Del Primer Templo tenemos dos descripciones en la Biblia, en el Libro de los Reyes (I 6) y en la visión de Ezequiel (40-41). La descripción del Libro de los Reyes es más precisa que la de Ezequiel, y describe el templo ateniéndose a unas medidas en principio comprensibles. No ocurre así con la descripción de Ezequiel, que sin embargo, y precisamente a causa de su aparente incoherencia, ha inducido durante siglos a los exégetas a realizar los más atrevidos ejercicios de interpretación visual.
Es interesante comprobar los esfuerzos que realizan los alegoristas medievales para ver el Templo tal como aparece en la visión de Ezequiel; para ello intentan incluso facilitar instrucciones con vistas a una reconstrucción ideal. Sin duda, habría bastado leer el texto como relato de una visión, justamente el recuerdo de un sueño, donde las formas aparecen, se deforman y se desvanecen, y desde el punto de vista literario sería incluso interesante imaginar que el profeta escribió bajo la influencia de alguna sustancia alucinógena. Por otra parte, el mismo Ezequiel no dice que ha visto una construcción real, sino un «quasi aedificium». La propia tradición judía admitía la imposibilidad de realizar una lectura arquitectónica coherente, y en el siglo XII Rabbi Salomón ben Isaac reconocía que era imposible entender alguna cosa sobre la disposición de las cámaras septentrionales —dónde empezaban por el oeste y hasta dónde se extendían por el este, y dónde empezaban por el interior y hasta dónde se extendían en el exterior (cf. Rosenau, 1979)—; los Padres de la Iglesia decían que, por ejemplo, si se querían interpretar las medidas del edificio en términos físicos, las puertas deberían haber sido más anchas que las paredes.
Sin embargo, para los medievales era necesario interpretar a Ezequiel de manera literal, porque era comúnmente aceptado el principio exegético (de origen agustiniano) de que, cuando en las Escrituras se hallaban expresiones en apariencia demasiado detalladas y fundamentalmente inútiles, como por ejemplo números y medidas, había que entrever un sentido alegórico. Así pues, que un báculo fuera de seis codos no era solo una afirmación verbal, sino un hecho que se había comprobado y que Dios había dispuesto así para que nosotros pudiésemos interpretarlo alegóricamente. Por tanto, el templo debía poder ser reconstruido en términos reales, de lo contrario significaría que la Escritura nos había mentido.
Ahora bien, con un metro en la mano, una tabla de conversión de medidas y el texto bíblico a la vista intenten reconstruir una maqueta del templo. Los autores medievales que lo intentaron no disponían, entre otras cosas, de una tabla de conversión de medidas, sin contar con las deformaciones de los datos causadas por las múltiples traducciones, y transcripciones de traducciones. Pero incluso un arquitecto de hoy tendría dificultades para convertir esas instrucciones verbales en un proyecto diseñado.
Ricardo de San Víctor, en In visionem Ezechielis, para poder dar forma visible al «quasi» edificio del profeta, se esfuerza por rehacer cálculos y proponer de nuevo planos y cortes transversales, decidiendo que, cuando dos medidas no coinciden, una debe referirse a todo el edificio y la otra a una de sus partes; lleva a cabo el intento desesperado (y destinado al fracaso) de reducir el «quasi» edificio a algo que un maestro albañil medieval habría podido construir. Por no hablar de las exuberantes reinterpretaciones protobarrocas en Prado y Villalpando (1596).
Desde el punto de vista arqueológico, todas estas reconstrucciones, estaban destinadas al fracaso, y otros comentaristas se resignaron a hablar del templo refiriéndose exclusivamente a su significado místico, ámbito en el que podían recrearse sin tener que vérselas con proyectos arquitectónicos realizables. O bien se podía dar rienda suelta a la fantasía, como hacían algunos miniaturistas medievales que veían el templo como una catedral gótica; o como hizo toda la literatura masónica que nació en torno al mito de Hiram, constructor del Templo, asesinado por sus trabajadores, que querían arrebatarle sus secretos de maestro albañil; o la leyenda de los templarios, que nacieron como caballeros del templo de Jerusalén, pero que tomaron posesión de la mezquita de Al-Aqsa, creyendo que se erigía en el mismo terreno que el Primer Templo.
En todos estos casos, el templo de Salomón, que sin duda fue en cierto modo un lugar real, se convirtió en legendario, y todos los esfuerzos de los siglos posteriores estuvieron destinados a reconstruirlo, al menos en la fantasía, pero no a encontrarlo. Los fieles de tres religiones acuden todavía hoy a Jerusalén, a la explanada del Templo, como si este estuviese aún allí: los judíos rezan a lo largo del Muro de las Lamentaciones, último resto del templo de Herodes destruido por Tito; los cristianos dirigen su atención al Santo Sepulcro; y los musulmanes van a la mezquita de Omar, que se conserva íntegra, aunque fue construida en el siglo VII d. C. como Cúpula de la Roca. El Primer Templo continúa perdido para siempre.
Hans Memling, Tríptico Floreins, panel central con La adoración de los Magos, 1474-1479, Brujas, Memling Museum.
¿DE DÓNDE VENÍAN (Y ADÓNDE FUERON A PARAR) LOS REYES MAGOS? No hay leyenda que nos resulte más familiar que la de los Reyes Magos. Ha inspirado innumerables obras maestras del arte y al mismo tiempo infinitos sueños infantiles, de modo que nadie se pregunta ya si los Magos realmente existieron, esta cuestión se deja para los historiadores, para los biblistas o para los mitógrafos. En cualquier caso, su fugaz aparición en la historia se sitúa entre dos lugares legendarios, el de su origen y el de su sepultura.
En cuanto a documentos históricos, el Evangelio según Mateo es la única fuente cristiana canónica que describe el episodio de los Magos. Y Mateo no solo no nos dice que los Magos fuesen tres, sino que tampoco nos dice que fueran reyes, y tan solo alude a un viaje desde Oriente siguiendo una estrella, a la ofrenda de oro, incienso y mirra, y al hecho de que los Magos se negaron a decirle a Herodes dónde estaba el Niño. De Mateo a lo sumo puede deducirse que los Magos eran tres porque ofrecieron al Niño tres dones.
Será la tradición posterior la que vea a los Magos como reyes y trate de fijar su origen en algún país oriental concreto; también los evangelios apócrifos hablan de Magos. Aparece asimismo una referencia a los tres reyes en fuentes árabes (por ejemplo, el enciclopedista al-Tabari, en el siglo IX, hablaba de los dones ofrecidos por los Magos, citando como fuente al escritor del siglo VII Wahb ibn Munabbih).
Por otra parte, quienquiera que fuera el autor del Evangelio de Mateo, el texto fue escrito hacia finales del siglo I y, por tanto, en tiempos del nacimiento de Jesús, Mateo o quien sea no había nacido aún y por consiguiente no podía hablar por experiencia directa. De modo que, antes del texto evangélico, las noticias sobre los Magos circulaban en cierto modo también en el mundo precristiano. Juan de Hildesheim (un tardío biógrafo de los Reyes del siglo XIV) establecía como origen de su viaje las investigaciones astronómicas hechas en el monte Vaus, llamado también monte de la Victoria, que se puede identificar con el Sabalán, la cima más alta de Azerbaiyán, en el antiguo Imperio armenio. Según la tradición, subieron a la montaña sagrada sacerdotes y astrólogos zoroástricos, que esperaban la aparición de una estrella que las profecías vinculaban a la venida de una divinidad sobre la Tierra. En efecto, «magos» procede de la palabra griega magos-magoi, que se refería probablemente a sacerdotes del zoroastrismo persa, como aparece por ejemplo en Heródoto, y como nos permite pensar la alusión evangélica a la observación de las estrellas; pero también podía significar «hombres sabios», aunque en otros textos del Nuevo Testamento, como los Hechos de los Apóstoles, el término indica asimismo un brujo (véase Simón el Mago). Los Magos quizá procedían de Persia, aunque también podían venir de Caldea; Juan de Hildesheim sitúa su origen en las Indias, si bien entre las Indias incluye Nubia, de modo que el área de su origen se amplía de forma desconcertante, porque además Juan relaciona la historia de su viaje con el reino del Preste Juan,[2] lo que nos lleva a alguna zona de Extremo Oriente, como pretendía la tradición en los tiempos en que escribía el hagiógrafo. Lo que ha permanecido casi constante en la tradición es que probablemente eran un blanco, un árabe y un negro, para sugerir la universalidad de la redención.
En cuanto al número, la tradición ha dado rienda suelta a la imaginación; a veces se ha hablado de dos, otras de doce, esto es, Hormidz, Jazdegard, Peroz, Hor, Basander, Karundas, Melco, Caspare, Fadizzarda, Bithisarea, Melichior y Gataspha. En la tradición occidental se impuso finalmente la idea de que eran tres: Gaspar, Melchor y Baltasar; pero para la Iglesia católica etíope eran Hor, Basanater y Kardusan; en Siria para los cristianos eran Larvand, Hormisdas y Gushnasaph; en la Concordia evangelistarum de Zacarías Crisopolitano (1150) se habían convertido en Appelius, Amerus y Damascus, o en forma hebrea Magalath, Serakin y Galgalath.
La realeza de los Magos (véase más adelante en este libro la estrecha fusión de realeza y sacerdocio a propósito de Melquisedec) se afirmó en la tradición litúrgica cuando se vinculó la fiesta de la Epifanía a la profecía del Salmo 72: «Los monarcas de Tarsis y las islas le pagarán tributo, y los reyes de Sabá y de Seba le traerán presentes. Ante él se postrarán todos los reyes, serviranle las naciones».
Más interesante es tal vez la historia de su sepultura. Marco Polo dice en sus escritos que ha visitado las tumbas de los Magos en la ciudad de Saba. Pero tenemos testimonios históricos un siglo antes de Marco Polo. Cuando en 1162 Federico Barbarroja conquistó y mandó destruir Milán, en la basílica de San Eustorgio encontró un sarcófago (todavía existe, aunque vacío) que habría contenido los restos mortales de los tres reyes. Según la tradición, en el siglo IV, el obispo Eustorgio, que deseaba ser enterrado en su día junto a los Magos, mandó trasladar sus restos desde la basílica de Santa Sofía en Constantinopla (adonde habían sido llevados por santa Elena, que los había encontrado durante su peregrinación a Tierra Santa). Y antes incluso se decía que habían estado sepultados en Persia, donde precisamente afirmaba Marco Polo que los había encontrado.
Una vez hallados los Magos en Milán, el ministro de Federico, Reinaldo de Dassel, conocedor del valor económico de una reliquia que convertía una ciudad en meta de incesante peregrinaje, mandó trasladar los restos a la catedral de Colonia, donde todavía hoy se puede ver el arca de los Magos. Los milaneses se lamentaron largamente de aquel robo (véanse las recriminaciones de Bonvesin de la Riva) y trataron de recuperar, sin éxito, los preciosos restos; por fin, en 1904, el arzobispo de Milán mandó depositar de nuevo con solemnidad en San Eustorgio algunos fragmentos óseos de aquellos venerados despojos (dos fíbulas, una tibia y una vértebra), ofrecidos por el arzobispo de Colonia. Son muchos los lugares que se jactan de haber obtenido fragmentos de las reliquias durante el traslado de Italia a Alemania, de modo que las tumbas de los Magos (un hueso o un cartílago cada una) se multiplicaron. Peregrinos en vida, los tres reyes se convirtieron en vagabundos post mortem, generando sus múltiples cenotafios.