A
guardó a que el Vigilante emergiera.
Nigel continuaba con el corazón desbocado por la incontrolada emoción. Algo en él evocó días de antaño, cuando había sobrevolado la película de aire de la Tierra en un aparato transatmosférico. Se había producido un idéntico tirón constante de aceleración mientras el avión ascendía hasta los leves confines de la atmósfera. Después, la parte del híbrido que era el cohete cobró vida, catapultándole al firmamento azul y negro. De esa manera había ascendido en su primera misión al espacio profundo, al asteroide Ícaro, cubierto de gas. Pero ese pequeño mundo había resultado ser una nave espacial en ruinas y le lanzó a una larga carrera de graves peligros, de desobediencia impropia de un astronauta.
Ahora su corazón recordaba aquellos tiempos. Palpitaba conforme, feliz de ir subiendo en una antorcha hacia la ingravidez. Sintió que menguaba la presión de la aceleración. Flotó con el goce súbito que para un hombre avejentado representaba el retorno de la juventud. Su corazón iluso deseaba el conflicto, la exploración, el entusiasmo, el vacío cruel y la tenebrosa velocidad.
Planeaba sobre Viruelas, dirigiéndose con gracilidad parabólica hacia el Vigilante.
—¿Estás bien? —preguntó Nikka por el comunicador. Él se volvió y le hizo un ademán. Viajaban en abrazaderas improvisadas, doce personas apelotonadas en la lanzadera espacial pensada para cinco. Carlos estaba apretujado en un lugar intermedio entre ellos, y sus ojos estudiaban la pantalla visora ansiosamente.
Ahora era el momento. Habían despegado de Viruelas y dentro de unos segundos estarían a la vista del Vigilante. Si les veía, podían darse por muertos.
Nigel escudriñó al frente. Sirviéndose de una orden de anulación, pidió un primer plano del Vigilante tan pronto como su contorno se destacara por encima de la estrecha curva del horizonte de Viruelas. Luego buscó el misil que habían lanzado contra el Vigilante. Constituía su única esperanza. Allí. Era una gota gris indistinta que se cernía contra la inexorable negrura del espacio.
Si hubiesen enviado algo metálico contra el Vigilante lo habría detectado rápidamente. Los metales eran el lenguaje y el sustrato de las máquinas. Sus texturas y destellos electromagnéticos eran tan naturales para el Vigilante como la piel y el olor para los humanos. Y ahí residía una vulnerabilidad. O eso suponía Nigel Y apostaba su vida a ello.
Habían pasado días acumulando las extrañas algas pálidas que vivían en el vacío absoluto. La persistencia de la evolución había hecho salir a la superficie, a través de las fisuras del hielo, a la vida nacida en el agua. Allí se había adaptado a un mundo frío, sin aire. Había aprendido a succionar el sustento del hielo. La capa superior del liquen era una armadura resistente, rica en silicio, destinada a detener los penetrantes rayos ultravioleta de la estrella de Viruelas, Ross. Su parte inferior transfería el calor de Ross, fundiendo el hielo minuciosamente y procurando una fotosíntesis de combustión lenta. La legamosa dureza hacía presa tenaz sobre cualquier cosa que encontrara.
Podía sobrevivir en el vacío durante algún tiempo sin adherirse al hielo. Podía resistir el impulso hasta la órbita. Y, lo que era mejor, carecía de entrañas metálicas, era transparente al radar.
Así pues, el reducido grupo de humanos aislados había montado algunos vehículos y fabricado una especie de globo lleno de algas. Tenían que hacer esto mientras el Vigilante se hallaba en el otro lado de Viruelas, para que su actividad no despertase su interés.
Nigel había pasado largas horas escarbando el légamo. Se adhería a su yermo de hielo y roca. Había gruñido por el esfuerzo, mientras lo desprendía. Y había rememorado la jardinería en la remota Pasadena, toda la broza cálida de la vida que perfumaba el aire de la Tierra. El trabajo le había sanado de nuevo. Su cojera se esfumó. Su pulso se hizo firme. Se sentía diez años más joven. No, veinte.
Entonces, despegaron.
—La bola de limo se está aproximando al Vigilante —emitió alguien.
Nigel se protegió, luego se relajó, sintiéndose ridículo.
En la pantalla, la salpicadura gris giraba hacia el horizonte curvo, unos cuantos minutos por delante de ellos en la órbita. Y, en un instante, como en respuesta al globo lleno de vida, la silueta del Vigilante se cerniría sobre la redondez uniforme de Viruelas. Los segundos eran cruciales.
El Vigilante les vería pronto. Estaban indefensos contra él. Aunque, primero…
Tock. La carga detonó en el extremo delantero del globo. El sonido del globo dividiéndose llegó hasta Nigel por el comunicador. Un sonido tenue, apagado.
—¡Vamos, bola de limo!
Por delante de ellos, la masa gris se expandió. Un disparo orgánico explosivo en…
El accidentado casco del Vigilante descolló sobre Viruelas. Grises dedos se extendieron tanteando hacia él…, lo tocaron… y hormiguearon por la superficie delantera, ahogando al Vigilante en una marea succionadora, hambrienta.
—¡Lo consiguió!
—¡De pleno!
—¡Cómetelo, bola de limo!
Nigel sonrió. Sintió las fuerzas que fluían en su interior procedentes de alguna fuente enterrada.
Es bastante agradable estar abstractamente en lo cierto. Ello se había dado sobradamente en los años a bordo del Lancer, gracias. Era mucho más apetecible actuar y ganar. Había adelantado la idea de las algas a los demás, casi esperando que la descartaran. Estaba convencido de que, a pesar de todo, seguirían prefiriendo tener a Ted como líder. Al bueno y juicioso Ted. Pero estaban desesperados.
La idea había arraigado.
Al igual que las algas mismas arraigaban ahora, reptaban y se deslizaban por los ojos y oídos del Vigilante. Devorando los delicados sensores. Cegándolos.
Por consiguiente, cuando los humanos en su frágil aparato se aproximaron ningún rayo les respondió.
Nikka emitió.
—No me gustaría tener sobre mí un poco de esa borra comedora de hielo.
—Toda la vida es un aliado —murmuró Nigel. No todas las respuestas de la vida eran inadecuadas.
Se aprestaba ya para la batalla.
El Vigilante era un laberinto. No resultaba fácil entrar, incluso con los sensores externos cubiertos por las sedientas algas. Tuvieron que quemarlas en el casco para encontrar un camino hacia dentro.
Después de haber conseguido una entrada en una voluminosa compuerta, el grupo de doce se encontró flotando por sinuosos corredores como espaguetis. Algunos se estrechaban hasta apenas una mano de anchura. Otros se ensanchaban hasta dar cabida a un elefante.
Un extraño zumbido se filtraba a través de las paredes lacadas. Tonos fugaces atravesaban el espectro. Nigel siguió a Carlos por un conducto que parecía descender hasta el infinito. Rojos paneles salpicaban de centelleos azarosos los mamparos y el complejo equipamiento. Nigel intentó inferir una pauta en la iluminación, pero en su mayoría, parecía dilapidarse sobre el metal pelado, liso, y sobre la piedra.
El Vigilante era un semiasteroide, como lo fuera el antiguo Ícaro. En el metal y el carbón en bruto de un planeta menor, algo había montado una elaborada tecnología.
Y lo que quiera que hiciese funcionar al Vigilante estaba escondido en algún lugar cercano. Nigel atrajo a Nikka y siguió a Carlos. El silencio del lugar pendía como una admonición. No tuvieron que esperar mucho.
De los agujeros salieron cosas alargadas y parecidas a serpientes. Máquinas más grandes, tubulares y desmañadas bajaron en tropel por algunos corredores laterales.
Muchas de ellas eran inverosímiles. Los humanos abrieron fuego contra las máquinas que se aproximaban con inevitable desespero. Los rayos láser y los haces partieron hacia adelante.
Casi se sorprendieron al ver que sus disparos alcanzaban, certeros y rotundos, a las máquinas. Estallaban los componentes. Los arcos eléctricos refulgían en azul y blanco, luego se esfumaban. Las máquinas se desplomaron hacia delante, fuera de control, y golpearon las paredes.
—Son tantos —exclamó Carlos. Tenía un proyector láser en cada mano y dos reservas de energía ceñidos a él con unas correas.
—Gírate de costado, así ofrecerás un blanco menor— respondió Nikka.
—Por aquí— indicó Nigel.
Pusieron en fuga a las hordas. Nigel rebotó en tres paredes en rápida sucesión y se precipitó por un tubo angosto. La ingravidez le devolvió los diestros reflejos que había perdido hacía demasiado tiempo. Tan pronto como Carlos y Nikka se sumaron a él, torció por un pasaje lateral. Dos máquinas esbeltas, espejeantes de cerámica vidriada, vinieron a por él. Alcanzó a cada una con un rayo de electrones estrechamente ligados.
Carlos empezó a decir:
—¿Qué son…?
Nigel emitió una señal por el pasaje que habían abandonado. Una luz carmesí estalló sobre ellos. Un retumbar de muerte electromagnética repercutió en sus líneas de comunicación.
—Son artilugios implosivos que he fabricado —repuso Nigel—. Difunden ruido electromagnético. Los he estado depositando cada cien metros.
Nikka dijo:
—Entiendo. ¿Harán explotara estas criaturas?
—Eso espero.
Así fue. Los enjambres que servían de apoyo al Vigilante fueron hechos para defenderlo de intrusiones. Pero el tiempo realiza su labor incluso con las estólidas máquinas. Aquellas que se consumían eran reemplazadas, pero cada vez que las instrucciones básicas eran grabadas en la memoria de silicio o ferrita, existía una pequeña probabilidad de error. El peso de estos errores se acumulaba, como las hojas otoñales llevadas por el viento a una cavidad fortuita en el patio trasero, formando montones inverosímilmente densos.
Así pues, los asistentes del Vigilante habían involucionado. Eran lentos, tardos y necios en las letales artes de la guerra que la vida jamás podía menospreciar. La proclividad de la humanidad a la guerra rendía sus frutos ahora.
Les llevó horas abrirse paso a través del Vigilante. Había máquinas pequeñas que se abalanzaban contra cualquier figura en movimiento. Algunas estallaban, suicidas. Otras saltaban, emboscadas. Las minas detonaban, desgarrando piernas y pulmones.
Nigel jugó al gato y al ratón por los oscuros corredores. Utilizó el sigilo y las artimañas y, para su propia sorpresa, permaneció con vida.
Más hombres y mujeres partían en lanzaderas desde la base de Viruelas. Se deslizaban a bordo como piratas y se unían a la batalla.
Por último, las máquinas se batieron en retirada. Corriendo, eran incluso menos hábiles. Fueron destrozadas o quemadas con descargas de microondas. Cada máquina luchó hasta el final. Resultaba obvio que quien quiera que hubiese diseñado el Vigilante, no se había parado a pensar en la posibilidad de que fuese abordado. Después de todo, estaba previsto que la inmensa nave bombardeara planetas, quizás incluso que avivara soles hasta una rápida combustión. La lucha mano a mano no era su estilo.
No obstante, más de la mitad de los humanos que entraron en el Vigilante lo abandonaron como cadáveres. Muchos más gemían y sudaban con profundas heridas. Otros se mordisqueaban los labios de dolor e imprecaban con orgullo furibundo, airado. Las últimas máquinas que hallaron, agazapadas en lúgubres escondrijos, fueron reducidas, con gran júbilo, a fragmentos pequeños, retorcidos.
Nunca comprenderían buena parte del laberinto del Vigilante. Era un bosque de superficies vidriadas, cables apretujados, inexplicables amasijos de tecnología, ajena a todas las avenidas del pensamiento de la humanidad.
Pero comprendieron la nave pequeña que encontraron.
Estaba enterrada cerca del centro del vasto complejo. Tenía un curioso brillo blanquiazul, como si el metal estuviese fundido en algún horno inimaginablemente caliente. Pero abrió fácilmente al tocar un panel de control.
Carlos dijo:
—No es del mismo diseño que el resto del Vigilante. Parece más acabado. El Vigilante es sólido aunque tosco. Este ingenio…
Nigel asintió. El vehículo tenía cien metros de largo, aunque continuaba pareciendo minúsculo y valioso comparado con el monstruoso Vigilante. Y sus superficies de arabescos, su aire de ligereza y de veloz gracilidad, expresaban su función.
—Es una nave rápida —observó Nikka, pasando una mano por los circuitos, que se activaron con luz ambarina.
—Estoy de acuerdo —dijo Nigel—. El Vigilante es un trabuco. Esto es un estilete. O una flecha, quizás.
Carlos palpó sus duras superficies con un brillo mortecino de alabastro. Estaban en lo que debía ser una sala de control. Las pantallas florecieron en exposiciones ininteligibles cuando se aproximaron.
—Supongo que los robots volaron en ella —comentó Carlos—. El Vigilante debe haber sido construido alrededor de esto.
—Tal vez. —Nigel reflexionaba. Ya habían hallado evidencias de que el Vigilante era muy antiguo, quizás algo así como un billón de años. Las técnicas para la determinación de la antigüedad mediante isótopos radiactivos eran de gran exactitud, incluso para duraciones tan prolongadas. Si esta nave era más antigua, ello implicaba una civilización de máquinas en una edad remota.
—Me pregunto si podríamos utilizarla, si podríamos descifrar los controles —inquirió Nigel. Carlos se animó.
—¿Hacerla viajar a la Tierra? ¡Dios mío! ¡Sí!
—¿A la Tierra? —Nigel no había pensado en eso.
Todos eran intensamente conscientes de ser como pescadores engullidos por una ballena.
En alguna parte del enorme Vigilante se encontraba la inteligencia conductora. Al ser destruidos sus asistentes, se había retirado. Pero no se rendiría.
En algún momento hallaría un medio de devolver el golpe a los parásitos que le habían invadido. El Vigilante disponía de tiempo. Podía hacer movimientos sutiles, deliberados.
Los corredores componían una expresión cavilosa, expectante.
Nadie iba solo a ninguna parte.
Les llevó tres días encontrar el núcleo.
Un tripulante condujo a Nigel a la sala pequeña, compacta, ubicada cerca del centro geométrico de la enorme masa del Vigilante.
—Parece una galería de arte —aseveró Nigel tras inspeccionar durante largo rato las paredes curvadas.
Era un desatino de paredes enmarañadas. Nada se hallaba nivelado con respecto a las paredes. Las superficies pequeñas, ornadas, se topaban unas contra otras, cada una ondulada de detalles incrustados. Los dibujos nadaban, se mezclaban, rezumaban. Una vertiginosa sensación de vuelo recorrió a Nigel mientras contemplaba el deslizarse sin fin de la estructura que atravesaba la estancia.
—¿Es aquí donde piensa? —preguntó. Un tripulante respondió a su lado.
—Puede ser. Las funciones parecen conducir hasta aquí.
—¿Qué es eso? —Se abría allí un agujero que mostraba toscos soportes hechos pedazos.
—Un mecanismo de defensa. Acabó con Roselyn cuando entró. Lo reduje con un mezclador.
Nigel reparó en que algunos de los paneles mostraban secas manchas marrones. El Vigilante exigía un alto precio por cada uno de sus secretos. Suspiró y señaló:
—¿Y eso?
El tripulante se encogió de hombros.
Una pauta iba y venía, como si se tratase de un inmenso naufragio oceánico hundido en las profundidades bajo olas que se desplazaban.
Primero era una línea, luego una elipse, ahora un círculo. Su superficie gorjeaba y se afanaba con tenues detalles. De alguna forma, las paredes parecían contenerlo como una imagen incrustada, persistente contra la lluvia pasajera de hechos menores. Nigel frunció el ceño. Un modo enigmático, extraño, de exhibir información. Si es que era eso.
La secuencia se produjo de nuevo. Línea, óvalo, círculo, óvalo, línea. Entonces, dio con ello.
—Es la galaxia.
—¿Qué? —Nikka acababa de llegar—. ¿Qué es todo esto?
—Observa. —Señaló—. ¿Ves esta ancha línea de luces minúsculas? Ese es el aspecto que ofrece la galaxia lateralmente. De esa forma la vemos desde la Tierra, en un plano tomado sesgadamente. Ahora observa. —Sus manos arrugadas hendieron el aire.
La línea se ensanchaba, titilando en una cascada de luces. Se configuraba en un óvalo mientras otros datos cruzaban la imagen, como nubes que corrieran por encima de la faz de un continente adormecido. Se encendieron ruegos en el óvalo. Lo atravesaron algunas líneas, apareció un círculo. Los hilos de su interior se distendieron y desbordaron por efecto de la luz. Nigel dijo:
—¿Percibes los brazos en forma de espiral? Allí. ¿Los tenues contornos sobre esos puntos brillantes?
—Bueno… —Ella parecía titubear—. Es posible.
—¿Ves esos puntos azules? —Unos puntos de luz azul se destacaban contra el resto de los diminutos destellos. Evidentemente todos eran estrellas—. Pero… Me pregunto qué representan.
—¿Otros Vigilantes? —inquirió Nikka.
—Podría ser. Pero, piensa. Esto es un mapa de toda la maldita galaxia. —Lo dijo apaciblemente, aunque causó un gran efecto en los demás, que se estaban congregando en la sala atestada—. Vista desde cada ángulo. Lo que significa que alguien, algo, lo ha realizado. Navegó muy por encima del disco y miró hacia abajo. Cartografió las ensenadas de gas, polvo y los viejos soles muertos. Lo vio todo.
En el silencio de la extraña habitación, contemplaron cómo rotaba la galaxia. Se movía con una lentitud constante. Había chispas que se encendían y apagaban, la hacían variar.
Toda una serie de movimientos, solemnes y fantasmales. Mortecinas presencias grises pasaban a través de su superficie. Se detenían. Desaparecían.
Luego, un especialista al que Nigel apenas conocía, un fornido astrónomo, dijo:
—Creo reconocer parte del dibujo.
—¿Cuál?
—¿Ves ese cuadrante? Creo que es el nuestro.
A Nigel, ahora que lo señalaba el astrónomo, le pareció un segmento de la galaxia ligeramente más poblado y luminoso que el resto. Frunció el ceño cuando dio la impresión de que se derramaran líquidamente por el segmento como un trozo de tarta.
—¿Reconoces algunas estrellas?
—En cierto modo —repuso el astrónomo con remilgada precisión—. Estrellas ópticas, no. Pulsares.
—¿Dónde?
—¿Ves las de azul intenso?
—Sí, me estaba preguntando…
—Están donde deberían estar los pulsares.
Nigel recordó vagamente que las estrellas de neutrones que rotaban velozmente daban explicación al fenómeno pulsar. Mientras los núcleos compactos de estas densas estrellas giraban, liberaban torrentes de plasma. Tales enjambres luminosos ondeaban como banderas cuando abandonaban la estrella. Emitían ráfagas de ruido radial. Según rotaba una estrella, dirigía estos haces de emisión radial hacia afuera, como un faro proyectando su luz hasta un barco distante. Cuando alguno de aquellos haces intersectaba por casualidad la Tierra, los astrónomos lo veían y medían su frecuencia de barrido.
El astrónomo prosiguió:
—Son muy prominentes en este mapa. Mucho más luminosos de lo que son en realidad.
—Quizá sean importantes —aseveró Nikka.
—Hum. —El astrónomo frunció el ceño. Su cara estaba surcada de arrugas de cansancio, pero la fascinación que producía este lugar borraba el pasado. Incluso en medio de la tragedia, la curiosidad era una picazón que había que rascarse—. Podría ser. ¿Cómo luces de navegación, tal vez?
Nigel pensó en su analogía del faro. ¿Emitían señales a través del ciego abismo?
Aunque había medios más sencillos de hallar el camino entre las estrellas. Volvió a señalar.
—¿Por qué hay esa gran mancha azul en el centro? El astrónomo pareció más intrigado.
—No hay ningún pulsar en el centro galáctico. Nikka preguntó:
—¿Qué hay allí? ¿Sólo estrellas?
—Bueno, existe gran cantidad de gas, movimientos turbulentos, acaso un agujero negro. Es la región más activa de toda la galaxia, claro, pero…
Nikka preguntó:
—¿Podría ser que el centro galáctico y los pulsares tuvieran algo en común?
El astrónomo frunció los labios, como si le disgustara extraer tales conclusiones.
—Bueno… hay gran cantidad de plasma. Nigel inquirió lentamente.
—¿De qué clase?
—De todas clases —respondió el astrónomo con un tono condescendiente—. Gas caliente que se calienta todavía más. Hasta que los electrones se separan de los iones y todo el sistema se convierte en eléctricamente activo.
Nigel meneó la cabeza, sin saber él mismo a dónde quería ir a parar. Simplemente patinaba e iba hacia donde el hielo le quería llevar.
—Aunque eso no ocurre en torno a los pulsares. Eso lo recuerdo.
El astrónomo parpadeó. En su concentración, el peso de las últimas jornadas se disipó y su cara se suavizó.
—¡Oh! ¡Oh! Tiene razón. Los pulsares emanan plasma realmente relativista. Sale disparado de la superficie de la estrella de neutrones a casi la velocidad de la luz.
Nigel no estaba de humor para una conferencia. Sin embargo, algo le espoleaba.
—¿Qué clase de plasma?
—No hay ningún ion pesado, ningún protón digno de mención. Es un conjunto de electrones y sus partículas.
—Positrones —dijo Nigel.
—Exacto, positrones. Los electrones interactúan con los positrones de alguna manera y originan la emisión de radio. Nosotros…
—¿Y en el centro galáctico? —insistió Nigel. El astrónomo parpadeó.
—Bueno, sí… Hubo un informe hace algún tiempo… Se detectaron positrones en el centro galáctico. —Su voz se quebró, inflamada luego por un maravillado entusiasmo—. Positrones. Si reducen la velocidad, se encuentran con los electrones y ambos se aniquilan. Despiden rayos gamma. Un telescopio de rayos gamma de la Tierra, del grupo de Jacobson creo que era, vio la línea de aniquilación.
Nigel sintió una certidumbre que aumentaba poco a poco.
—Esos puntos azules… Nikka dijo quedamente:
—El Vigilante rastrea la aparición natural de positrones en la galaxia.
El hecho hizo mella en ellos. La labor principal del Vigilante era erradicar la vida orgánica, eso estaba claro. Pero algo había indicado al arcaico artefacto que observara los pulsares y los plasmas de positrones que estos propagaban por la galaxia. Un fenómeno que ocurría igualmente en el centro galáctico, aunque en una escala mucho mayor, aparentemente, a juzgar por la gran zona azul en el foco mismo del torbellino rotatorio.
El astrónomo dijo, desconcertado:
—Pero no puede haber tantos pulsares en el centro de la galaxia…
—No obstante, ahí está ese globo azul —repuso Nigel.
Algo estaba sucediendo en el centro galáctico. Algo importante.
Y la civilización de máquinas lo consideraba vital, quizá tan importante como la eliminación de la levadura orgánica que tanto aborrecían.
Nigel dijo quedamente, con una creciente certidumbre:
—Si hemos de habérnoslas alguna vez con estas cosas, con sus Vigilantes y Snarks y todo su condenado zoo mecánico… hemos de enfrentarnos a ellos.
Nikka entendió a qué se refería.
—Pero… ¡La Tierra! Ahora podemos regresar. Hay tanto que hacer.
Él meneó la cabeza. Recorrió la estancia con la mirada. Observó la miríada de láminas deslizantes de pensamiento alienígena y extraño diseño y contempló la luminiscencia reflejada sobre los rostros demacrados.
Rostros perseguidos por una inteligencia voraz e inflexible. Rostros llenos de arrugas y exhaustos por la silenciosa ansiedad que todos experimentaban con sólo estar aquí.
El Vigilante no les daría tregua. Tenían que partir. Seguir adelante.
No debían volver a casa a toda prisa. Simplemente, la Tierra no representaba ningún puerto, ya no había ningún santuario bienaventurado. Ningún lugar privilegiado en toda la hormigueante galaxia.
—No. Contamos con los medios. Esa nave pequeña que hemos encontrado. Debe tratarse de un vehículo rápido. Apostaría a que vino aquí a supervisar la construcción de este Vigilante.
—Nigel… —Nikka inició una protesta, luego se detuvo.
—Esa nave funciona todavía. Podría volver a su punto de partida. Allí donde nosotros debemos ir.
Empezaron a murmurar y protestar.
Eran un grupo reducido de humanos cuya incesante conversación rebotaba en aquellas superficies alienígenas. Nigel sonrió.
Sus sueños volaban en dirección a la Tierra. Debería convencerles.
… Escabullámonos todos de aquí una de estas noches.
Pero sabía que podía convencerlos. El resto de la humanidad se debatía enfrentada a la guerra atómica y a una invasión brutal. Si este grupo pequeño no aprovechaba la oportunidad, moraría para siempre en las tinieblas de la ignorancia, convertidos todos en víctimas, en presas.
… Y vayamos en pos de emocionantes aventuras entre los Injuns.
No se podía retroceder ahora. Tal vez no había habido nunca ninguna posibilidad de dar la espalda a lo que se hallaba aquí. Esa había sido su opinión durante mucho tiempo, desde los primeros asomos vagos de comprensión en el soleado laboratorio de Propulsión a Chorro, perdido hacía tanto. Era extraño, ahora casi sentía nostalgia de aquel lugar.
Ahora que sabía a ciencia cierta que nunca volvería a verlo.
Siempre se daba la apertura al exterior, y siempre ganaría.
… Por el territorio.
Señaló el disco sombrío, rotatorio, de incontables estrellas febriles. Mensajes insondables recorrían las superficies acolchadas.
… y yo dije: de acuerdo, eso me conviene.
—Vamos —dijo él y señaló el centro galáctico.