I
nerte. A la deriva. Desconectado de las glándulas y del canto de la sangre. Despierto, aunque no del todo consciente.
Así debía ser para los Vigilantes, y para los laberintos maquinales que los habían creado. Pacientes y calculadores. En principio, como la vida, en su función analítica y en las leyes de la evolución que actúan igualmente tanto sobre el silicio-germanio como sobre el ADN. Pero no se hallaban completamente en el mundo como hacía la vida, no habían surgido de los límites quebrantados de la ley molecular, no medraban en el universo de las esencias —como había expresado el Snark, buscando un término humano para determinar lo que estimaba que se encontraba para siempre más allá de su entendimiento cibernético— y, por ello, temía y odiaba a los seres orgánicos que los alumbraron y murieron a cambio.
O, tal vez, las palabras odio y temor no podían penetrar en el frío mundo en el cual el pensamiento no era capaz de estimular hormonas para amar, o para huir, o para luchar, donde reinaba el análisis y se erigía, con ladrillos de silogismo, un mundo que conocía la mano dura de la competencia, pero no la totalidad orgánica que provenía de una mortalidad empecinada.
No obstante, los Vigilantes tenían cosas en común con la vida orgánica. Una lealtad a su especie.
Habían destruido completamente el mundo que circundaba a Wolf 359, y seguían patrullándolo. Mas no inspeccionaban a los obedientes robots que extraían icebergs de las lunas exteriores de hielo y los arrojaban para que se estrellaran trazando espirales en lo que una vez fue su mundo natal. Un Vigilante daba vueltas a ese mundo, haciendo guardia contra cualquier forma orgánica que pudiera surgir cuando el vapor y el líquido, expuestos finalmente al sol, se condensaran formando estanques y mares.
Hubiera sido más sencillo destruir también a esos robots, dejándolo todo estéril y sin esperanza. El Vigilante permitía que esos simples sirvientes continuasen, sabiendo que, algún día, errarían en su autoduplicación según se reparaban a sí mismos, y, en ese momento, se renovaría la evolución de las máquinas.
En consecuencia, las máquinas deseaban su diversidad propia para que se propagase y trajera nuevas formas a la galaxia —haciendo guardia todo el tiempo contra una nueva biosfera, que los robots pacientes, leales, se afanaban por gestar—, a fin de que las sociedades de máquinas no fuesen estáticas y, subsecuentemente, vulnerables a la postre, sin importar cuan fuertes fueran ahora.
Necesitaban las múltiples funcionalidades, la emulación de la vida: los transportadores de petróleo que viajaban a algunas metrópolis remotas, los Snarks para explorar, informar y soñar en su largo exilio, los Vigilantes que machacaban los mundos una y otra vez con asteroides.
Debían tener conocimiento, empero, del banquete químico que se celebraba dentro de las gigantescas nubes moleculares por las que el Lancer había pasado de largo. Debían saber que todo mundo sería sembrado perpetuamente por las crecientes nubes voluminosas. Debían saber, pues, que el conflicto se prolongaría hasta la eternidad; no había victorias, sino únicamente una guerra amarga.
Si las máquinas aplastaban la vida allá donde podían, ¿por qué había surgido la humanidad? Algo debía de haberles protegido.
Los Vigilantes mantenían centinelas que surcaban el espacio en espera de vida, y se hacían señales unos a otros, del mismo modo en que el de Isis había enviado una irrupción de microondas por delante del Lancer, a Ross 128. El naufragio de Marginis constituía la evidencia de que el Vigilante de la Tierra había sido aniquilado por alguien, una raza desaparecida ahora hacía un millón de años.
¿Los pre-EM? ¿La raza que se rehizo a sí misma en Isis?
La idea afloró inesperadamente. Tal vez. Era tanto lo que se había perdido en el tiempo…
Quienquiera que hubiese venido a esa Tierra arcaica había dejado flujo vital, un signo fehaciente de que el naufragio de Marginis portaba seres orgánicos, dado que sólo ellos utilizarían algo que se reproducía a sí mismo con un código genético molecular.
Y el flujo vital era el signo y el obsequio: una apertura a las estrellas.
La pulsación que había dentro de él estaba dando la bienvenida a una canción y sus armónicos evocaban el desmayado lamento de los EM, en una onda intemporal que unía a esta enorme criatura ciega con el mismo himno de vida en la galaxia, lento, poderoso, golpeado y machacado, aunque todavía con una persistente esperanza, una urgencia y una llamada.
Sintió que su mente se aclaraba. Comprobó su componente médico. Funcionaba bien, sin ningún rastro de reacciones desordenadas. Lo separó con cautela de la sólida masa silenciosa. Extrajo el tubo afilado.
Los zarcillos que sujetaban el armazón se zafaron en un espasmo de rechazo. El bastidor se estremeció y quedó libre.
El montaje médico se soltó de la abrazadera del tubo. Nigel giró y alargó el brazo, jadeando. Logró cogerlo.
Asió el armazón, igualmente, y una punzada de dolor le atravesó el brazo. Lo sostuvo.
Extendido entre dos caballos a la carga, pensó disparatadamente. El armazón se escoró lateralmente. Le crujieron las articulaciones. No podré resistir mucho. A la mortecina lámpara del traje vio los soportes que giraban despacio. Los arrastraban unas bolsas fláccidas. La mayoría de los flotadores estaban reventados. Caía. Por encima, la inmensa mole se perdía en la decreciente luz ambarina y, sin embargo, era tan grande que no parecía empequeñecerse al aumentar la distancia. No podía ver sus flancos.
Nigel pugnó por afianzarse con las botas. El bastidor se volcó. Las corrientes tiraban de él, tratando de arrancarle el montaje médico, de zafar su mano del tubo. Pugnó, dándose cuenta luego de que ya no necesitaba el bastidor. Estaba cayendo también, con los flotadores inutilizados. Simplemente lo dejó ir. La oscuridad engulló la forma esquelética.
Su última protección había desaparecido. Estaba cayendo en una absoluta negrura cerrada, aferrando su filtro ligeramente grotesco, entre corrientes que se arremolinaban y gorgoteaban.
Se recobró del dolor difuso que sentía en los brazos, para escuchar las frases frenéticas de la discusión en la reunión consenso del Lancer.
—Los Pululantes están implicados en ello, están implicados totalmente. Pero no seas necio…
—No hay ninguna evidencia. Ninguna evidencia fidedigna, en cualquier caso.
—Está claro como la nariz que tienes en la cara. Ellos fueron el grupo de avanzadilla.
—Sí Estas naves que están en órbita ahora se parecen a aquellas en las que vinieron los Pululantes. Mira el…
—Todo revuelto…
La voz de Nikka se abrió paso:
—¡Nigel! ¡Nigel! El tiempo está…
—Sí. Te oigo.
—Tenías tus razones, estoy segura, pero están ocurriendo demasiadas cosas. Estoy asustada, no te quiero ahí afuera cuando…
—Por supuesto. Lo… lo lamento. Estaba extenuado, completamente liado, y este parecía el único modo de acabar por fin… No he estado en una superficie planetaria, no he tenido ninguna auténtica oportunidad de hacerlo, de… Yo… —Su voz se quebró cuando sintió la antigua barrera, la incapacidad de comunicar sentimientos profundos que se hallaban más allá del lenguaje.
—Conecta tu trazador. Funciona, ¿verdad?
—Hecho, estoy cayendo —añadió él, sosegadamente.
—¿Cómo?
—Es una historia larga y aburrida.
—Ya vamos. ¿Estás recibiendo el comunicador del Lancer? Lo he conectado en circuito abierto.
—Sí. Es espantoso. —No se le ocurría otra cosa que decir. Notaría más adelante su plena repercusión, era consciente de ello. Su mente hacía lo que era preciso para sobrevivir.
—Te tengo localizado a unos cuantos klicks de distancia, pero te estás moviendo aprisa. No hay nada cerca.
—¡Jesús! Tendremos que cogerle. ¿Cómo podremos…?
Nigel se relajó, extendiéndose para ofrecer el mayor flujo de resistencia. Un pitido en los oídos. Ajustes del traje.
—Es imposible, no poseemos capacidad de maniobra…
—Calla. Va a oírte, Carlos.
—Pero… Mira, podemos llegar hasta allí, pero ¡Madre de Dios!, requerirá como mínimo diez minutos y nos estaremos moviendo demasiado deprisa.
Las nudosas articulaciones gruñían de dolor, los músculos se quejaban y el corazón le latía sordamente en la oscuridad convergente.
—Colocaos… debajo de mí. Después… desplegad… un saco.
Flotaba en la suave noche. Giraba. Lo inminente dependía de la relajación, expandiéndose con los sentidos. No podía ponerse tenso o los músculos, viejos y frágiles, se agotarían antes de que hicieran falta. Tenía que dejarse ir.