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acía décadas, tras la muerte de Alejandra, el señor Ichino le había dicho: «Te deseo la facultad de dejarte ir».
La necesitaba ahora. Hasta que viera el sumergible y supiese en qué dirección virar, no podía hacer nada provechoso. O le cogían a tiempo o seguiría cayendo en esta gélida oscuridad, hacia presiones más altas, y el traje cedería. Quedaría exprimido como una uva.
Desde el Lancer, llegaba la reunión:
—Obviamente, lo iniciaron esos malditos Pululantes.
—Sí. El caballo de Troya.
—No sé cómo empezó la contienda, pero cuando esos Pululantes empezaron a ir a tierra, ¿qué se supone que iba a hacer China? Era una cuestión de supervivencia, si lo que decían sobre los americanos es cierto.
—Era cierto, querrás decir. Norteamérica ha desaparecido, calcinada.
—¡Esas bombas altamente explosivas! ¡Una solo hace arder un continente!
—El continente asiático requirió menos cabezas nucleares. Parece ser que los Pululantes han sido diezmados allí, gracias a Dios.
—Merde, je ne…
—Esos objetos volantes son repugnantes, ¿los veis?, horribles, y ese informe sobre el terreno dice que los Pululantes no se reproducen sirviéndose del objeto volante, en absoluto. Son una especie de suplemento.
—Los Pululantes deben haberlo planeado tiempo atrás, y se han modificado biológicamente a sí mismos.
—La cuestión es que todo está vinculado, los Vigilantes y esas naves grises y los Pululantes. Todo está relacionado.
Sentía el roce de las aguas que gorgoteaban y parecían susurrar. Carecía de peso y de forma y sentía cómo se extendía aún más, como si piernas y brazos se le hubieran desprendido, igual que si fuera una bandera que ondeaba al viento. Las palabras, las frases y los retazos de conversación le llegaban desde el Lancer y el sumergible, aunque parecían vacíos, distantes y en última instancia, irrelevantes.
Se preguntó si las enormes criaturas le percibían a él, sólo una mota que caía, si estaban intrigados por la burbuja brillante que navegaba a su encuentro.
—Es condenadamente sutil el modo en que ha ocurrido todo, pero está claro como la nariz que tienes en la cara…
—¡Maldita sea!, Ted, hemos de hacer algo.
—Lo último que se dice es que la red del espacio profundo está lanzando cargas de fragmentación haciéndolas estallar a diez mil klicks y tratando de alcanzar a algunas de sus naves en órbita.
—Pueden acertar a algunas de las pequeñas, pero esas grandes…
Vio un hilo de tenue luminosidad naranja a la izquierda, que giraba y se alejaba velozmente, y sintió, en el mismo instante, una prolongada nota atronadora que resonó por el agua como una campana remota. Le recordó a los EM y su canción y, mientras descendía perezosamente hacia el corazón de este mundo oceánico, entendió de repente cómo se relacionaba esto con los Pululantes, con todas las formas de vida convertidas en víctimas, porque, a la larga, las máquinas no podían detener a la vida, no podían suprimirla, no podían eliminar para siempre el retoñar de formas inacabables que competían con las máquinas para disponer de los recursos y del espacio. Por eso acababan reclutando a algunos de sus peores competidores: las tecnologías incipientes.
Las máquinas tenían conocimiento de la Tierra hacía largo tiempo, habían librado una titánica batalla allí, hacía millones de años, y habían perdido —el naufragio de Marginis era el único testamento mudo que quedaba de ello— y, al perder, habían llegado a temer el mero hecho de asolarla con asteroides o llevar a cabo cualquier otra cosa que pudiera ser contrarrestada por el naufragio de Marginis o por los mismos humanos. Si intentaban bombardear, como hicieran con Isis, y los humanos capturaban algunas de sus naves y descifraban dónde se hallaban algunos de sus centros de poder, entonces podía propagarse a través de las estrellas una estrategia bélica idéntica. Podían encontrarlas en sus cubiles, y desatarían los terribles esponsales entre la mente y el instinto —que las máquinas no poseían— y destruirían todo cuanto los pacientes e implacables seres cibernéticos habían construido.
No, resultaba mucho más fácil utilizar a las formas orgánicas unas contra otras, para distraer su atención, para golpear el punto débil que poseían todos los seres nacidos de la química, y que era a la vez de índole biológica y social: cáncer, sistemas inmunológicos sobrerreactivos, una respuesta inadecuada.
Ahí estaba la clave. Era mucho más fácil que los humanos se aniquilaran a sí mismos e intentaran eliminar a los Pululantes. Era más fácil estimular el antagonismo, profundo y primordial, que todas las formas orgánicas sentían por lo extraño, lo intruso, lo alienígena.
—¡Maldita sea! Yo digo que tenemos que averiguar algo sobre estos artefactos, no huir de ellos.
—Lo que averigüemos será de ayuda para la Tierra, ellos tienen ahora encima objetos de esta clase.
—Hace años, sí Acuérdate del tiempo en el viaje lumínico. Estamos hablando de una crisis ocurrida hace nueve años.
—No cambia el hecho de que somos los únicos que sabemos bastante sobre estos artefactos y aquí, aquí mismo, tenemos una oportunidad de ver lo que puede entrañar…
Luz.
Un tenue resplandor fosforescente. Creciendo.
—Nigel, hemos desplegado el saco debajo, y con la boca abierta.
Viró a la izquierda, sintió las corrientes, oyó una leve cacofonía semejante a una melodía de tonos graves. Volvieron a taponársele los oídos. La presión del traje era demasiado alta, estaba sobrecargado. Viruelas poseía una gravedad liviana, por lo que la presión aumentaba sólo a una décima parte de la velocidad que en la Tierra, pero ya percibía los crujidos del traje. Los pilotos monitores de la barbilla emitían destellos de un rojo encendido.
—Está cayendo demasiado aprisa, estamos a una distancia excesiva.
—Reduce la velocidad, ¡demonios! Si necesita una estacionaria…
—No, es preciso un mayor acercamiento.
—¡Mantened el rumbo!
Una bola amarilla, azul y ámbar. Pensó en sí mismo como en un ala, girando y surcando las corrientes. Intentó captar el giro en el momento adecuado, alterar su vector para procurar que el descenso fuera en un ángulo más pronunciado, utilizando entonces el embalaje del filtro médico a fin de escorarse a la derecha de nuevo. Hacia abajo, ahora lateralmente, la bola brillante crecía y los grandes reflectores abrían canales de luz a través de la oscuridad sedimentada. Gruñó por el esfuerzo de mantenerse rígido. Se le aceleró el pulso. Estaba aproximándose en un buen ángulo y vio delante la película abultada del saco, con la boca abierta y los flotadores hinchados haciendo contrapeso en su extremo.
—Te he localizado con el telescopio óptico. ¿Cómo te va?
—Estoy hecho polvo.
—Suelta el embalaje, Nigel, tendrás mayores probabilidades de conseguirlo sin esa cosa.
—Creo… que lo voy a necesitar… —jadeó.
Caía en picado. Volaba. Era como una molécula en la profunda y densa oscuridad, un insecto que volaba hacia el fuerte resplandor de la bombilla. La boca le engulló.