LA ÚLTIMA THULE E HIPERBÓREA
THULE. Thule aparece citada por primera vez en una relación de viaje del explorador griego Piteas, que la describió como una tierra del Atlántico Norte, una tierra de fuego y hielo donde el sol no se ponía nunca. A esa tierra se refirieron Eratóstenes, Dionisio Periegeta, Estrabón, Pomponio Mela, Plinio el Viejo, Virgilio (que en Geórgicas I, 30 la menciona como la tierra última más allá de los límites del mundo conocido) y Antonio Diógenes en la novela Los prodigios más allá de Tule, del siglo II d. C. El mito lo retoma Marciano Capella y se prolonga a lo largo de toda la Edad Media, de Boecio y Beda a Petrarca, hasta los modernos que, aunque ya no la buscan, la utilizan como mito poético. La isla fue identificada en su momento con Islandia, las islas Shetland, las islas Feroe o la isla de Saaremaa. Sin embargo, lo que importa es que de estas imprecisas informaciones geográficas nació el mito de la Última Thule.
La imagen más famosa de esta isla legendaria se encuentra en un documento como la Charta marina, de Olaus Magnus (1539).
De otras islas situadas en el más lejano norte habían hablado ya navegantes del siglo XIV, como Nicolò y Antonio Zen, que afirmaban haber atracado en islas como Frislandia o Estlandia. Un descendiente suyo, Nicola Zen, publicó en 1558 un libro, Dello scoprimento del’isole di Frislanda, Eslanda, Engroveland, Estotiland e Icaria fatto per due fratelli Zeni; en los mapas de Mercatore también aparecen registradas las islas de Frislant y Drogeo. En 1570, Ortelius registraba las islas de Frislant, Drogeo, Icaria y Estotiland en el mapa «Septentrionalium regionum descriptio» del Theatrum orbis terrarum. Influido por el libro de Nicolò Zen, el erudito y ocultista inglés John Dee, que gozaba de gran consideración en la corte británica, creyó haber encontrado un paso hacia el Pacífico situado en el norte y encargó a Martin Frobisher que llevara a cabo las exploraciones pertinentes.
Naves normandas, en el Tapiz de la reina Matilde, 1027-1087, Bayeux, Musée de la Tapisserie.
LOS HIPERBÓREOS. El mito de Thule se fusionó después con el de los hiperbóreos. Los antiguos consideraban a los hiperbóreos («los que viven más allá del Bóreas», que era la personificación del viento del norte) un pueblo que vivía en una tierra lejanísima situada al norte de Grecia. Esta región era un país perfecto, iluminado por un Sol que brillaba seis meses al año.
Hecateo de Mileto (siglo VI a. C.) ubicaba a los hiperbóreos en el extremo norte, entre el Océano (que rodeaba como un anillo las tierras conocidas) y los montes Rifeos (cadena de montañas legendarias, de ubicación incierta, a veces en el extremo norte y a veces en la desembocadura del Danubio).
Hecateo de Abdera (siglos IV-III a. C.), en De los hiperbóreos (obra de la que se conservan solo algunos fragmentos), los situaba en una isla del Océano «no menor que Sicilia en extensión», una isla desde la que era posible ver la Luna de cerca.
Hesíodo localizaba a los hiperbóreos «junto a los grandes saltos del Eridán». Dado que el Eridán era el Po, sus hiperbóreos no habrían vivido muy al norte, aunque Hesíodo tenía una visión un tanto provinciana del extremo norte, o una idea demasiado fabulosa del Po. Por otra parte, en el mundo griego se discutía sobre la ubicación geográfica de ese río y, según algunas fuentes, el Eridán desembocaba en el mar del Norte. Píndaro situaba a los hiperbóreos en la región de las «umbrosas fuentes» del río Istro (que era el Danubio), y en un pasaje del Prometeo liberado Esquilo dice que la fuente del Istro se encontraba en el país de los hiperbóreos y en los montes Rifeos. Para Damaste de Sigeo, los montes Rifeos se hallaban al norte de los grifos guardianes del oro.
Heródoto resumía un poema de Aristeas de Proconeso, ya perdido, en el que el autor hablaba de un viaje realizado por inspiración de Apolo a regiones remotas, hasta el país de los isedones, «más allá» de los cuales vivían los arimaspos, hombres de un solo ojo, los grifos guardianes del oro y, por último, los hiperbóreos, que habitaban una tierra donde el clima era siempre primaveral y revoloteaban plumas en el aire.
En general, en los relatos antiguos Hiperbórea, dondequiera que estuviese, no aparecía como el origen de una raza elegida, pero, al prosperar las hipótesis nacionalistas sobre los orígenes de las lenguas, el extremo norte se fue perfilando cada vez más como patria de la lengua y de la raza primitiva. En Los círculos de Gomer, Rowland Jones (1771) afirmaba que la lengua primigenia había sido el celta y que «ninguna lengua excepto el inglés está tan próxima al primer lenguaje universal. Los dialectos y la sabiduría celta derivan de los círculos de Trismegisto, Hermes, Mercurio o Gomer». Bailly decía que una de las naciones más antiguas era la constituida por los escitas y que hasta los chinos descendían de ellos, si bien precisó que también era este el origen de los atlántidas. En resumen, la cuna de la civilización estaría en el norte y de allí se habrían propagado hacia el sur las razas madre que, según algunos, habrían degenerado en este proceso. De ahí la creencia en el origen hiperbóreo de la raza aria, la única que se habría mantenido incorrupta.
Muchas han sido las interpretaciones del mito polar: según algunos, el frío de los países nórdicos habría favorecido la civilización, mientras que el calor mediterráneo y africano habría originado razas inferiores; en cambio, según otros, la civilización nórdica se desarrolló con plenitud al descender hacia las tierras más templadas de Asia; por último, hay quienes dicen que en los períodos prehistóricos eran precisamente las zonas polares las que disfrutaban de climas muy suaves. Por ejemplo, en Paradise found, William F. Warren (1885), que también fue rector de la Universidad de Boston, sostenía que la cuna de la humanidad, y la sede del Paraíso terrenal, había sido el Polo Norte. Como ortodoxo antidarwiniano, argumentaba que la evolución no se produjo de los seres inferiores al hombre tal como la conocemos, sino que fue al revés, porque los primeros habitantes del Polo eran sumamente hermosos y longevos, y solo después del Diluvio y la llegada de una glaciación emigraron a Asia, donde se transformaron en los seres inferiores de nuestro tiempo; en la Prehistoria las regiones polares eran soleadas y templadas, y la involución de la especie se produjo en el frío de las estepas de Asia central.
Thomas Ender, Glaciar, siglo XIX, Bremen, Kunsthalle.
Para sostener la tesis de un Polo templado, habría habido que admitir (como ocultistas y «polares» de todo tipo siguen haciendo hasta nuestros días) que los cambios climáticos se debían a un desplazamiento sensible del eje de la Tierra. Esta tesis dio lugar a una enorme cantidad de obras, argumentaciones y disquisiciones más o menos científicas que es imposible resumir aquí, puesto que para elaborar una historia de los países legendarios solo nos interesa saber cómo fueron imaginados tales países, y nos basta registrar entre ellos a los muy templados polos.[11]
Ahora bien, Warren, que todavía conservaba una pizca de rigor científico, no aceptó la tesis del desplazamiento del eje terrestre y formuló la hipótesis de que los primeros descendientes de los polares, al llegar a Asia, vieron el firmamento desde una perspectiva distinta y, en su ignorancia de descendientes degenerados, dedujeron falsas creencias astronómicas. En cualquier caso, se estableció una superioridad de los «polares» y una inferioridad de los asiáticos y de los mediterráneos, que alimentó luego el mito de la raza aria.
La ubicación de los arios originarios también ha engendrado infinitas hipótesis. Karl Penka (1883) los consideraba originarios del norte de Alemania y Escandinavia; Otto Schrader (1883) afirmaba que provenían de Ucrania. En principio, fueron los ilustrados del siglo XVIII, entre ellos Voltaire, Kant y Herder, los que pensaron en un continente distinto para los padres de la humanidad, en contra de la tradición bíblica. En aquella época se pensaba en la India, pero obviamente los románticos alemanes tendían a pensar en un pueblo que se remontase a las tribus teutónicas que César no había logrado derrotar, y que habría originado la civilización romano-bárbara y el gran florecimiento gótico de las catedrales medievales. Solo faltaba unir la civilización de la India con la de los pueblos nórdicos, y de esto se encargaron incluso los lingüistas con sus investigaciones sobre el sánscrito como lengua madre de la humanidad.[12]
De ahí nace, aunque muchos estudiosos que lo impulsaron no eran conscientes de los resultados que producirían sus investigaciones, el mito de la raza aria.[13]
Lo que influyó profundamente en este mito fue la tradición ocultista. Madame Blavatsky, a la que ya se ha mencionado al hablar de la Atlántida, sostenía en La doctrina secreta (1888) la tesis de la migración de una raza perfecta del norte del Himalaya, aunque después del Diluvio esta raza habría emigrado hasta Egipto (lo que permite a algunos defender que las tesis de Blavatsky no eran racistas al menos de manera intencionada). Blavatsky describía una historia fantástica de la humanidad, en la que Hiperbórea estaba representada como un continente polar que se extendía desde la actual Groenlandia hasta Kamchatka y habría sido la sede de la segunda raza de la humanidad, gigantes andróginos de rasgos monstruosos.
Friedrich Nietzsche (1888) dice en El Anticristo «hiperbóreos somos», y aprovecha la ocasión para celebrar las antiguas virtudes nórdicas contra la degeneración del cristianismo.
El mapa que aparece en Arktos, de Joscelyn Goodwin (1996), nos muestra con claridad en cuántos lugares ha sido localizada la tierra de los hiperbóreos. Aunque toda la teoría tuviese algún elemento de verdad, solo una de estas localizaciones sería correcta y, por tanto, nos encontramos ante una quincena de leyendas. Los hiperbóreos, como el Grial, se han desplazado como anguilas a lo largo de los siglos.
En el siglo XIX, muchos autores ocultistas, como Fabre d’Olivet (1822), trataron el tema del origen hiperbóreo de la raza aria, pero el mito obviamente se fortaleció con el pangermanismo y el nazismo.
Abraham Ortelius, Mapa de Islandia, siglo XVI.
EL MITO POLAR Y EL NAZISMO. En los ambientes nazis, y antes del ascenso al poder de Hitler, existían grupos de adeptos a las ciencias ocultas. Todavía hoy se discute qué jerarcas nazis pertenecieron de verdad a las distintas sectas ocultistas y hasta qué punto Hitler formaba parte realmente de ese clima cultural.[14] Pero en cualquier caso es indudable que en 1912 nacía un Germaneorden que propugnaba una ariosofía, esto es, una filosofía de la superioridad aria. En 1918, el barón Von Sebottendorff fundó la Thule Gesellschaft, una sociedad secreta con fuertes matices racistas. Fue en el seno de la Thule Gesellschaft donde apareció la cruz gamada.
Mapa de las distintas hipótesis sobre los orígenes de los arios, en Joscelyn Goodwin, Arktos, 1996.
En 1907, Jörg Lanz fundó una Orden del Nuevo Templo, en cuyos principios sobre la supremacía aria se inspiraron al parecer las SS de Himmler. Lang recomendaba para las razas inferiores la castración, la esterilización, la deportación a Madagascar y la incineración como sacrificio a la divinidad. Principios que, mutatis mutandis, serían luego aplicados por el racismo nazi.
En 1935, Himmler fundó la Ahnenerbe Forschungs und Lehrgemeinschaft, esto es, la Sociedad para la Investigación y Enseñanza de la Herencia Ancestral, como institución dedicada a las investigaciones sobre la historia antropológica y cultural de la raza germánica, que pretendía redescubrir la grandeza de los pueblos de la antigua Alemania, origen de la raza superior nazi. Se dice que esta sociedad, influida por las fantasías de Otto Rahn (de quien se hablará en el capítulo del Grial), estaba interesada en recuperar la sagrada reliquia, entendida por supuesto no como símbolo cristiano sino como fuente de fuerza para los verdaderos descendientes del paganismo nórdico. Parece que Himmler estaba también fuertemente influido por la corriente de la ariosofía que, siguiendo el pensamiento de Guido von List (que había muerto antes de la llegada del nazismo, pero había dejado numerosos y devotos discípulos), otorgaba una importancia capital a las runas nórdicas, interpretadas no tanto como un sistema de escritura de los antiguos pueblos germánicos, sino como símbolos mágicos mediante los que se podían obtener poderes ocultos, practicar adivinaciones y sortilegios, preparar amuletos y permitir la circulación de una energía sutil que invadía todo el mundo; servían, por tanto, para determinar el curso de los acontecimientos, y no olvidemos que la esvástica nazi se inspiraba en caracteres rúnicos.
Escudo de Thule-Gesellschaft, 1919.
En una entrevista televisiva emitida en la posguerra, el general Wolff, que había sido comandante de las SS en Roma, comentaba que cuando Hitler le ordenó secuestrar a Pío XII para internarlo en Alemania, le pidió también que se apoderara en la Biblioteca Vaticana de ciertas runas que sin duda tenían para él un valor esotérico. Según Wolff pospuso el secuestro con distintos pretextos, uno de los cuales era justamente la dificultad de identificar antes dónde estaban las famosas runas. Sea o no cierto lo que contó (el proyecto de secuestrar al Papa sí está documentado), en cualquier caso el ocultismo y el pangermanismo, la rebelión contra la ciencia moderna considerada de origen judío y la búsqueda convulsiva de una ciencia verdadera y exclusivamente germánica eran elementos que circulaban en los ambientes nazis.
El otro teórico que influyó con intensidad en el desarrollo del nazismo fue Alfred Rosenberg con El mito del siglo XX (1930), que fue el mayor éxito en Alemania después del Mein Kampf de Hitler, con más de un millón de ejemplares vendidos. También en esta obra encontramos referencias al mito de la raza nórdica y, por supuesto, a la Atlántida como Última Thule.[15]
Véanse, por último, los textos sobre la civilización hiperbórea de Julius Evola (1934 y 1937).