta extrema en torno a la cual revoloteaban las gaviotas, un ligero humo que rezumaba de una grieta, un ligero hilo de humo, subía en lentas espirales en el aire quieto del crepúsculo.

¡La aguja de Étretat es hueca! ¿Un fenómeno natural? ¿Una excavación producida por cataclismos internos o por el esfuerzo insensible del mar que hierve, de la lluvia que se filtra? ¿O bien una obra sobrehumana, ejecutada por humanos, celtas, galos, hombres prehistóricos? Preguntas insolubles, sin duda. Pero ¿qué importaba? Lo esencial residía en esto: la aguja era hueca. A cuarenta o cincuenta metros de aquel imponente arco llamado la Puerta de Aval y que se lanza desde lo alto del acantilado como una colosal rama de árbol, para criar raíces en las rocas submarinas, se yergue un cono calcáreo desmesurado, y ese cono no es más que un gorro de corteza puntiaguda colocado sobre el vacío. ¡Prodigiosa revelación! Después de Lupin, he aquí que Beautrelet descubría la clave del gran enigma, que se ha cernido sobre más de veinte siglos. Clave de una importancia suprema para quien la poseyera antaño, en las lejanas épocas en que las hordas de bárbaros cabalgaban por el viejo mundo. Clave mágica que abre la caverna ciclópea a las tribus en fuga. Clave misteriosa que otorga el poder y asegura la preponderancia.

Por haber conocido esa clave, César pudo dominar la Galia. Por haberla conocido, los normandos se impusieron al país y desde allí, más tarde, pegados a ese punto de apoyo, conquistaron Sicilia, conquistaron el Oriente, conquistaron el Nuevo Mundo.

Dueños del secreto, los reyes de Inglaterra dominaron a Francia, la humillaron, la desmembraron, se hicieron coronar reyes en París. Perdieron esa clave, y fue la derrota.

Dueños del secreto, los reyes de Francia engrandecieron el país, desbordaron los límites de sus dominios, fundaron la gran nación y resplandecieron de gloria y de poder…, pero la olvidan o no saben emplearla, y entonces es la muerte, el exilio, la decadencia.

Un reino invisible, en el seno de las aguas y a diez brazas de la tierra… Una fortaleza ignorada, más alta que las torres de Notre-Dame y construida sobre una base de granito más amplia que una plaza pública… ¡Qué fuerza y qué seguridad! De París al mar por el Sena. Allí, El Havre, ciudad nueva, ciudad necesaria. Y a siete leguas de allí, la aguja hueca, ¿no es acaso el asilo inexpugnable?

Es el asilo y es también el formidable escondrijo. Todos los tesoros de los reyes, engrosados de siglo en siglo, todo el oro de Francia, todo lo que se extrae del pueblo, todo lo que se arranca al clero, todo el botín recogido sobre los campos de batalla de Europa, está en la caverna real donde se amontona. Viejas monedas de oro, escudos relucientes, doblones, florines y guineas, y las piedras, los diamantes y todas las joyas…, todo está allí. ¿Quién lo descubrirá? ¿Quién sabrá jamás el impenetrable secreto de la aguja? Nadie.

—Sí…, alguien…, Lupin.

EL TESORO DE GISORS

GERARD DE SÈDE

Los templarios están entre nosotros o El enigma de Gisors (1962)

Lo que vi entonces no lo olvidaré jamás, porque era un espectáculo fantástico. Me encuentro en una bóveda romana de piedra de Louveciennes, de treinta metros de longitud, nueve de anchura, y unos cuatro metros y medio de altura hasta la piedra angular. Justo a mi izquierda, junto al hueco por donde he pasado, hay un altar, de piedra, lo mismo que su tabernáculo. A mi derecha, el resto del edificio. En los muros, a media altura, sostenidas por cuervos de piedra, las imágenes de Jesús y de los doce apóstoles, de tamaño natural. A lo largo de los muros, colocados en el suelo, sarcófagos de piedra de dos metros de largo y sesenta centímetros de ancho; hay diecinueve. Lo que veo es increíble: treinta cofres en metal precioso, colocados en columnas de diez. La palabra cofre resulta insuficiente: habría que hablar más bien de armarios recostados, que miden dos metros veinte de largo, uno ochenta de alto y uno sesenta de ancho cada uno.

Joseph Michael Gandy, La capilla Rosslyn, 1810, litografía, colección particular. La capilla se ha convertido en uno de los lugares de El código Da Vinci.

JESÚS Y MAGDALENA, ESPOSOS HOY

MICHAEL BAIGENT, RICHARD LEIGH, HENRY LINCOLN

El enigma sagrado (1982)

Si nuestra hipótesis es correcta, la esposa y los hijos de Jesús (y pudo engendrar varios hijos entre los dieciséis o diecisiete años y su supuesta muerte), después de huir de Tierra Santa, hallaron refugio en el sur de Francia, y allí preservaron su linaje en el seno de una comunidad judía. Parece ser que durante el siglo V este linaje se alió matrimonialmente con el linaje real de los francos, engendrando así la dinastía merovingia. En 496 d. C. la Iglesia selló un pacto con esta dinastía, comprometiéndose a perpetuidad con la estirpe merovingia, es de suponer que conociendo a la perfección la verdadera identidad de dicha estirpe. […]

A pesar de todos los esfuerzos por erradicarla, la estirpe de Jesús —o, en todo caso, la estirpe merovingia— sobrevivió. En parte sobrevivió a través de los carolingios, que evidentemente se sentían más culpables por su usurpación de lo que se sentía Roma, y trataron de legitimarse mediante alianzas dinásticas con princesas merovingias. Pero, más significativamente, sobrevivió a través del hijo de Dagoberto, Sigisberto, entre cuyos descendientes estaba Guillem de Gellone, soberano del reino judío de Septimania, y Godofredo de Bouillon. Con la conquista de Jerusalén por Godofredo en 1099, el linaje de Jesús recuperaría su patrimonio legítimo que le había sido conferido en tiempos del Antiguo Testamento. Es dudoso que, durante la época de las cruzadas, la genealogía verdadera de Godofredo fuese tan secreta como Roma hubiera deseado. Dada la hegemonía de la Iglesia, obviamente no pudo haber una revelación abierta. Pero es probable que abundasen los rumores, las tradiciones y las leyendas, que parecen haber hallado su expresión más prominente en cuentos como el de Lohengrin, el antepasado mítico de Godofredo y, naturalmente, en los romances sobre el Santo Grial.

Si nuestra hipótesis es correcta, el Santo Grial sería cuando menos dos cosas a la vez. Por un lado, sería la estirpe y los descendientes de Jesús, la «Sang Raal», la sangre real cuya custodia fue encomendada a los templarios, orden creada por el Priorato de Sion. Al mismo tiempo, el Santo Grial sería, literalmente, el receptáculo que recibió y contuvo la sangre de Jesús. Dicho de otro modo, sería el vientre de la Magdalena y, por extensión, la propia Magdalena. De esto nacería el culto a la Magdalena, tal como se difundió en la Edad Media, confundido con el culto a la Virgen. Puede demostrarse, por ejemplo, que muchas de las famosas «vírgenes negras» de principios de la era cristiana no representan a la Virgen, sino a la Magdalena, y muestran una madre y un hijo. También se ha sostenido que las catedrales góticas, esas majestuosas copias de piedra del vientre materno dedicadas a «Notre Dame», eran también, como afirma Le serpent rouge, santuarios erigidos a la consorte de Jesús, en lugar de a su madre. El Santo Grial, pues, simbolizaría tanto la estirpe de Jesús como la Magdalena, de cuyo seno salió dicha estirpe. Pero cabe que fuese también algo más.

En el año 70 d. C., durante la gran revuelta que hubo en Judea, las legiones romanas comandadas por Tito saquearon el templo de Jerusalén. Se dice que el tesoro robado fue a parar finalmente a los Pirineos y el señor Plantard, durante la conversación que sostuvo con nosotros, afirmó que dicho tesoro estaba hoy día en manos del Priorato de Sion. Pero es posible que el templo de Jerusalén contuviese algo más que el tesoro robado por los soldados de Tito. […]

Si Jesús era en verdad el «rey de los judíos», es casi seguro que el templo contenía abundante información sobre él. Incluso es posible que contuviera su cuerpo o por lo menos su sepulcro, una vez que su cuerpo fue sacado de la sepultura temporal de la que hablan los Evangelios.

Basándonos en los datos que habíamos examinado, no cabía duda de que los caballeros templarios fueron enviados a Tierra Santa con el propósito expreso de encontrar u obtener algo. Y, basándonos siempre en los mismos datos, parece ser que cumplieron su misión. Al parecer encontraron lo que tenían que buscar y lo trajeron a Europa. Qué se hizo de ello sigue siendo un misterio. Pero es sin duda cierto que, bajo los auspicios de Bertrand de Blanchefort, Gran maestre de la Orden del Temple, algo fue ocultado en las proximidades de Rennes-le-Château, para lo cual se importó, con el máximo secreto, un contingente de mineros alemanes, que excavaron y construyeron un escondrijo. Sobre lo que se escondió en él solo pueden hacerse especulaciones. Tal vez era el cuerpo momificado de Jesús. Tal vez era el equivalente, por así decirlo, del certificado de matrimonio de Jesús o de los certificados de nacimiento de sus hijos. Puede que fuera algo asimismo importante y potencialmente explosivo. A todos estos objetos se les podía aplicar el nombre de «Santo Grial». Y algunos o todos estos objetos podían haber pasado, por casualidad o de manera intencionada, a manos de los herejes cátaros y formar parte del misterioso tesoro de Montségur. […]

En cuanto a los pergaminos descubiertos por Saunière, dos de ellos —o al menos sus facsímiles— han sido reproducidos y publicados. Pero los otros dos se han mantenido escrupulosamente secretos. En la conversación que sostuvimos, Pierre Plantard nos dijo que hoy día se encuentran en una caja de seguridad, en el banco Lloyds de Londres. No hemos logrado saber más.

Dante Gabriel Rossetti, María Magdalena, 1877, Wilmington (Estados Unidos), Delaware Art Museum.

LOS PROTOCOLOS DE RENNES-LE-CHÂTEAU

MARIO ARTURO IANNACCONE

«La truffa di Rennes-le-Château», en Scienza e Paranormale, 59, 2005

Consciente de que el mito de Rennes-le-Château, tal como es presentado, es un montaje, Dan Brown afirma en la obra que su trabajo está basado en «hechos históricos» y ha defendido sus contenidos también «en el ámbito de la realidad». Tanto el novelista Brown como el polemista Brown recurren a la «prueba» de la existencia «verificable» del Priorato de Sion. Su maquinaria literaria, teniendo en cuenta que se trata de temas delicados, no se mueve impulsada por el juego literario (ambiguo, por definición) sino por la mentira. El código Da Vinci es una novela de tesis, un panfleto encubierto. Son muchos los comentaristas que lo han advertido, pero la mayoría ha sonreído y se ha encogido de hombros justificando erróneamente el artificio como un «recurso literario». Muchas novelas (piénsese en el «manuscrito anónimo» de Los novios o en el Manuscrito encontrado en Zaragoza) utilizan recursos similares para poner en marcha sus máquinas narrativas. Pero el caso de Brown es distinto: su formulación no es velada por ninguna ambigüedad, su diégesis está construida para parecer verídica y hasta verdadera. Los dossieres secretos, apócrifos depositados en la Biblioteca Nacional de París, que probarían la existencia del Priorato de Sion y de su cofre de fulgurantes secretos, se presentan como auténticos en el libro de Brown, igual que en centenares de libros escasamente honestos. La operación de Brown —no ilícita en sí misma dado su carácter literario— deforma presuntas verdades documentales con fines de propaganda ideológico-religiosa. Por este motivo la operación de Brown (y de quienes están detrás de él) no es inocua ni inocente, sino que utiliza con cinismo falsedades para reforzar la tesis extradiegética del «autor». No es casual que Mariano Tomatis, mutatis mutandis, haya recordado, por este uso poco escrupuloso de la verdad y de la falsedad, los Protocolos de los sabios de Sión. La prudencia de los tiempos y la experiencia del pasado aconsejarían velar de ambigüedad panfletos sobre temas tan delicados.

Últimamente, el mito de Rennes-le-Château parecía agotado por la continua erosión de su pretensión de veracidad. Las últimas propuestas literarias sobre el tema daban muestras de una extraordinaria debilidad imaginativa. Había que «relanzar» la oferta renovando el producto. Había que volver a la novela de la que habían partido (Les Templiers sont parmi nous, escrita por De Sède en 1962).

Una agencia editorial eligió para esta tarea a Dan Brown, autor aficionado a los complots, que ya había escrito Ángeles y demonios (obra en la que se alude a una conspiración universal cuyos hilos son movidos por el Vaticano), y que es muy explícito sobre sus fines (una visita a su página web puede resultar muy instructiva). Próximamente, una superproducción de Hollywood potenciará más aún el Kulturkampf implícito en estas operaciones: reescribir la historia con la despreocupación propia de las revistas ilustradas, plegarla a la facilidad de los talk-show. Con el permiso de los muchos ingenuos y apasionados de la novela que, reunidos en un fórum, saludaron la llegada por fin a la historia de la era «de la verdad», de la «radical truth».