A
lgo se movió.
Se despertó sobresaltado. Nigel se sacudió preguntándose cuánto tiempo había estado dormido. El traje le calentaba, le hacía estar cómodo incluso en esta fría tiniebla. Había estado intentando encajar las piezas…
—¿Ves algún rastro de él?
—No. Maldita sea, ¿cómo puede haberse alejado tanto, tan deprisa?
Se preguntó por qué no podían detectarle en el sonar de largo alcance. Seguramente, no podía haber ido tan lejos a la deriva, no con ellos siguiendo las mismas corrientes que él.
—Mira esta imagen de vídeo procedente de la Tierra.
—Es una de esas cosas en órbita, se asemeja endemoniadamente a un Vigilante.
Si él se encontraba lo bastante cerca para recibir las transmisiones generales del vehículo, tenían que verle. A menos que hubiese algo detrás suyo y no pudieran separar su imagen del resto. De nuevo movimiento.
Encendió un fosforescente del casco. El contorno afilado y los colores del armazón de los flotadores se destacaron. Distinguió el filtro médico. Brillantes tubos de aluminio, flotadores que ondeaban por encima de él…
Algo más allá, había algo en las sombras.
Una pared enorme apareció, viniendo hacia él desde la negrura.
Poros grises. Franjas moteadas de color rojo y púrpura.
Un inmenso orificio oval en la pared de carne, bordeado de pliegues cartilaginosos.
Rozó el armazón. Las ventosas que tenía en el costado se adhirieron a las varillas de apoyo. Finos zarcillos parduzcos se enroscaron en el metal.
¿Estaba probando? Fuera lo que fuese, el movimiento cesó. Nigel esperó. Sacudió el bastidor. La presa se hizo más fuerte.
No parecía querer comérselo. ¿Le estaba estudiando de alguna forma? Era mejor aguardar y ver.
No escuchaba nada procedente de Carlos y Nikka. La mole de aquel ser debía de estar bloqueándolos.
Transcurrió el tiempo. Sintió la vieja debilidad alojándose en él, señal de que su cuerpo estaba empeorando de nuevo. La súbita actividad, sin reposo, había desequilibrado su química interna. Inspeccionó a la enorme criatura que apresaba el armazón y se preguntó si sabía que él estaba aquí. O de qué clase de ser podía tratarse.
Luego oyó, apenas audible:
—¿Cómo vamos a encontrarle en esto?
—Hay gran cantidad de escoria en suspensión. Sigue las corrientes, mantente apartado de ese objeto grande.
Había tenido la certeza de que tenían que estar aquí afuera, rondando lejos del extraño artilugio intruso que exhalaba humos y gemía, inmovilizado contra las corrientes en vez de seguirlas.
La apuesta consistía en que ellos no poseerían una historia de intrusiones semejante, en que el Vigilante no había enviado un aparato que rompiese el hielo y buscase la vida dondequiera que pudiese ser hallada, en que el Vigilante esperaría en su rígida órbita y miraría hacia abajo sabiendo que mientras la vida se mantuviese dentro de su costra de hielo era inofensiva. Los Vigilantes eran pacientes, contumaces, y sabían más de la vida que los hombres, sabían que podía surgir donde quiera que la energía pasara a través de un entorno químico, desencadenando el proceso que se burlaba de la entropía y erigía un orden.
Era este el secreto que Viruelas tenía por enseñar: que en el núcleo de una luna, los isótopos nucleares se amalgamaban, chisporroteaban y difundían su calor a un océano de materia elemental, y eso era suficiente.
Finalmente, las moléculas emprenderían otros enlaces y gestarían una cruda copia, acicaladas a crecer en este océano interior, arracimadas en torno a la parodia de sol del núcleo del mundo, en medio de presiones aplastantes y una oscuridad inexorable. Sin relámpagos que precipitaran la fermentación ni fluyentes baños de luz procedentes del cielo, sino, lisa y llanamente, del bullir silencioso de la descomposición nuclear, del modo en que la vida brota de un montón de humus húmedo en un rincón olvidado, haciendo uso de la energía proveniente de debajo en un océano coronado de hielo. Las células térmicas aglutinarían a los elementos químicos que se buscaron unos a otros en su pasión —al principio inocentes plantas fotosintéticas y después predadores y presas que retozaban en las pródigas corrientes de vida nacidas en medio de la continua emanación de radicales libres—. Los compuestos de azufre, al igual que los que manan de las hendeduras volcánicas en los océanos de la Tierra, podían metabolizar esta jungla bulliciosa de inagotable energía.
La naturaleza de la vida de aquí iba a ser siempre rechazada, obligada a ascender por las corrientes térmicas, a la oscuridad extrema, apartada del fuego nuclear, una biosfera condenada a buscar la hiriente oscuridad. Cuando el núcleo menguara, culminadas las largas semividas radiactivas, se produciría una competición diezmadora, un acontecimiento reductor semejante a la arcaica sequía en África que había agudizado el ingenio de los primates. Según se fueran apagando los núcleos de fuego carmesíes, al principio la vida debería meramente luchar por un lugar próximo a los borbollantes fuegos, mas, con el tiempo, algún ser vería que el calor podía ser apresado, trasladado, utilizado para empujar hacia arriba por la rígida negrura ingrávida, contra el hielo, y dentro de él, y luego más allá, hurgando las rocas costrosas que contenían elementos radiactivos, buscando en el vacío hostil y en el frío cortante.
Debía haberse dado un momento en el cual se debatieron por comprender su superficie de hielo, acaso se las ingeniaron para descubrir la electricidad y hacer pruebas con la radio, una época en la que vinieron los pre-EM, cuando las razas se encontraron. Un primer contacto. Pero aquellos balbuceos iniciales auguraban su presencia en una creciente burbuja que se movía a la velocidad de la luz.
Así pues, en la noche esplendorosa apareció un objeto gris, antiguo y sabio, que arrojó rocas y socavó las tierras de hielo e hizo retroceder a las criaturas, las obligó a replegarse a través de la abertura hasta el mar interior, donde ahora hacían guardia con toscos instrumentos, utilizada su rudimentaria ciencia para extraer alguna roca del núcleo y hacerla flotar, para originar esas elevaciones y puntos calientes en la costra que mantenían ensanchadas las aberturas, permitiendo un atisbo de posibilidad que estos enormes seres necesitaban y no dejarían escapar.
Así llegó el impasse, con el lento decurso del tiempo discurriendo contra estos seres ciegos, contra los pre EM que habían huido hacia abajo con ellos. Momentáneamente, estarían a salvo del pasivo Vigilante. Diez kilómetros de hielo podían detener cualquier descarga termonuclear, absorber el ruidoso puñetazo de un asteroide, contener la desatada combustión de su sol deviniendo nova —procedimiento que la civilización de la máquina había usado con anterioridad en Aquiles, según sabía Nigel por las grabaciones de Marginis, aunque los astrónomos convencionales contaran con otra explicación— y, por ello, el Vigilante aguardaba.
Impasse. Permanecieron, resistían y, no obstante, estaban atrapados, confinados en su mar agostado con la certeza de que la piedra de arriba vencería a la postre. Privados de la libertad de emerger, de aprender el conjunto de leyes newtonianas que gobernaba la vida libre del agua, pero esclavizada por la gravedad. No podían esperar equipararse al Vigilante y destruirle.
Consecuentemente, en sus canciones debía haber relatos de una época gloriosa e intrépida en la que los valerosos habían ido a la busca del vacío, siendo golpeados y aniquilados, por lo que retrocedieron para componer sus narraciones y aborrecer de la cosa que esperaba en lo alto de las largas hendeduras. Sin embargo, el hecho de que mantuvieran abiertas las hendeduras, atendiéndolas como a fuegos que nunca deben apagarse, implicaba que los relatos vivían aún y que el juicio severo de la historia no los había postrado, no los había conducido al núcleo, donde se arracimarían alrededor de los rescoldos y morirían.
—Vale. Sigue mirando, pero te digo que ha desaparecido.
—Permanece a esta profundidad, Carlos, no voy a dejar…
—Vale. Vale, pero quiero oír el informe.
—Calla. ¡Eh, no hay luz en la cabina! No puedo ver con…
—Sólo quiero…
—Calla.
Sintió que le flaqueaban las piernas. Cada momento requería una energía enorme. Alargó la mano, cogió el filtro médico. Parecía estar bien. Los acoplamientos… Maldijo. El recipiente de las interfaces había desaparecido. Las tomas mediante las que se ajustaba al costado estaban abiertas y vacías. Se habían soltado al golpear a aquella criatura.
Así pues, estaba acabado.
Dentro de una hora el aumento de residuos en su sangre le conduciría desde la náusea a los espasmos y, más tarde, a un coma misericordioso. Sin un sistema receptor, sin una fibra de fino entramado que aceptara el sedimento que secretaba el filtro médico, el artilugio no funcionaría.
Nigel suspiró.
Traicionado al final por una avería. Ninguna lección filosófica podía extraerse de ello, salvo la sempiterna: morimos debido a la entropía.
Miró hacia abajo. Ningún rastro de la nave. Les llamaría ahora. Si lograban encontrarle a tiempo, todo iría a la perfección.
Había sido un gesto transitorio, irracional a lo sumo. Un intento, ahora se daba cuenta, de realizar un contacto fugaz con la vida que sabía al acecho en las sombras más allá de las luces. Sonrió ante su desatino. Entonces…
Algo le hizo girarse hacia la piel moteada, agujereada, que tenía a su lado. Se extendía acaparando la mitad del espacio, muda como la piedra en espera del cincel. Frunció el ceño.
—¡Jesús! ¿Has oído lo de esa guerra? ¡Madre de Dios!
Si hubiese el tipo de fibra idóneo bajo la piel…
—Destrucción de un noventa por ciento, una conflagración nuclear total de las cuatro superpotencias.
—¡Jesús!
—¿De dónde proviene el mensaje, entonces?
—De las estaciones orbitales. Continúan incólumes aún, pero dicen que en modo alguno van a poder proseguir con las transmisiones durante mucho tiempo, la energía requerida es excesiva, pero… ¡Jesús!
Nigel se quedó anonadado, dejando que las noticias se hicieran eco en él y, durante un buen rato, no pudo pensar. La humanidad masacrada. Y por su propia mano.
Las palabras fluyeron a través de él, procedentes del sumergible y luego todo un diálogo desde la reunión en el Lancer. Escuchaba y, sin embargo, no acertaba a hacerse completamente a la idea. Sus defensas instintivas embotaban las noticias, los detalles, la sucesión de números y ciudades arrasadas y el recuento de muertos, de naciones borradas del mapa y de tierras convertidas en cenizas.
Lentamente, comenzó a moverse de nuevo. Bloqueó el flujo de palabras. Se retrajo sobre sí mismo e instó a sus manos a hacer lo que sabía que tenían que hacer, a pesar del caos de emociones que le embargaba.
Desprender el filtro médico. Cortar algunos tubos del armazón, afilar el tubo hasta sacarle punta, usando el cortador láser.
Empalmar los tubos. Proceder con los mandos de activado.
Incluso en esas presiones y con ese frío, el sistema se puso en completo funcionamiento. Lo acopló a las tomas médicas del traje. Un simple pinchazo en una vena era suficiente por el momento.
La pared de carne refulgía bajo sus fósforos encendidos. La surcaban blandas franjas de pálido color carmesí y púrpura. Dibujos intrincados, líneas en arabescos y grandes manchas moteadas. Por consiguiente, había estado en un error: en este océano que era un mundo vivía algo que podía ver tales dibujos o, de lo contrario, no habrían evolucionado. Quizás el veloz ser autoluminoso que vieron anteriormente. Tenía que haber una ecología vasta y compleja con bancos de seres, semejantes a peces, de los que alimentarse, una pirámide de vida. El sumergible los había ahuyentado, probablemente.
Se percató de que estaba teorizando, demorándose. El saberlo le liberó de la tormenta de emociones que estaba reprimiendo y se abandonó a ella.
Introdujo la punta del tubo de lleno en la masa de carne. El movimiento arrojó una sombra, puntiaguda y enorme, por la planicie.
Entró hasta la mitad. Nigel empujó con fuerza y la enterró más. No percibió respuesta alguna, ningún temblor, ningún indicio de dolor. Procediendo con parsimonia, completó el acoplamiento. Encendió las bombas. Se relajó en un estado de aturdimiento y vacío, mientras fluía hacía su interior un empuje insólito.