EL PAÍS DE LOS JUGUETES
CARLO COLLODI
Pinocho, cap. 30-32 (1883)
Mecha era el niño más perezoso y travieso de toda la escuela, pero Pinocho lo quería mucho. Fue enseguida a buscarlo a su casa, para invitarlo al desayuno, pero no lo encontró; volvió por segunda vez y Mecha tampoco estaba; volvió por tercera vez e hizo el viaje en vano.
¿Dónde dar con él? Busca por aquí, busca por allá, por último lo vio escondido bajo el pórtico de una casa campesina.
—¿Qué haces ahí? —le preguntó Pinocho, acercándose. […]
—Voy a vivir a un sitio… que es el mejor país de este mundo: ¡una auténtica Jauja…!
—¿Cómo se llama?
—Se llama el País de los Juguetes. ¿Por qué no vienes tú también?
—¿Yo? ¡No, desde luego que no!
—¡Te equivocas, Pinocho! Créeme, te arrepentirás si no vienes. ¿Dónde vas a encontrar un país más saludable para nosotros, los niños? Allí no hay escuelas, ni maestros, allí no hay libros. En ese bendito país no se estudia nunca. El jueves no se va a la escuela; y las semanas se componen de seis jueves y un domingo. Figúrate que las vacaciones de verano empiezan el primero de enero y acaban en diciembre. ¡Al fin he encontrado un país que me gusta realmente! ¡Así deberían ser todas las naciones civilizadas! […]
—¿Y cómo se pasan los días en el País de los Juguetes?
—Se pasan jugando y divirtiéndose de la mañana a la noche. Por la noche uno se va a la cama y a la mañana siguiente, vuelta a empezar. ¿Qué te parece?
—¡Hum…! —dijo Pinocho; y meneó levemente la cabeza, como diciendo: «Llevaría de buen grado esa vida». […]
Por la mañana, al despuntar el alba, llegaron al País de los Juguetes. Este país no se parecía a ningún otro país del mundo. Su población estaba compuesta exclusivamente por niños. Los mayores tenían catorce años, los más jóvenes apenas llegaban a los ocho. En las calles había una alegría, un estrépito y un vocerío para volverse loco. Bandas de chicuelos por todas partes; unos jugaban a los dados, otros al tejo, otros a la pelota, unos montaban en velocípedos y otros en caballitos de madera; unos jugaban a la gallina ciega, otros al escondite; otros, vestidos de payasos, comían estopa encendida; unos recitaban, otros cantaban, otros daban saltos mortales, otros caminaban con las manos en el suelo y las piernas por el aire, unos rodaban el aro, otros paseaban vestidos de generales con un gorro de papel y un sable de cartón; reían, chillaban, llamaban, aplaudían, silbaban, imitaban el cacareo de la gallina cuando pone un huevo… En suma, un verdadero pandemónium, una algarabía, un endiablado alboroto, como para ponerse algodones en los oídos, so pena de quedarse sordos. En todas las plazas se veían teatrillos de lona, atestados de niños de la mañana a la noche, y en todas las paredes de las casas se leían inscripciones al carbón de cosas tan pintorescas como estas: ¡Vivan los jugetes! (en vez de juguetes), no queremos más hescuelas (en vez de no queremos más escuelas), abajo Larin Mética (en vez de la aritmética), y otras maravillas por el estilo.
Pinocho, Mecha y todos los otros niños que habían hecho el viaje con el hombrecillo, en cuanto pusieron los pies en la ciudad se adentraron en aquella barahúnda y en pocos minutos, como puede imaginarse, se hicieron amigos de todos. ¿Cabe mayor felicidad? En medio de tanto jolgorio y tan variada diversión, pasaban como rayos las horas, los días y las semanas.
—¡Ah! ¡Qué hermosa vida! —decía Pinocho cada vez que, por azar, topaba con Mecha.