En Ella no se habla de la Atlántida, pero sí lo hace en cambio una novela que alcanzó una inmensa popularidad, L’Atlantide de Pierre Benoît (1919), que en su tiempo fue acusado de haber plagiado el libro de Rider Haggard. Benoît cuenta la historia de una isla que existía en el mar que tiempo atrás recubría el Sahara, transformada en una ciudad subterránea y dominada por una reina bellísima y despiadada, Antinea, que transforma a sus visitantes, seducidos por su encanto, en estatuas doradas. Esta novela inspiró numerosas películas, entre las que destaca La Atlántida, de Pabst, de 1932, así como varios cómics.
Ilustración de Mu, de Hugo Pratt, 1988.
Entre los muchos cómics inspirados tanto en la Atlántida como en Mu, destacan un episodio de la serie de Tim Tyler’s Luck (traducida en España como Jorge y Fernando) La misteriosa llama de la reina Loana, de Lyman Young; L’enigme d’Atlantide, de Jacobs, con las aventuras del profesor Mortimer (1975); y una historia de Corto Maltés, Mu, escrita por Hugo Pratt en 1988.
ATLÁNTIDA.
POR UNA BIBLIOGRAFÍA ATLANTOLÓGICA
ANDREA ALBINI
Atlantide. Nel mare dei testi,
Genova, Italian University Press, 2012, pp. 32-34
Cartel de la película de George Pal El continente perdido (La Atlántida), 1961.
La cantidad de libros, artículos y documentos que hablan de la Atlántida es impresionante. En 2004, la estudiosa Chantal Foucrier escribía que los sitios de internet sobre la Atlántida indicaban cerca de noventa mil páginas. Ya entonces, la cifra estaba probablemente subestimada, pues una búsqueda llevada a cabo en mayo de 2010 con el buscador de Google para las páginas en inglés indicaba casi 23 millones de páginas. Asimismo la lista de las citas en español llegaba aproximadamente a 1,2 millones, en alemán a 1,8 millones, y finalmente en italiano y francés eran 463.000 y 380.000 respectivamente. […] No menos impresionante es constatar la consistencia del número de obras que han aparecido sobre este tema a lo largo del tiempo. En 1841, T. Henri Martin señalaba en Studi sul Timeo di Platone varias decenas de contribuciones importantes a la literatura sobre la Atlántida; un número en el que, por supuesto, se incluye una serie de publicaciones más extravagantes. En cuanto a los autores, en un clásico de los estudios críticos sobre la Atlántida publicado originariamente en 1954, Lyon Sprague de Camp citaba por orden alfabético los nombres de 216 personas a las que definía como «atlantistas», señalando su profesión, el año en que habían escrito y qué conclusiones habían sacado. Solo 37 autores de esta lista habían llegado a la conclusión de que la historia de la Atlántida se refería a un lugar «imaginario», «dudoso» o bien a una «alegoría», mientras que todos los demás hablaban de una ubicación real. El desequilibrio a favor de quienes tenían una «teoría geográfica» es comprensible si pensamos que la persona que se dedica de manera profesional al estudio filológico, histórico o filosófico de Platón difícilmente se tomará el relato sobre la Atlántida tan en serio como para dedicarle algo más que una simple mención.
En una bibliografía sobre la «Atlántida y temas relacionados» publicada en 1926, Claude Roux y Jean Gattefossé registraron 1.700 voces que trataban de temas de geografía, etnografía y antiguas migraciones en todos los continentes, pero también informaciones sobre diluvios, antiguas tradiciones y derivas continentales. Los temas eran muy heterogéneos respecto al tema del relato platónico en sentido estricto, pero debemos tener en cuenta que tal dispersión representa un elemento constante en los libros sobre la Atlántida, aunque se entrecruzan temáticas recurrentes. Como confirmación, en 1989 el ensayista y buscador de tesoros sumergidos francés Fierre Jarnac escribía que con todos los libros publicados sobre la Atlántida se habría podido construir un monumento de más de cinco mil obras.
EL RELATO DEL «CRITIAS»
PLATÓN (siglos V-IV a. C.)
Critias, 113b y ss.
Tal como dije antes acerca del sorteo de los dioses —que se distribuyeron toda la tierra aquí en parcelas mayores, allí en menores e instauraron templos y sacrificios para sí—, cuando a Poseidón le tocó en suerte la isla de Atlántida la pobló con sus descendientes, nacidos de una mujer mortal en un lugar de las siguientes características. El centro de la isla estaba ocupado por una llanura en dirección al mar, de la que se dice que era la más bella de todas, y de buena calidad, y en cuyo centro, a su vez, había una montaña baja por todas partes, que distaba a unos cincuenta estadios del mar. En dicha montaña habitaba uno de los hombres que en esa región habían nacido de la tierra, Evenor de nombre, que convivía con su mujer Leucipe. Tuvieron una única hija, Clito. Cuando la muchacha alcanza la edad de tener un marido, mueren su padre y su madre. Poseidón la desea y se une a ella y, para defender bien la colina en la que habitaba, la aísla por medio de anillos alternos de tierra y de mar de mayor y menor dimensión: dos de tierra y tres de mar en total, cavados a partir del centro de la isla, todos a la misma distancia por todas partes, de modo que la colina fuera inaccesible a los hombres.
Entonces todavía no había barcos ni navegación. Él mismo, puesto que era un dios, ordenó fácilmente la isla que se encontraba en el centro: hizo subir dos fuentes de aguas subterráneas —una fluía caliente del manantial y la otra fría— e hizo surgir de la tierra alimentación variada y suficiente. […]
La estirpe de Atlas llegó a ser numerosa y distinguida. El rey más anciano transmitía siempre al mayor de sus descendientes la monarquía, y la conservaron a lo largo de muchas generaciones. Poseían tan gran cantidad de riquezas como no tuvo nunca antes una dinastía de reyes ni es fácil que llegue a tener en el futuro y estaban provistos de todo de lo que era necesario proveerse en la ciudad y en el resto del país. En efecto, aunque importaban mucho del exterior a causa de su imperio, la mayoría de las cosas necesarias para vivir las proporcionaba la isla; en primer lugar, todo lo que extraído por la minería, era sólido o fusible, y lo que ahora solo nombramos —entonces era más que un nombre la especie del oricalco que se extraía de la tierra en muchos lugares de la isla, el más valioso de todos los metales entre los de entonces, con la excepción del oro— y todo lo que proporciona el bosque para los trabajos de los carpinteros, ya que todo lo producía de manera abundante y alimentaba, además, suficientes animales domésticos y salvajes. En especial, la raza de los elefantes era muy numerosa en ella. También tenía comida el resto de los animales que se alimenta en los pantanos, lagunas y ríos y los que pacen en las montañas y en las llanuras, para todos había en abundancia y así también para este animal que es por naturaleza el más grande y el que más come. […] Como recibían todas estas cosas de la tierra, construyeron los templos, los palacios reales, los puertos, los astilleros y todo el resto de la región, disponiéndolo de la manera siguiente.
En primer lugar, levantaron puentes en los anillos de mar que rodeaban la antigua metrópoli para abrir una vía hacia el exterior y hacia el palacio real. Instalaron directamente desde el principio el palacio real en el edificio del dios y de sus progenitores y, como cada uno, al recibirlo del otro, mejoraba lo que ya estaba bien, superaba en lo posible al anterior, hasta que lo hicieron asombroso por la grandeza y belleza de las obras. A partir del mar, cavaron un canal de trescientos pies de ancho, cien de profundidad y una extensión de cincuenta estadios hasta el anillo exterior y allí hicieron el acceso del mar al canal como a un puerto, abriendo una desembocadura como para que pudieran entrar las naves más grandes. También abrieron, siguiendo la dirección de los puentes, los círculos de tierra que separaba los de mar, lo necesario para que los atravesara un trirreme, y cubrieron la parte superior de modo que el pasaje estuviera debajo, pues los bordes de los anillos de tierra tenían una altura que superaba suficientemente al mar.
El anillo mayor, en el que habían vertido el mar por medio de un canal, tenía tres estadios de ancho. El siguiente de tierra era igual a aquel. De los segundos, el líquido tenía un ancho de dos estadios y el seco era, otra vez, igual al líquido anterior. De un estadio era el que corría alrededor de la isla que se encontraba en el centro. La isla, en la que estaba el palacio real, tenía un diámetro de cinco estadios. Rodearon esta, las zonas circulares y el puente, que tenía una anchura de cien pies, con una muralla de piedras y colocaron sobre los puentes, en los pasajes del mar, torres y puertas a cada lado. Extrajeron la piedra de debajo de la isla central y de debajo de cada una de las zonas circulares exteriores e interiores; las piedras eran de color blanco, negro y rojo. Cuando las extrajeron, construyeron dársenas huecas dobles en el interior, techadas con la misma piedra. Unas casas eran simples, otras mezclaban las piedras y las combinaban de manera variada para su solaz, haciéndolas naturalmente placenteras. Recubrieron de hierro, al que usaban como si fuera pintura, todo el recorrido de la muralla que circundaba el anillo exterior, fundieron casiterita sobre la muralla de la zona interior, y oricalco, que poseía unos resplandores de fuego, sobre la que se encontraba alrededor de la acrópolis. […]
Tan gran potencia y de tales características existente entonces en aquellas zonas ordenó y envió el dios contra nuestras tierras por la siguiente razón. Durante muchas generaciones, mientras la naturaleza del dios era suficientemente fuerte, obedecían las leyes y estaban bien dispuestas hacia lo divino emparentado con ellos. Poseían pensamientos verdaderos y grandes en todo sentido, ya que aplicaban la suavidad junto con la prudencia a los avatares que siempre ocurren y unos a otros, por lo que, excepto la virtud, despreciaban todo lo demás, tenían en poco las circunstancias presentes y soportaban con facilidad, como una molestia, el peso del oro y de las otras posiciones. No se equivocaban, embriagados por la vida licenciosa, ni perdían el dominio de sí a causa de la riqueza, sino que, sobrios, reconocían con claridad que todas estas cosas crecen de la amistad unida a la virtud común, pero que con la persecución y la honra de los bienes exteriores, estos decaen y se destruye la virtud con ellos. Sobre la base de tal razonamiento y mientras permanecía la naturaleza divina, prosperaron todos sus bienes, que describimos antes. Mas cuando se agotó en ellos la parte divina porque se había mezclado muchas veces con muchos mortales y predominó el carácter humano, ya no pudieron soportar las circunstancias que los rodeaban y se pervirtieron; y al que los podía observar le parecían desvergonzados, ya que habían destruido lo más bello de entre lo más valioso, y los que no pudieron observar la vida verdadera respecto de la felicidad, creían entonces que eran los más perfectos y felices, porque estaban llenos de injusta soberbia y de poder.
El dios de los dioses Zeus, que reina por medio de leyes, puesto que puede ver tales cosas, se dio cuenta de que una estirpe buena estaba dispuesta de manera indigna y decidió aplicarles un castigo para que se hicieran más ordenados y alcanzaran la prudencia. Reunió a todos los dioses en su mansión más importante, la que, instalada en el centro del universo, tiene vista a todo lo que participa de la generación y, tras reunirlos, dijo […] (aquí se interrumpe el texto platónico).
Ignazio Danti, Neptuno en el fresco que representa a Liguria, detalle, 1560, Roma, Galleria delle Carte Geografiche, Musei Vaticani.
LOS ATLANTES
DIODORO SÍCULO (siglo I a. C.)
Bibliotheca historica, III, 56
Puesto que hemos hablado de los atlantes, pensamos que no es inútil referir lo que estos cuentan sobre el nacimiento de los dioses. […] Los atlantes viven en las costas del Océano, en una tierra muy fértil. Parecen diferentes a sus vecinos por su piedad y hospitalidad. Sostienen que su país fue la cuna de los dioses, y el más famoso de todos los poetas griegos parece compartir tal opinión, cuando pone en boca de Hera estas palabras: «Marcho para visitar los confines de la Tierra, el Océano, padre de los dioses, y Tetis, su madre». Ahora bien, según la tradición de los atlantes, su primer rey fue Urano, que reunió entre las murallas de una ciudad a los hombres que antes habían vivido dispersos por los campos. Apartó a sus súbditos de la vida salvaje, les enseñó cómo usar y conservar los frutos, y les dio a conocer otras invenciones útiles. Su imperio se extendía sobre casi toda la Tierra, pero ante todo hacia occidente y hacia el norte. Observador de los astros, predijo diversos acontecimientos que habían de suceder, y enseñó a los pueblos cómo medir el año siguiendo el curso del Sol, y los meses siguiendo el curso de la Luna, y dividió el año en estaciones. El pueblo, que no conocía el orden eterno del movimiento de los astros, se maravillaba de estas adivinaciones y consideraba al que las había hecho un ser sobrenatural. Tras su muerte, se le rindieron honores divinos, en recuerdo de los beneficios que de él habían recibido. Llamaron con su nombre al universo, ya sea porque le atribuían el conocimiento de la salida y ocaso de los astros y de otros fenómenos naturales, ya sea para testimoniar su agradecimiento con los grandes honores que le tributaban. Y le llamaron rey eterno de todas las cosas.
PLINIO (23-79 d. C.)
Historia natural, libro II, 204-205
Porque la naturaleza creó islas también de este modo: apartó a Sicilia de Italia, a Chipre de Siria, a Eubea de la Beocia y de Eubea a Atlante y Macrino, a Besbico de Bitinia, a Leucosia del promontorio de las Sirenas.
Otras veces ha quitado la naturaleza islas al mar juntándolas a la tierra. […] De todo punto quitó el mar las tierras, primero donde está ahora el mar Atlántico, si creemos a Platón.
ELIANO (siglos II-III)
Varia historia, III, 18
Europa, Asia y África son islas, rodeadas de mar: solo hay una tierra que se pueda llamar continente, y es la Merópida, que se encuentra fuera de este mundo. Su tamaño es enorme. Todos los animales que hay en ella son de grandes dimensiones, y también los hombres son dos veces más altos que nosotros y la duración de su vida es el doble de la nuestra. Hay muchas y grandes ciudades, con costumbres peculiares y regidas por leyes muy diferentes de las nuestras. […] Los habitantes de Eusebes (una ciudad de la Merópida) viven en paz y gozan de grandes riquezas y recogen los frutos de la tierra sin usar arado ni bueyes; sembrar y labrar no les cuesta ningún esfuerzo. Viven siempre en buena salud y pasan el tiempo alegre y placenteramente. Su justicia está por encima de cualquier discusión: por eso también a los dioses les place visitarlos.
Los habitantes de Machimos (otra ciudad de la Merópida) son muy belicosos, están normalmente en guerra y tienden a someter a los pueblos vecinos, de modo que su ciudad tiene ahora el dominio sobre muchos pueblos diversos. Son menos de dos millones […] En cierta ocasión decidieron pasar a estas nuestras islas: una vez atravesado el mar, con miles y miles de hombres llegaron al país de los hiperbóreos. Pero al darse cuenta de que estos eran considerados el pueblo más feliz, teniendo en cuenta sus míseras condiciones de vida, consideraron inútil continuar. […]
Francisco Bayeu y Subías, El Olimpo: batalla con los gigantes, 1764, Madrid, Museo del Prado.
LA NUEVA ATLÁNTIDA
FRANCIS BACON
Nueva Atlántida (1626)
Frontispicio de Instauratio magna, de Francis Bacon, 1620.
Partimos del Perú, donde habíamos permanecido por espacio de un año, rumbo a China y Japón, cruzando el Mar del Sur. Llevamos con nosotros comestibles para doce meses y durante más de cinco los vientos del este, aunque suaves y débiles, nos fueron favorables; pero de pronto el viento cesó estacionándose en el Oriente durante muchos días, de suerte que apenas podíamos avanzar y a veces nos sentíamos tentados de retroceder […]
Y sucedió que al atardecer del día siguiente, divisamos hacia el Norte algo así como nubes espesas que, sabiendo esta parte del Mar del Sur totalmente desconocida, despertaron en nosotros algunas esperanzas de salvación, pues bien pudiera ser que hubiera islas o continentes que hasta entonces no habían salido a la luz. Por lo cual toda aquella noche navegamos en dirección a esta apariencia de costa y al amanecer del día siguiente pudimos distinguir claramente que ante nuestra vista se extendía una tierra llana que la espesura hacía aparecer más oscura, y al cabo de hora y media de navegar nos encontramos en un buen fondeadero, no grande pero bien construido, que era el puerto de una hermosa ciudad que presentaba desde el mar una muy agradable vista. […]
Vimos que se dirigía hacia nosotros una persona (al parecer) de gran categoría. Vestía este personaje una túnica de mangas perdidas de un precioso moaré azul celeste mucho más brillante que el nuestro, su aparejo interior era verde y lo mismo su sombrero en forma de turbante, pero no tan enorme como el de los turcos y primorosamente hecho, bajo el ala del cual asomaban los bucles de su pelo. Toda su apariencia era la de un hombre en extremo venerable […]
Al día siguiente, a eso de las diez, vino otra vez a vernos nuestro gobernador, y cambiados los saludos de costumbre, dijo familiarmente, pidiendo una silla y sentándose, que venía a visitarnos, y nosotros que éramos solo diez (los restantes o pertenecían a clase muy humilde o habían salido), nos sentamos a su alrededor, y cuando todos estuvimos instalados, nos dijo en estos términos: «Nosotros, los de esta tierra de Bensalem [pues así la llamaban en su idioma], debido a nuestro aislamiento y a las leyes secretas que tenemos para nuestros viajeros, así como la rara admisión de extranjeros, conocemos bien la mayor parte del mundo habitado y somos al mismo tiempo desconocidos». […]
Se conocían la mayor parte de las naciones del mundo cuando nosotros en Europa [a pesar de todos los remotos descubrimientos y navegaciones de esta edad] nunca tuvimos la menor sospecha o vislumbre de la existencia de esta isla […]
A este discurso el gobernador sonrió burlonamente y dijo que habíamos hecho bien en pedir perdón por tal pregunta, porque parecía como si pensáramos que habíamos ido a parar al país de los magos, los cuales enviaban espíritus del aire a todas partes para que les trajeran noticias e informes. […]
«Habéis de saber [aunque tal vez os parezca increíble] que hace unos tres mil años, o quizá más, la navegación en el mundo [en especial en lo que se refiere a remotos viajes] era mucho mayor que la de hoy en día […] Al mismo tiempo, durante toda una larga época los habitantes de la gran Atlántida gozaron de gran prosperidad. Porque aunque la narración y descripción hecha por uno de vuestros grandes hombres, de que los descendientes de Neptuno se habían instalado allí, y del magnífico templo, palacio, ciudad y colina; y de las múltiples corrientes de hermosos ríos navegables que rodeaban la dicha ciudad y templo, como otras tantas cadenas, y de aquellas diversas graderías por donde ascendían los hombres hasta la cima como por una escala Celeste, es más que nada una fábula poética, hay sin embargo en ella mucho de verdad, pues el dicho país de la Atlántida, así como el del Perú, llamado entonces Coya, y el de México nombrado Tyrambel, eran reinos orgullosos, y poderosos en armas, navíos y toda clase de riquezas […]
Pero no mucho después de estas ambiciosas empresas, sobrevino la venganza divina, pues en el término de un centenar de años la gran Atlántida quedó totalmente perdida y destruida, y no por un gran terremoto, como vuestro gran hombre dice, pues toda esta ruta no es propensa a terremotos, sino por un extraordinario diluvio o inundación, puesto que estos países tenían por aquel entonces los más grandes ríos y montañas del mundo […]
EL PENSAMIENTO DE MONTAIGNE
MICHEL DE MONTAIGNE (1533-1592)
Ensayos, I, XXX, «De los caníbales»
Platón nos muestra que Solón decía que había sabido por los sacerdotes de la ciudad de Saís, en Egipto, que en tiempos muy remotos, antes del Diluvio, existía una gran isla llamada Atlántida, a la entrada del estrecho de Gibraltar, que era más grande que Asia y África juntas. […] Mas no parece probable que esa isla sea el Nuevo Mundo que acabamos de descubrir, pues tocaba casi con España, y habría que suponer que la inundación habría ocasionado un trastorno enorme en el globo terráqueo, apartándola como se encuentra ahora más de mil doscientas leguas de nosotros. Además, las navegaciones modernas han demostrado que no se trata de una isla, sino de un continente o tierra firme.
EL ESCEPTICISMO DE VICO
GIAMBATTISTA VICO
Ciencia nueva, II, 4 (1744)
Nosotros, debiendo entrar aquí en esta cuestión, daremos un pequeño ensayo sobre las numerosas opiniones que ha habido, inciertas, ligeras, equivocadas, vanas o ridículas, las cuales, al ser tantas, se deben dejar de referir. El ensayo viene a decir esto: que, del mismo modo que al retomar los tiempos bárbaros Escandinavia, o Escanzia, por la vanidad de las naciones fue llamada «vagina gentium» y se consideró la madre de todas las demás naciones del mundo, por la vanidad de los doctos Giovanni y Olao Magno mantuvieron la opinión de que sus godos habrían conservado las letras, descubiertas con la ayuda divina por Adán, desde el principio del mundo; de cuyo sueño se rieron todos los doctos. Pero no por eso dejó de seguirles y sobrepasarles Johann von Gorp Becan, que a su lengua címbrica, que no está muy alejada de la sajona, la hace proceder del paraíso terrestre y dice que es la madre de las demás; esta opinión la redujeron a fábula Giuseppe Giusto Scaligero, Giovanni Camerario, Christian Becmann y Martin Schoock. Pero esa vanidad creció más e irrumpió en la obra de Olaf Rudbeck titulada Atlantica, que pretende que las letras griegas hayan nacido de las runas, y que estas a su vez sean las fenicias invertidas, que Cadmo redujo a un orden y sonido semejante a las hebraicas, y finalmente los griegos las habrían enderezado y reformado con regla y con compás; y, dado que su inventor se llamaba Mercorouman, pretende que el Mercurio que descubrió las letras para los egipcios haya sido godo. Con tales licencias de opinión en torno a los orígenes de las letras, el lector debe estar atento para recibir las cosas que nosotros expondremos, no solo con la indiferencia de ver lo que aportan de nuevo, sino con la atención necesaria para tomarlas y meditarlas, cuales deben ser, como los principios de todo el saber humano y divino del mundo gentil.
HELENA BLAVATSKY
La doctrina secreta, II (1888)
Por eso, teniendo en cuenta la posible, y también muy probable confusión que podría producirse, se ha creído más conveniente adoptar para cada uno de los cuatro continentes continuamente citados un nombre que resulte más familiar al lector culto. Proponemos, pues, para nombrar el primer continente, o más bien, la primera tierra firme sobre la que evolucionó la primera raza de sus progenitores:
I. La Tierra Sagrada Imperecedera. La razón de este nombre se explica así: «Se afirma que esta “Tierra Sagrada”, de la que hablaremos más extensamente, no participó nunca de la suerte de los otros continentes, porque es la única destinada a durar desde el principio hasta el fin del Manvantara a través de todas las Rondas. Es la cuna del primer hombre y la morada del último mortal divino. […] De esta tierra sagrada y misteriosa muy poco puede decirse, excepto tal vez, según la expresión poética de un comentario, que “La Estrella Polar la mira con su ojo vigilante desde el alba hasta el fin del crepúsculo de un Día del Gran Aliento”». […]
II. El Hiperbóreo. Este será el nombre elegido para el segundo continente, la tierra que se extendía al sur y al oeste del Polo Norte para acoger a la segunda raza. […]
III. Lemuria. Al tercer continente proponemos llamarlo Lemuria. […] Este continente abarcaba algunas zonas de la actual África; pero este continente gigantesco que se extendía desde el océano Índico hasta Australia, se encuentra ahora totalmente desaparecido bajo las aguas del Pacífico, dejando aquí y allá tan solo algunas cumbres de sus zonas montañosas, que ahora son islas. […]
IV. Atlántida. Así llamaremos al cuarto continente. Sería la primera tierra histórica, si se prestase a las tradiciones de los antiguos más atención de la que se ha prestado hasta ahora. La famosa isla de Platón con ese nombre no era más que un fragmento de este gran continente.
V. Europa. El quinto continente era América; aunque como está situada en las Antípodas, los ocultistas indoarios llaman quinto continente a Europa y Asia Menor, sus contemporáneas. Si sus enseñanzas hubiesen seguido la aparición de los continentes por orden geológico y geográfico, el orden de esta clasificación sería otro. Pero como la sucesión de los continentes está hecha siguiendo el orden de evolución de las razas, de la primera a la quinta, nuestra raza raíz o aria, Europa debe ser llamada el quinto gran continente. La Doctrina Secreta no tiene en cuenta las islas y penínsulas, ni sigue la distribución moderna de las tierras y de los mares. […]
La afirmación de que el hombre físico era un enorme gigante preterciario, y que existió hace 18 millones de años, naturalmente debe parecer absurda a los seguidores y defensores de la enseñanza moderna. Todo el posse comitatus de los biólogos rechazará la idea de este Titán de la tercera raza de la Era Secundaria, un ser adaptado para enfrentarse con éxito a los monstruos entonces gigantescos del aire, de la tierra y del mar. […] El antropólogo es muy libre de reírse de nuestros Titanes, como se ríe del bíblico Adán, y como el teólogo se ríe de su antepasado pitecoide. […] Las ciencias ocultas, en cualquier caso, pretenden menos y dan más que la antropología de Darwin y que la teología bíblica. Y la cronología esotérica no debería espantar a nadie, porque en cuestión de cifras las más importantes autoridades de hoy son inciertas y cambiantes como las olas del Mediterráneo.