ASTOLFO EN EL PARAÍSO TERRENAL
LUDOVICO ARIOSTO
Orlando furioso, XXXIII, 51 y ss.
Vido un palacio en medio la llanura,
Que ser de llama viva lo juzgaba,
Tal resplandor en torno y tanta lumbre
Radiaba, fuera de mortal costumbre.
Astolfo va derecho a aquel palacio,
Que en torno treinta millas bien tenía.
Paso a paso, camina muy despacio
Y mirándolo bien todo venía.
Juzga ser cosa sucia y de cansancio,
De quien natura y cielo se corría,
Esta tierra de acá, y tan ciego mundo,
Con aquel tan gentil, claro y jocundo.
Como se acerca al cerco luminoso,
Atónito a gustar más se apareja.
Vio ser de gema el muro suntuoso,
Como carbunclo su color bermeja. […]
Un viejo ve a la puerta de la villa,
Con gesto alegre y cara muy ufana,
El manto rojo y blanca a maravilla
La túnica, que leche es con la grana.
Blanco el cabello y blanca la mejilla,
Hasta el pecho la barba, y como lana.
Tanto que Astolfo compararlo quiso
A los electos que están en Paraíso.
Con gesto alegre, aqueste al Paladino,
Que en pie estaba a sus pies muy reverente,
Dijo: «Oh varón, que por querer divino
Vienes al terrenal lugar placiente,
Y aunque la causa de este tu camino
No entiendes, ni tu fin, aquí al presente,
Bien cree que no sin alto y gran misterio
Venido eres del Ártico hemisferio».
La navegación de san Brandán, siglo XIII, colección particular.
LA ISLA DE SAN BRANDÁN
La navegación de san Brandán (siglo X)
Tras haber navegado entre las nubes durante una hora, cuando salieron vieron una gran luz, clara como la del Sol, y parecía una aurora clara y luminosa de color amarillo; y al ir avanzando el resplandor crecía en tal medida que mucho se maravillaban y veían mucho mejor en el cielo estrellas que no pueden verse en otro lugar, y los siete planetas moviéndose, y apareció en el cielo una luz tal que no había necesidad del Sol. San Brandán preguntó de dónde procedía tanta luz y si en aquellos lugares había otro Sol, más grande, más bello y más brillante que el nuestro, y el otro le respondió: «La luz que tan grande parece en este lugar es de otro Sol que no se asemeja al que se os muestra entre los signos del cielo. Y el Sol que despide esta luz permanece inmóvil en el lugar que le es propio, y es más alto y cien mil veces más luminoso que el que gira a vuestro alrededor, y así como la luna recibe la luz del Sol, el Sol que ilumina el mundo es iluminado por este otro Sol […]».
Y cuanto más avanzaban con la nave, más bello veían el cielo y más claro el aire y mayor la luz del día, y oían a los pájaros cantar mucho y muy dulcemente con voces y cantos diversos, y era tanta la alegría, el consuelo y el placer que sentían san Brandán y sus hermanos al ver, oír y oler tantas cosas preciosas que de la felicidad casi se les salía el alma del cuerpo. […]
Tras haber alabado a Dios, desembarcaron y vieron una tierra más preciosa que cualquier otra, por su belleza y por las maravillosas, graciosas y placenteras cosas que albergaba; claros y preciosos ríos de aguas dulcísimas, frescas y suaves, árboles de variada belleza con preciosos frutos, y rosas y lirios y flores y violetas y hierbas y plantas olorosas de todas clases. […] Y había pajarillos que cantaban ordenadamente un canto dulcísimo y suave, de modo que parecía que estábamos en primavera. Y había caminos y vías todas bien trabajadas de distinta manera, y piedras preciosas, y tanto bien que alegraba el corazón de todos los que lo veían, y animales domésticos y salvajes, que iban y venían a su placer, todos a la vez pacíficamente sin querer hacerse mal alguno. […] Y había viñas y pérgolas siempre bien provistas de uvas preciosas de extraordinaria bondad. […]
Y habiendo preguntado Brandan por qué aquel lugar tenía tantas cosas hermosas y de tanta gran virtud, bondad y belleza, el procurador respondió: «Nuestro señor Dios al principio del mundo creó este lugar en el punto más alto de la Tierra, y a causa de su altura no fue alcanzado por las aguas del Diluvio. […] Además la rueda del cielo y de las estrellas se dirige más directamente a este lugar que a cualquier otro […] de modo que nunca hay tinieblas y los rayos del Sol llegan rectos. Aquí no hay persona alguna que cometa pecados mortales ni veniales, ni que haga cosas que no deba».
La tierra en forma de pera, en William Fairfield Warren, Paradise Found, 1885.
LA TIERRA EN FORMA DE PERA
CRISTÓBAL COLÓN
Relación del tercer viaje. Carta a los Reyes Católicos desde la Española, mayo-agosto de 1498
Yo siempre leí que el mundo —tierra y agua— era esférico, y las autoridades y las experiencias de Ptolomeo y de todos los demás que han escrito sobre este tema daban y mostraban como ejemplo de ello los eclipses de Luna y otras demostraciones hechas de Oriente a Occidente, como la de la elevación del polo del septentrión al mediodía. Mas ahora he visto tantas irregularidades que, como he dicho, me llevan a pensar otra idea del mundo y hallo que este no es redondo en la forma que lo han descrito, sino que tiene forma de una pera muy redonda en todo, salvo allí donde está puesto el tallo o punto más alto, o de una pelota muy redonda que tuviese en uno de sus puntos como un pezón de mujer, y que este punto fuese el más alto de la tierra y el más próximo al cielo y estuviese situado debajo de la línea equinoccial y en este océano en la extremidad del Oriente. […]
Lo que corrobora fuertemente esta opinión es que el Sol, cuando Dios lo creó, apareció en la extremidad del Oriente, y su primera luz brilló aquí en Oriente, donde se halla la cumbre de la prominencia de este hemisferio. Y si bien Aristóteles pensó que la parte más alta del mundo y más próxima al cielo era el polo antártico o la tierra que existe por debajo de este, otros sabios impugnaron sus palabras, afirmando que es la que yace bajo el polo ártico. De lo que aparece claramente que pensaron que una parte de este mundo debía estar más elevada y más próxima al cielo que la otra, pero no supusieron nunca que se hallara bajo la línea equinoccial, y esto por la razón que he expuesto. Y no hay que maravillarse, porque acerca de este hemisferio no se había tenido hasta ahora ninguna noticia segura, sino solo vaga y por conjetura.
No sé, ni he sabido nunca de ningún escritor latino o griego que defina de forma atestiguada la posición en el mundo del Paraíso terrenal, ni nunca la he visto fijada en ningún mapamundi con autoridad basada en pruebas. Algunos lo sitúan en el lugar donde nacen las fuentes del Nilo en Etiopía; pero quienes recorrieron todas aquellas tierras no hallaron ni la temperatura ni la elevación del suelo de las que pudiese deducirse que se hallaba verdaderamente en aquel lugar, ni encontraron que las aguas del Diluvio hubiesen podido llegar allí, las cuales se elevaron por encima, etc. […]
Ya he dicho lo que pienso de este hemisferio y de su forma; creo además que si se pasase por debajo de la línea equinoccial, al llegar al punto más elevado del que hablé, hallaría mayor suavidad de clima y mucha diversidad en las estrellas y en las aguas; y esto no porque crea que el punto donde está la mayor altura sea navegable, y que haya agua, y que sea posible ascender hasta ese lugar superior, sino porque creo que en ese lugar está el Paraíso terrenal al que nadie puede acceder si no es por voluntad divina. […]
No admito que el Paraíso terrenal tenga la forma de una escarpada montaña, como se ha descrito, sino que creo que se halla en la cumbre de aquel lugar que tiene la forma del tallo de la pera y que, poco a poco, avanzando hacia este, desde una gran distancia se vaya ascendiendo por él gradualmente. Y creo que, como he dicho, nadie puede llegar hasta su cima, y que esta agua puede brotar de aquel lugar, por lejos que esté, y venir a desembocar al lugar del que vengo, formando este lago. Estos son grandes indicios del paraíso terrenal, porque la situación es conforme al parecer de los santos y doctos teólogos que he citado, y también las trazas son muy conformes a la idea que yo tengo, ya que nunca he leído u oído que tal cantidad de agua dulce se hallase tan adentro y tan cercana a la salada.
Théodore de Bry, Grandes viajes, 1590, Frankfurt.
WALTER RALEIGH EN EL DORADO
SIR WALTER RALEIGH
El Descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de la Guayana y de Manoa, la gran ciudad de oro (que los españoles llaman El Dorado) (1595)
Sé de fuente segura, o sea, de los españoles que han visto Manoa, la ciudad imperial de la Guayana que llaman El Dorado, que esta supera en magnificencia, en tesoros, y por su óptima posición a cualquier otra ciudad del mundo, o al menos de esa parte de mundo que es conocida a la nación española; la ciudad surge de un lago de agua salada que tiene una longitud de doscientas leguas, como el mar Caspio. No tenemos más que compararla con la capital del Perú leyendo cuanto refieren Francisco López y otros, para convencernos de que todo esto es más que creíble, y puesto que la descripción de la una nos sirve para juzgar a la otra, he considerado útil insertar aquí una parte del capítulo 120 de la Historia general de las Indias de López, donde describe la corte y la magnificencia de Guaynacapa, antepasado del emperador de Guayana: «Toda la vajilla utilizada en su casa, en la mesa y en la cocina, era de oro y de plata, la más común era de plata y de cobre, o sea, de metal más duro y resistente. En su guardarropa tenía estatuas huecas todas de oro que parecían gigantes, junto a figuras en tamaño natural de todos los animales, pájaros, árboles y hierbas que la tierra alimenta: y de todos los peces que el mar o las aguas de su reino alimentan. Tenía también cuerdas, bolsas, cajas y artesas de oro y de plata, lingotes de oro a montones, que parecían pilas de leña para quemar. En resumen, no había cosa sobre la Tierra de la que él no tuviera una reproducción en oro. Así era exactamente, y dicen que el Inca tenía un jardín de delicias en una isla cercana a Puna, adonde iban a pasear cuando querían respirar el aire del mar: un jardín rico en toda clase de hierbas aromáticas, flores y árboles de oro y de plata; una idea original y de un esplendor nunca visto. Además de todo esto, el Inca tenía en Cuzco una cantidad infinita de plata y de oro no trabajado, que se perdió con la muerte de Guascar, porque los indios lo escondieron cuando vieron que los españoles lo cogían para enviarlo a España». […]
Sentía asimismo una gran curiosidad por saber la verdad sobre las amazonas guerreras, que algunos creen que existen y otros no. […] Igualmente las amazonas tienen adornos de oro en gran cantidad, que se procuran intercambiando una especie de piedras verdes, que los españoles llaman piedras hijadas, y que nosotros usamos como piedras contra la hipocondría, aunque también las consideramos curativas para los cálculos. Vi varias de ellas en Guayana; no hay rey o cacique que no posea una, y casi siempre la llevan también las mujeres porque se tienen por joyas raras.
CÁNDIDO EN EL DORADO
VOLTAIRE
Cándido, 17 y 18 (1759)
Descendí con Cacambo en el primer pueblo que se presentó. Algunos niños con vestidos con brocados de oro hechos jirones jugaban al tejo a la entrada del pueblo. Nuestros dos hombres del otro mundo se divertían mirándolos; los tejos eran unas grandes piezas redondas, amarillas, rojas, verdes, que despedían unos destellos muy particulares. Los viajeros tuvieron ganas de coger algunos y vieron que eran de oro, de esmeraldas y rubíes, el menor de los cuales hubiera sido el mayor adorno del trono del Mogol.
—Seguramente —dijo Cacambo—, estos niños son los hijos del rey de este país, jugando al tejo.
En ese mismo momento apareció el maestro y les hizo entrar en la escuela.
—Este debe de ser —dijo Cándido— el preceptor de la familia real.
Los pobrecillos niños pararon al instante de jugar, dejando por el suelo los tejos y todo aquello con lo que habían jugado. Cándido los recogió, corrió en busca del preceptor y se los devolvió con humildad, comunicándole por señas que sus altezas reales habían olvidado el oro y las piedras preciosas. El maestro del pueblo, con una gran sonrisa, los arrojó al suelo, miró un momento el rostro de Cándido con aire de sorpresa y siguió su marcha. […]
Al instante dos camareros y dos camareras de la fonda, con vestidos dorados y el pelo adornado con cintas, les invitaron a sentarse a la mesa del dueño. Se sirvieron cuatro potajes, cada uno de ellos con una guarnición formada por dos loros, un cóndor cocido que pesaba doscientas libras, dos suculentos monos asados, trescientos colibríes en una gran fuente y seiscientos pájaros-mosca en otra; guisos de carne exquisitos, deliciosos postres; presentado todo en fuentes como de cristal de roca. Los camareros y las camareras servían diferentes licores elaborados con caña de azúcar. […]
Cuando terminó la comida, Cacambo y Cándido pensaron que debían pagar su parte y echaron sobre la mesa del dueño dos de aquellas piezas de oro que habían recogido del suelo; el dueño y la dueña empezaron a reír a carcajadas, muriéndose de risa durante largo rato. Al fin lograron calmarse.
—Señores —les dijo el dueño—, ya vemos que son ustedes extranjeros y no tenemos costumbre de verlos. Perdonadnos por habernos reído cuando han pretendido pagar con las piedras de nuestros caminos. Seguro que no poseen moneda del país, pero para comer aquí no se necesita. El gobierno financia todas las fondas construidas para facilitar el comercio. Aquí no habrán comido muy bien, porque es un pobre pueblo; pero dondequiera que vayan serán recibidos como se merecen. […]
»Este reino en el que nos encontramos es la antigua patria de los Incas, de la que de manera imprudente salieron con la intención de dominar a otra parte del mundo y que al final fueron destruidos por los españoles. Los príncipes de la familia que permanecieron en el país natal fueron más prudentes, con el beneplácito de toda la nación, dispusieron que ningún habitante saliera nunca más de nuestro pequeño reino; por eso hemos podido conservar nuestra inocencia y nuestra felicidad. Los españoles han tenido una idea errónea de este país al que han llamado El Dorado, y hasta un inglés, llamado el caballero Raleigh, vino aquí hace unos cien años; pero como el acceso es a través de rocas escarpadas y de precipicios, hasta ahora hemos estado al abrigo de la codicia de las naciones de Europa, que tienen un insaciable deseo por las piedras y el barro de nuestra tierra, y que, con tal de obtenerlos, no dudarían en acabar con todos nosotros.
Giovanni Battista Tiepolo, Rinaldo encantado por Armida, 1753, Bayerische Schlösserverwaltung, Würzburg Residenz.
EL JARDÍN DE ARMIDA
TORQUATO TASSO
Jerusalén libertada, canto XVI, 9-27
Dejan la variedad de los caminos,
Y llegan a un jardín muy deleitoso;
De fuentes y de arroyos cristalinos,
De plantas, yerba y flores abundoso;
Sombrosos valles, montes convecinos,
Selvas en circuito cavernoso;
Donde si a la belleza ayuda el arte,
La vista no lo juzga ni lo parte.
El solícito culto y diligencia,
El sitio, el ornamento y los primores,
Amuestran de natura la escelencia,
Mezclando sutilmente los colores;
Y es de la cruda maga el alta ciencia
La que eterniza plantas, yerbas, flores;
Aquí la flor y el fruto eterno dura,
Y mientras este apunta aquel madura.
Entre las verdes hojas envejece
El higo tierno, y brota el otro higo;
La dorada manzana resplandece,
Y allí mismo la verde encuentra abrigo;
La vid lasciva rastreando crece,
O enlazándose tierna al olmo amigo;
Con agraz y con uva sazonada,
De oro, piropo y néctar adornada.
Entre los frescos ramos tiernamente
Templan los varios pájaros su canto;
Murmulla el agua y Céfiro clemente
Espira almizcle y ámbar entre tanto;
Cuando callan los pájaros, se siente
Mucho, y si callan no se siente tanto,
Que por caso o por arte corresponde
El viento que a la música responde.
Uno vuela entre todos, vario en parte,
De pico rojo, de color hermoso;
Que libremente los acentos parte
Con lengua de hombre poco temeroso;
Y va continuando de tal arte,
Que es acaso a los dos francos monstruoso;
Los otros callan a escucharle atentos,
Y aplácase el susurro de los vientos.
[…]
Coged la rosa con sazón y tiempo,
En la ocasión que en breve desaparece,
Coged de amor la fresca rosa, cuando
Amados podéis ser, fielmente amando.
Calló, y vuelven los pájaros fogosos,
Casi aprobando, al canto y melodía;
Bésanse los palomos amorosos;
Cada animal de amor toma la vía;
El casto lauro, el fresno y los nudosos
Robles, con la selvosa compañía,
La tierra y agua al parecer respiran
Amor, y por amor tiernos suspiran.
Entre esta dulce música elegante,
Y otras lisonjas del amor cuitado,
Uno y otro guerrero va constante
Con duro pecho y con sutil cuidado;
Cuando al través del bosque, ven delante
El lánguido Reynaldo reclinado
De Armida en el dulcísimo regazo,
Mientras lo ciñe con ardiente brazo.
Sobre el reñido pecho tiene un velo;
El cabello tendido al viento estivo;
Y el inflamado rostro del rezelo,
Hace de aljófar el sudor más vivo;
Cual rayo en onda del ardiente cielo,
Pasa la vista el corazón lascivo;
Ella de arriba mira, atenta y viva,
Y él mirándola está de abajo arriba.
Míralo la hechicera tiernamente,
Y tanto más su espíritu destruye;
A sus besos inclínase y ardiente
Con otros mil su pérdida concluye;
Uno y otro suspiran suavemente,
Tanto, que al parecer el alma huye;
Y estando los guerreros escondidos,
Su ardor contemplan, oyen sus gemidos.
[…]
Armida alegremente se ha reído
Tratando en sus dulcísimos amores;
Y después que el cabello ha recogido,
Con términos lascivos y primores,
Las trenzas y lazadas ha pulido,
Cual esmalte sobre oro con mil flores;
Y entre el pecho y el velo rosas pone,
Y sus manzanas cándidas compone.
El soberbio pavón no tan pomposo
Los ojos de su pluma al sol amuestra,
Ni de Iride el color vario y hermoso,
En corvo cerco da tan clara muestra;
Y pónese un cordón tan deleitoso,
Que aun desnuda le trae la gran muestra;
Formole y de tal temple le compuso,
Que en el mundo jamás se tuvo en uso.
Tiernos desdenes, desamor tranquilo,
Duros regalos, paces sospechosas,
Suspiros blandos, amoroso estilo,
Con besos y palabras cautelosas;
Llanto falso que corre de hilo en hilo,
Cizañas y cautelas envidiosas,
Forman la cinta varia y encendida
Con que la cruda maga va ceñida.
Poniendo a su deleite fin, le pide
Licencia, y con un beso de él se parte;
Y vase donde pesa, mezcla y mide
Las cosas de su docta mágica arte;
Quédase él dado al ocio que le impide
Ganar las palmas del horrendo Marte;
Pues aunque no esté Armida allí delante,
No es menos tierno y ardoroso amante.
Mas cuando ya la noche vence al día,
Amor lo llama al deleitoso puerto;
Do goza de su dulce compañía
En rico albergue dentro de aquel huerto.