LA RAZA HIPERBÓREA

FRIEDRICH NIETZSCHE

El Anticristo (1888)

Mirémonos a la cara. Nosotros somos hiperbóreos —sabemos muy bien cuán aparte vivimos. «Ni por tierra ni por agua encontrarás el camino que conduce a los hiperbóreos»; ya Píndaro supo esto de nosotros. Más allá del norte, del hielo, de la muerte— nuestra vida, nuestra felicidad. Nosotros hemos descubierto la felicidad, nosotros sabemos el camino, nosotros encontramos la salida de milenios enteros de laberinto. ¿Qué otro la ha encontrado? —¿Acaso el hombre moderno? «Yo no sé qué hacer; yo soy todo eso que no sabe qué hacer»— suspira el hombre moderno. De esa modernidad hemos estado enfermos, —de paz ambigua, de compromiso cobarde, de toda la virtuosa suciedad propia del sí y el no modernos. Esa tolerancia y largeur [amplitud] del corazón que «perdona» todo porque «comprende» todo es scirocco [siroco] para nosotros. ¡Preferible vivir en medio del hielo que entre virtudes modernas y otros vientos del sur!… Nosotros fuimos suficientemente valientes, no tuvimos indulgencia ni con nosotros ni con los demás; pero durante largo tiempo no supimos adónde ir con nuestra valentía. Nos volvimos sombríos, se nos llamó fatalistas. Nuestro fatum [hado] —era la plenitud, la tensión, la retención de las fuerzas. Estábamos sedientos de rayo y de acciones, permanecíamos lo más lejos posible de la felicidad de los débiles, de la «resignación». Había en nuestro aire una tempestad, la naturaleza que nosotros somos se entenebrecía —pues no teníamos ningún camino. Fórmula de nuestra felicidad: un sí, un no, una línea recta, una meta.

¿Qué es bueno? —Todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo en el hombre.

¿Qué es malo? —Todo lo que procede de la debilidad.

¿Qué es felicidad? —El sentimiento de que el poder crece, de que una resistencia queda superada. No apaciguamiento, sino más poder; no paz ante todo sino guerra; no virtud, sino vigor (virtud al estilo del Renacimiento, virtù, virtud sin moralina).

Los débiles y malogrados deben perecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarlos a perecer.

¿Qué es más dañoso que cualquier vicio? —La compasión activa con todos los malogrados y débiles— el cristianismo. […]

Al cristianismo no se lo debe adornar ni engalanar: él ha hecho una guerra a muerte a ese tipo superior de hombre, él ha proscrito todos los instintos fundamentales de ese tipo, él ha extraído de esos instintos, por destilación, el mal, el hombre malvado, —el hombre fuerte considerado como hombre típicamente reprobable, como «hombre réprobo». El cristianismo ha tomado partido por todo lo débil, bajo, malogrado, ha hecho un ideal de la contradicción a los instintos de conservación de la vida fuerte; ha corrompido la razón incluso de las naturalezas dotadas de máxima fortaleza espiritual al enseñar a sentir como pecaminosos, como descarriadores, como tentaciones, los valores supremos de la espiritualidad. ¡El ejemplo más deplorable— la corrupción de Pascal, el cual creía en la corrupción de su razón por el pecado original, siendo así que solo estaba corrompida por su cristianismo! […]

Que las fuertes razas de la Europa nórdica no hayan rechazado de sí el Dios cristiano es algo que en verdad no hace honor a sus dotes religiosas, para no hablar del gusto. Tendrían que haber acabado con semejante enfermizo y decrépito engendro de la décadence. Mas, por no haber acabado con él, pesa sobre ellas una maldición: acogieron en todos sus instintos la enfermedad, la vejez, la contradicción.

ANTOINE FABRE D’OLIVET

De l’État social de l’homme ou vues philosophiques sur l’histoire du genre humain, cap. XVI (1822)

Me estoy refiriendo a una época muy alejada de la que vivimos, y cerrando los ojos, que un largo prejuicio podría haber debilitado, intento fijar a través de la oscuridad de los siglos el momento en que la raza blanca, de la que formamos parte, apareció en la escena del mundo.

En aquella época, cuya fecha trataré de establecer más adelante, la raza blanca era aún débil, carente de leyes y de artes, sin cultura alguna, despojada de recuerdos y demasiado desprovista de inteligencia para concebir aunque fuera una esperanza. Habitaba en torno al polo boreal, del que era originaria. La raza negra, más antigua, dominaba entonces sobre la Tierra, y tenía la primacía de la ciencia y del poder; poseía toda África y la mayor parte de una gran parte de Asia, que había dominado y donde había sometido a la raza amarilla. Algunos restos de una raza roja languidecían oscuramente en la cima de las montañas más altas de América y sobrevivían a la terrible catástrofe que se había abatido sobre ellos. La raza roja, a la que habían pertenecido, había poseído el hemisferio occidental del globo, la raza amarilla la parte oriental, la raza negra se extendía al sur, sobre la línea ecuatorial y la raza blanca que, como he dicho, apenas estaba naciendo, erraba en torno al polo boreal.

Estas cuatro razas principales, y las numerosas variedades que resultaban de su mezcla, componían el reino nominal. […] Estas cuatro razas a su vez chocaron, se separaron, se mezclaron. En muchas ocasiones se disputaron la supremacía del mundo. […] No es mi intención ocuparme de estas vicisitudes, cuyos infinitos detalles me pesarían como un fardo inútil, y no me conducirían al objetivo que me propongo.

Me ocuparé únicamente de la raza blanca a la que pertenecemos, y trataré de trazar su historia desde la época de su última aparición en torno al polo boreal; desde allí descendió en diversas ocasiones, en oleadas, para hacer incursiones tanto en las otras razas cuando todavía dominaban, como en la suya propia, cuando dominó sobre las demás. El vago recuerdo de este origen, que ha sobrevivido al paso de los siglos, ha hecho que llamaran al polo boreal cuna del género humano. Ha dado origen al nombre de hiperbóreos y a todas las fábulas alegóricas que sobre ellos han circulado. Ha proporcionado, por último, las numerosas tradiciones que han incitado a Olaus Rudbeck a situar la Atlántida de Platón en Escandinavia, y autorizado a Bailly a ver en las rocas desiertas y blanqueadas por los rigores del Spitzberg, la cuna de la ciencia, del arte y de todas las mitologías del mundo.

Es difícil sin duda decir cuándo la raza blanca o hiperbórea comenzó a reunirse en alguna forma de civilización, y en qué época más lejana esta comenzó a existir. Moisés, que los menciona en el sexto capítulo del Génesis como ghiboreanos, nombre muy celebrado, hace remontar su origen a las primeras edades del mundo. En los escritos de los antiguos aparece cien veces el nombre de hiperbóreos, pero jamás se arroja ninguna luz positiva sobre ellos. Según Diodoro Sículo, su país era el más cercano a la Luna, que puede interpretarse como el Polo donde vivían.

Esquilo, en el Prometeo, los situaba en los montes Rifeos. Un tal Aristeo de Proconeso, que se dice que había escrito un poema sobre estos pueblos, y pretendía haberlos visitado, aseguraba que ocupaban la región situada al noreste de la Alta Asia, que hoy llamamos Siberia. Hecateo de Abdera, en una obra publicada en tiempos de Alejandro, los situaba todavía más lejos, entre los osos blancos de Nueva Zembla, en una isla llamada Elixoia. La verdad es, como confesaba Píndaro más de cinco siglos antes de nuestra era, que se ignoraba completamente dónde estaba el país de aquellos pueblos. El propio Heródoto, tan interesado en recoger todas las tradiciones antiguas, interrogó en vano a los escitas sobre este tema, sin conseguir descubrir nada cierto.