Finalmente, se ha hablado mucho del mapa que el almirante turco Piri Re’is (Piri Ibn Haji Mehmed) trazó en 1513 sobre una piel de gacela (véase Cuoghi, 2003). Se trata de un documento de extraordinario interés cartográfico, pero en el que algunos han creído ver una representación de la Antártida (que el almirante no podía conocer) y los atlantólogos una representación de la Atlántida, situada entre la Tierra del Fuego y una Terra Incognita, sin que nada justifique tal interpretación.
Mapa de James Churchward, The Children of Mu, 1931.
Hay quien ha vinculado la desaparición de la Atlántida con el llamado misterio del triángulo de las Bermudas, donde según una leyenda contemporánea han desaparecido aviones y barcos (aunque según los expertos el número de accidentes en el triángulo no es superior al de cualquier otra región con una elevada densidad de tráfico aéreo y marítimo). Se ha hablado de una fuente de energía activa aún en las ruinas sumergidas de la Atlántida, o de perturbaciones electromagnéticas y anomalías gravitacionales, causadas por el antiguo cataclismo de la isla; o incluso se ha aventurado la posibilidad de una supervivencia de los habitantes de la Atlántida en una ciudad submarina existente todavía en las profundidades del triángulo, y que son los causantes de las pretendidas desapariciones, aunque no se explica por qué los atlántidas se divierten con esta forma de piratería.
Por supuesto, la memoria obsesiva nacida de las páginas platónicas ha llevado a formular la hipótesis de otros continentes desaparecidos, entre los que estaría Lemuria, mencionada por Donnelly, otra presunta cuna de la raza humana. Lemuria habría estado situada entre Australia, Nueva Guinea, las islas Salomón y las islas Fidji —y según otros «lemurólogos» habría unido África con Asia—, aunque los científicos han establecido que en el Pacífico o en el océano Indico no hay ninguna formación geológica que pueda corresponder a la hipotética Lemuria.
No podía evitar hablar de Lemuria la intrépida madame Blavatsky, que había visto en los lemúridos a algunos de esos «grandes iniciados» en cuya búsqueda van a menudo los esoteristas.
Fragmento del Códice de Madrid (Tro-cortesiano II), c. 900-1521, Madrid, Museo de América.
Pariente de Lemuria (hasta el punto de que a menudo ambos nombres se refieren a la misma tierra) es el continente de Mu. En el siglo XIX, el abad Charles Étienne Brasseur intentó traducir un códice maya aplicando el método de desciframiento (totalmente erróneo) ideado en el siglo XVI por Diego de Landa. Entendió (equivocadamente) que el manuscrito hablaba de una tierra hundida a consecuencia de un cataclismo. Como encontró signos que no entendía, decidió traducirlos como Mu. El primero que se apropió de la idea fue Augustus Le Plongeon (1896) y después y con más intensidad el coronel James Churchward (del que recordaremos El continente perdido de Mu, de 1926), al que un sacerdote indio habría mostrado unas tablillas antiguas que hablaban del origen de la humanidad y que estaban escritas por presuntos «sagrados hermanos», procedentes de un continente madre situado en el sudeste asiático.
Según las tablillas, la primera aparición del hombre se produjo en el continente Mu, habitado por diversas tribus gobernadas por un rey llamado Ra-Mu. Mu estaba poblada sobre todo por una raza blanca que difundió la ciencia, la religión y el comercio por todo el mundo. Como sucede a todos los continentes madre, Mu también se vio afectada por volcanes y maremotos, y se hundió hace 13.000 años, antes que la Atlántida (una colonia de Mu), que se habría hundido tan solo mil años después.
Revelaciones de Paul Schliemann, en el New York London Budget, 17 de noviembre de 1912.
Finalmente, en 1912, Paul Schliemann, nieto del arqueólogo que descubrió las ruinas de Troya, en un evidente intento de emular a su abuelo, publicó el 20 de octubre de 1912 en el New York American una revelación sobre su descubrimiento de la Atlántida, que después resultó ser un hoax, esto es, un engaño, y luego se aventuró la posibilidad de que Paul no fuese siquiera el nieto del gran arqueólogo.
Todas estas fantasías muchas veces se basan en el hecho de que encontramos pirámides o zigurats tanto en Egipto o en el Oriente Próximo como en otras culturas asiáticas y amerindias. Pero esto apenas prueba nada, ya que las estructuras de acumulación pueden ser creadas independientemente por distintas culturas, dado que representan la manera en que se dispone la arena como consecuencia de la acción de los vientos, del mismo modo que las estructuras escalonadas son consecuencia de erosiones normales y la forma de los árboles podría sugerir en todas partes la forma de la columna. Sin embargo, para los cazadores de misterios, el hecho de que existan megalitos y construcciones de bloques monolíticos realizados con la técnica de encaje diseminados por América del Sur, Egipto, Líbano, Israel, Japón, América Central, Inglaterra y Francia demostraría que son herencia de una civilización más antigua.
De La Atlántida, de Gec Wilhelm Pabst, 1932.
La Atlántida sedujo asimismo a muchos ocultistas que se movían en torno al Partido Nazi (véase sobre este tema el capítulo que dedicamos a Thule e Hiperbórea), pero vale la pena recordar que la teoría del hielo eterno de Hans Hörbiger sostenía que el hundimiento de Atlántida y Lemuria había sido provocado por la captura de la Luna por parte de la Tierra. Karl Georg Zschätzsch, en Atlántida patria primitiva de los arios (1922), hablaba de una raza dominante «nórdico-atlántida» o «ario-nórdica», y la idea fue adoptada por uno de los máximos teóricos del racismo nazi: Alfred Rosenberg. Se dice que en 1938 Heinrich Himmler organizó una expedición al Tíbet cuyo objetivo era encontrar los restos de los atlántidas blancos. Otro teórico de la primigeneidad hiperbórea, Julius Evola (1934), trazaba un mapa ideal de las migraciones de la «raza boreal», una de norte a sur, la otra de este a oeste, y consideraba la Atlántida un centro constituido a imagen del polar. En cambio, hacia el sur quedarían rastros de la Lemuria «de la que ciertos pueblos negros y australes pueden considerarse los últimos restos inciertos». En general, Evola recuerda que «allí donde hubo razas inferiores ligadas al demonismo subterráneo y mezcladas con la naturaleza animal han subsistido recuerdos de luchas en formas mitologizadas en las que siempre se subraya el contraste entre un tipo divino-luminoso (elemento de procedencia boreal) y un tipo oscuro no divino».
En conclusión, como sucedió con el Grial (véase el capítulo sobre este tema), la Atlántida se fue desplazando con el paso de los siglos hacia los lugares más impensables; no solo, como ya hemos visto, de las Azores al norte de África, de América a Escandinavia, de la Antártida a Palestina, sino según otros verdaderos o pseudoarqueólogos, al mar de los Sargazos, a Bolivia, Brasil o Andalucía.
Más recientemente, Sergio Frau (2002) ha concluido que las Columnas de Hércules no debían de ubicarse en Gibraltar, sino en el estrecho de Sicilia, y que en este caso la Atlántida sería Cerdeña, donde se había encontrado una inscripción fenicia (b-Trshsh) que podría leerse como «Tartesos», de modo que también la mítica colonia de los atlántidas se desplazaría de España a Cerdeña. Aunque podría objetarse que la Atlántida había desaparecido mientras que Cerdeña sigue aún en su sitio, Frau recuerda que Cerdeña habría sufrido maremotos suficientemente fuertes para dar lugar a la leyenda de su destrucción por el mar. Por otra parte, si en realidad los griegos no sobrepasaron nunca el estrecho de Sicilia, también Platón habría tenido ideas bastante vagas acerca de una isla todavía floreciente cuando él escribía el Timeo y Critias.
El mito de la Atlántida hizo que se despertara el interés por otras civilizaciones sumergidas. Una de estas es la ciudad de Ys (o Kêr-Is en bretón) de la que hablan muchas leyendas de Bretaña y que habría surgido en la bahía de Douarnenez. Ys fue tragada por el mar para castigar por sus pecados a la hija del rey Gradlon y a sus habitantes. La leyenda tiene fuentes diversas; se habla de Ys después de la cristianización de la Bretaña, pero tiene orígenes paganos, aunque no documentados.
Ilustración de Henry Morin para Le Petit roi d’Ys, de Georges-Gustave Toudouze, 1914.
Son muchas las versiones conocidas; en la antología se reproduce la leyenda en forma narrativa citando una apasionante novela juvenil de Georges-Gustave Toudouze, Le Petit roi d’Ys (1914).
Son infinitos los relatos, las novelas y las películas inspiradas en la Atlántida (o en Mu) y es imposible citarlos todos. Recordaremos tan solo El abismo de Maracot (1929), de Arthur Conan Doyle, que cuenta la historia de una expedición científica al país de los atlántidas, que viven en el fondo del mar desde hace ocho mil años. En la selva africana se desarrolla el ciclo de Opar, de Edgard Rice Burroughs. Opar es una ciudad sepultada en la selva en la que transcurren varias aventuras de Tarzán, y era una antigua colonia de la Atlántida, donde sobrevivieron dos razas, las hermosísimas mujeres y los hombres de aspecto simiesco. Henry Rider Haggard habla en Ella (1886-1887) de una misteriosa civilización africana más antigua que el antiguo Egipto, gobernada por una reina muy bella y cruel.