De la obra de Friedrich conservamos vistas extraordinariamente hermosas, mientras que la obra de la marina alemana no ha dejado huella alguna. Es más, parece que los nazis, irritados porque Bender les había hecho perder el tiempo, lo internaron en un campo de concentración, donde murió.

Más segura fue en cambio la influencia de Neupert, autor de numerosísimas publicaciones, que vivió hasta 1949, y un colaborador suyo, Lang, siguió publicando una revista, Geocosmos, hasta 1960.

Neupert afirmaba asimismo que la Tierra es una burbuja esférica, que nosotros vivimos en la superficie interior cóncava de esta burbuja y que por encima de nosotros se mueven el Sol, la Luna y un «universo fantasma», una esfera azul oscuro salpicada de pequeñas luces que confundimos con las estrellas. El error de Copérnico fue creer que la luz se propagaba en línea recta, cuando en realidad realiza una curva.

También según Bergier y Pauwels, algunos tiros de las V1 erraron el objetivo precisamente porque se calculaba la trayectoria partiendo de la hipótesis de una superficie cóncava, no convexa. Si estos fantasiosos autores nos hubieran explicado una historia verdadera, se vería la utilidad histórica y providencial de las astronomías delirantes. En los ambientes nazis se tomó asimismo muy en serio la novela de Bulwer-Lytton La raza futura (1870-1871), en la que una extensa comunidad de supervivientes de la disolución de la Atlántida vive en las entrañas de la Tierra, dotada de poderes extraordinarios gracias a que poseen el Vril, una especie de energía cósmica. Bulwer-Lytton (que, dicho sea de paso, en su relato Paul Clifford escribió el íncipit que hizo famoso Snoopy, «era una noche oscura y tormentosa», It was a dark and stormy night) probablemente quiso escribir un relato de ciencia ficción, pero como había pertenecido a la sociedad ocultista británica de la Golden Dawn, influyó en el ambiente de los ocultistas en Alemania e inspiró, diez años antes de la llegada del nazismo, una Vril Gesellschaft, Sociedad del Vril o Logia Luminosa, en la que también figuraba Rudolf von Sebottendorff, personaje que ya se ha mencionado como fundador de la Thule-Gesellschaft. De las profundidades de la Tierra descrita por Bulwer-Lytton se esperaba el resurgimiento de la raza futura, formada por seres superiores de extraordinaria potencia y belleza.

La idea de una Tierra hueca reapareció más recientemente en la obra de un matemático, Mostafa Abdelkader (1983), que con cálculos en extremo complejos trató de conciliar la geometría de un mundo cóncavo con los fenómenos de la salida y la puesta del Sol. Para ello bastaría abandonar la idea de que los rayos luminosos viajan en línea recta y admitir que siguen un arco circular. Y bastaría proyectar el cosmos copernicano exterior sobre el geocosmos interior, mediante una especial manipulación matemática, que permite intercambiar cualquier punto exterior a una esfera por un punto interior de esta.

No entraremos en las discusiones y críticas que la propuesta suscitó en el mundo de los especialistas; para algunos la hipótesis conduciría a una nueva forma de geocentrismo. Si viviésemos en una Tierra hueca con el Sol en el centro, no existiría un universo infinito fuera de nuestro planeta, y que la Tierra girara alrededor del Sol o viceversa no tendría ninguna importancia, puesto que careceríamos de parámetros a los que referirnos. O bien, como escribió Abdelkader, «todo el espacio exterior queda encerrado dentro de la Tierra vacía» y «objetos como las galaxias y los quásares que distan muchos miles de millones de años luz quedarían reducidos a dimensiones microscópicas».

Además, según Abdelkader, si viviésemos en una Tierra convexa, todas nuestras mediciones funcionarían como funcionan en una Tierra hueca: «Toda observación y valoración del tamaño, dirección y distancia de cualquier objeto celeste daría los mismos resultados para un observador tanto si estuviera situado en el exterior de la tierra como en su interior», de modo que la hipótesis de una Tierra cóncava nunca podría ser rechazada sobre la base de observaciones empíricas.[28]

Por fortuna, Abdelkader señala que, si bien sus suposiciones son aceptables en un sistema matemático, no lo serían en un sistema físico. De modo que lo que hizo Abdelkader era un ejercicio teórico que servía para demostrar lo que otros habían sostenido: que la métrica que utilizamos para una Tierra convexa también serviría para una tierra cóncava. Esto no cambia nada respecto al modo como vivimos sobre la corteza terrestre, y los astrónomos observan que, aun aceptando su idea, no cambiaría nada en nuestra forma de exploración del cosmos.

Mapa del círculo ártico, de Septentrionalium terrarum descriptio, de Gerardo Mercator, Duisburgo, 1595.

EL MITO POLAR. En el ambiente de las distintas fantasías ocultistas que circulaban en la Alemania nazi adquirió mayor credibilidad el mito polar del que se ha hablado en el capítulo sobre Thule e Hiperbórea. El modelo «polar» no solo destacaba que Occidente proviene del polo, sino que ha de retornar al polo. Puesto que las regiones polares son hoy extraordinariamente frías, los irreductibles adeptos al polo adoptaron otra hipótesis: si se llegara al polo a través de un enorme agujero central se podrían descubrir nuevas tierras de clima templado y vegetación exuberante.

La idea no era nueva. En un mapa geográfico de Mercator (siglo XVI), encontramos el Polo Norte representado como una inmensa cavidad a la que fluyen las aguas de los mares circundantes para descender a las cavidades de la Tierra. Idea que, por otra parte, se remontaba a descripciones de algunas enciclopedias medievales, según las cuales en el centro del Polo Norte había una montaña de 33 leguas de circunferencia (que Mercator todavía reproducía en su mapa) y un vórtice vertiginoso en el que se precipitaban las aguas del océano.

En el siglo XVII, Athanasius Kircher sostenía en Mundus subterraneus, incluso con sugestivos grabados, que las aguas de los mares a través del estrecho de Bering penetraban en el vórtice del Polo Norte y, «entre desconocidos recesos y canales tortuosos», atravesaban el corazón de la Tierra para ir a salir al Polo Sur. Según Kircher, esta circulación de las aguas en el cuerpo terrestre presentaba una analogía con la circulación de la sangre en el cuerpo humano, que había sido descubierta unos cuarenta años antes por Harvey.

Sin embargo, contra la teoría del «agujero» polar se empezó a insinuar también, en el siglo XX, la hipótesis de una tierra desconocida más allá del Polo Norte. En 1904, el doctor Harris del US Coast and Geodetic Survey publicó un artículo en el que decía que debía haber una gran parte de tierra no descubierta aún en la cuenca polar al noreste de Groenlandia, que algunas tradiciones esquimales hablaban de que habría existido una gran masa en el norte (no se sabe por qué hay que considerar científicamente creíble una leyenda esquimal) y que solo la existencia de esa masa podía explicar una alteración de las mareas al norte de Alaska.

Iglús, mediados del siglo XIX, Toronto, Royal Ontario Museum.

Pese a que las posteriores exploraciones modernas de los polos no alentarían la creencia en el «agujero» ni en la masa de tierra desconocida, la leyenda del almirante norteamericano Byrd obtuvo una gran difusión.

Richard Byrd fue un gran explorador polar norteamericano, que en 1926 alcanzó en avión el Polo Norte (aunque sus declaraciones fueron cuestionadas), en 1929 sobrevoló el Polo Sur, y entre 1946 y 1956 realizó exploraciones antárticas decisivas, que le proporcionaron honores y el reconocimiento del gobierno norteamericano. Pero en torno a ese personaje han surgido varias leyendas y, según se cuenta, habría dejado un diario en el que narra con tono dramático que más allá del Polo Norte había encontrado tierras verdes y llanuras fértiles, casi como una demostración de las antiguas leyendas sobre los polos templados. Las informaciones del supuesto diario permitían incluso entrever la existencia de una gran cavidad polar, y se fueron complicando gradualmente con la creencia de que en el interior vivían otras gentes, o que de aquella fosa surgían los platillos volantes. Si nadie tiene noticia de tales hechos, cuenta la leyenda, es porque el gobierno norteamericano ha censurado severamente esas informaciones, por distintas y complejas razones de seguridad militar.

Es cierto que en una transmisión por radio sobre su exploración antártica de 1947, Byrd afirmó que «el área más allá del polo es el centro de una gran tierra desconocida», y que al regreso de una de sus expediciones dijo: «Esta expedición ha descubierto una extensa tierra nueva»; ahora bien, todo esto podría entenderse solo en el sentido más razonable posible: el término utilizado era beyond the pole, que podía interpretarse como «más allá del polo, allende el polo», o —con un poco de buena voluntad— «en el interior del Polo». La expresión siempre se interpretó en el sentido más prometedor para los amantes de lo desconocido, y se empezó a fantasear con la existencia de monstruosos animales que los compañeros de Byrd habrían visto más allá del polo.

El almirante Byrd, grabados para papel de cigarrillos, Arendts Collection, New York Public Library.

Quizá el desencadenante de la leyenda de Byrd fue el libro de Francis Amadeo Giannini, Worlds beyond the Poles (1959). Giannini era un fantasioso personaje que desde hacía años sostenía una teoría más osada aún que la de la Tierra hueca: creía que la Tierra no era un planeta, sino que las partes de la Tierra que conocemos no eran más que una porción reducida de una masa infinita que se extendía más allá de los polos en un espacio celeste. En cualquier caso, se contentaba con el hecho de que en 1947 Byrd hubiese descubierto algo «más allá» del polo.

Entre quienes interpretaron alegremente las pocas cosas que dijo Byrd se encuentra Raymond W. Bernard, del que ya se ha hablado. Más interesante resulta leer el presunto diario de Byrd.

¿Es auténtico dicho diario? La cuestión ha generado una cantidad asombrosa de libros y artículos, y si se consulta internet prácticamente solo aparecen páginas de adeptos a la Tierra hueca que lo consideran auténtico; en cambio, en las biografías oficiales (véase la Enciclopedia Britannica o Wikipedia) ni siquiera se menciona. Naturalmente, los «polares» objetan que no hay ninguna fuente oficial que hable del diario porque había que censurar a toda costa el descubrimiento. Pero incluso encontramos textos que niegan que Byrd realizara la exploración de 1947; otros precisan que en 1947 Byrd se hallaba en la Antártida, mientras que sus intérpretes «polares» asumen que en aquella fecha había estado asimismo en el Polo Norte, por supuesto de forma clandestina.

La conclusión más prudente es que el diario es una falsificación, como los falsos diarios de Hitler o de Mussolini, si bien cabría también pensar que Byrd se hubiera entregado a fantasías personales en algún escrito privado. Tampoco hay que olvidar que era miembro de una logia masónica y, por tanto, propenso (quizá) a tomar en serio algunas creencias ocultistas. Por último, algunos recuerdan que Byrd fue acusado de haber falsificado los datos de su primera exploración polar de 1926 y, por consiguiente, no encuentran extraño que falsificara igualmente los datos de las exploraciones sucesivas.

Las habladurías han dejado ya de hacer sombra a las informaciones sobre los documentos reales. Byrd fue considerado un héroe por el gobierno norteamericano y fue sin duda un valiente explorador; es posible que sobre ese irreprochable personaje que sobrevoló el Polo Norte pesen las mitologías construidas sobre él por sus insensatos seguidores. Lo cierto es que su leyenda sigue presentándonos una tierra polar que no tiene más existencia que la isla de San Brandán o el país de Nunca Jamás de Peter Pan, cuando ya nuestros conocimientos geográficos sobre los polos excluyen tales fantasías.

William Bradford, En los mares polares, 1882, colección particular.

AGARTHA Y SHAMBHALA. Para soñar con un mundo subterráneo no es indispensable plantear la hipótesis de una Tierra hueca sobre cuya superficie interior vivimos nosotros. Basta pensar en una inmensa ciudad subterránea que todavía exista bajo nuestros pies. La ventaja de esta hipótesis es que siempre han existido ciudades subterráneas. Ya Jenofonte escribía en la Anábasis que en Anatolia se habían excavado ciudades subterráneas para vivir en ellas con las familias, los animales domésticos y las vituallas necesarias para sobrevivir. Los turistas que acuden hoy a la Capadocia pueden visitar, aunque sea en parte, Derinkuyu, que no es más que un antiguo asentamiento excavado en el subsuelo. En Capadocia existen muchas otras ciudades subterráneas en dos o tres niveles, pero Derinkuyu tiene once niveles, aunque muchos planos todavía no han sido excavados. La profundidad de la ciudad originaria era de unos ochenta y cinco metros aproximadamente, estaba conectada con otras ciudades subterráneas por medio de miles de largos túneles y podía albergar entre tres mil y cincuenta mil personas. Derinkuyu fue, por ejemplo, uno de los lugares donde se escondieron los primeros cristianos huyendo de las persecuciones religiosas o de las incursiones de los musulmanes.

A partir de este tipo de experiencias reales, de la pluma de algunos autores fantasiosos nació en el siglo XIX el mito de la ciudad de Agartha.

Aunque sus divulgadores se remiten a tradiciones orientales o a revelaciones de santones indios, este mito está inspirado en distintas teorías ocultistas anteriores, como las de Hiperbórea, Lemuria o la Atlántida. En resumen, Agartha (según los textos se llama Agarttha, Agarthi, Agardhi o Asgartha) es una inmensa extensión que se despliega debajo de la superficie terrestre, un auténtico país construido a base de ciudades conectadas entre ellas, un mundo depositario de conocimientos extraordinarios, que alberga al poseedor de un poder supremo, esto es el Rey del Mundo, que influye con su inmenso poder en todos los acontecimientos del planeta. Agartha se extendería en el subsuelo de Asia, algunos dicen que debajo del Himalaya, pero se han mencionado muchas entradas secretas para acceder a ese reino, desde la cueva de los Tayos en Ecuador, hasta el desierto de Gobi, la gruta de la sibila de Cólquida, la de la sibila de Cumas en Nápoles, y otros lugares en Kentucky, en el Mato Grosso, en el Polo Norte o en el Polo Sur, en los alrededores de la pirámide de Keops e incluso cerca de la inmensa mole de Ayers Rock en Australia.

El nombre de Agartha apareció por primera vez en la obra de un curioso personaje, Louis Jacolliot, autor de libros de aventuras del estilo de Verne o Salgari, pero más famoso en su época por su extensa obra sobre la civilización india. En Le spiritisme dans le monde (1875) buscaba las raíces indias del ocultismo occidental, y no debió de costarle mucho porque la mayoría de los ocultistas de su época se remitía en gran medida a auténticos o falsos mitos orientales. Jacolliot hacía referencia a un texto sánscrito desconocido para los expertos, Agrouchada-Parikchai, una especie de cóctel que quizá él mismo había reunido a base de pasajes tomados de las Upanishad y de otros textos sagrados, a los que añadió algunos elementos de la tradición masónica occidental. Afirmaba que en unas tablillas sánscritas (nunca especificadas) se hablaba de una tierra llamada Rutas, que había sido tragada por las aguas del océano Índico; aunque luego hablaba del Pacífico y la identificaba con la Atlántida, que debería haber estado en el océano Atlántico, pero como ya hemos visto la Atlántida había sido imaginada un poco en todas partes. Por último, en Les fils de Dieu (1873 o 1871) Jacolliot describía «Asgartha» como un inmenso subterráneo en el subcontinente indio, ciudad del gran sacerdote de los brahmanes.

A decir verdad, fueron pocos los que dieron crédito a sus revelaciones, y solo lo tomó en serio madame Blavatsky, dispuesta como siempre a creer en todo. En cambio, el que tuvo una notable e inmediata influencia fue el marqués Joseph-Alexandre Saint-Yves d’Alveydre, con su obra Mission de l’Inde (1886). En 1877 Saint-Yves se casó con la condesa Marie-Victoire de Riznitch-Keller, que frecuentaba varios cenáculos ocultistas. Cuando conoció a Saint-Yves, la condesa tenía ya más de cincuenta años, mientras que él apenas sobrepasaba los treinta. Con objeto de darle un título, la condesa compró unas tierras que habían pertenecido a ciertos marqueses de Alveydre. Saint-Yves, como ya podía vivir de rentas, se dedicó a su sueño: quería encontrar una fórmula política capaz de lograr una sociedad más armónica, una forma de sinarquía en oposición a la anarquía, una sociedad europea, gobernada por tres consejos que representaran el poder económico, los magistrados y el poder espiritual, esto es, las iglesias y los científicos, una oligarquía ilustrada que acabara con la lucha de clases uniendo a los hombres de izquierdas y de derechas, a los jesuitas y los masones, el capital y el trabajo. El proyecto atrajo la atención de grupos de extrema derecha como la Acción Francesa, de modo que la izquierda vería en Vichy un complot sinárquico; en cambio, la derecha vería la sinarquía como la expresión de un complot judeoleninista; para unos, la sinarquía había sido un complot jesuita para derribar la Tercera República, para otros un complot nazi, y no podía faltar la hipótesis del complot judeomasónico.

En cualquier caso, tanto en la derecha como en la izquierda surgió a menudo la idea de que existía una sociedad secreta que estaba tramando un complot universal.