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B

uscaron durante horas. Comieron, discutieron, tomaron muestras, desplegaron sacos y los mandaron arriba por la abertura, arrastrados por armazones de flotadores.

Hablaron atropelladamente, sin lograr ningún progreso ostensible. Nigel se había hallado en un triángulo profundamente conflictivo con anterioridad, y reconoció algunas pautas antiguas. Se le antojó que iba en pos de estas complejas geometrías emocionales porque le contrarrestaban algo de la presión de la exigencia, permitiéndole soñar y solazarse, centrado en sus propios estados internos. No era una revelación del todo bien venida. Pero el que llegara en las postrimerías de una vida implicaba al menos que también podía aceptar esta verdad, pues ahora era, con toda evidencia, demasiado tarde. Entonces se rio de sí mismo, lo que provocó una burlona mirada de Nikka, quien probablemente sospechaba el porqué, dado que esta era asimismo una manera convenientemente intelectual de escapar a la presión del cambio. El autoconocimiento que llega demasiado tarde libera su inercia. Volvió a reírse.

—Estoy recibiendo mucha mayor cantidad de esa sustancia molecular —dijo Carlos hoscamente.

—Más adentro, entonces —repuso Nigel—. Explórala.

—¡Maldita sea, no recibo órdenes!

—Estaba sugiriendo…

—Tú siempre estás «sugiriendo» y «aconsejando», ¿no es cierto?

—Tienes toda la razón. No diré nada.

Carlos titubeó, enojado aún. Al haber cedido Nigel tan fácilmente, no le restaba más que decir. Se ocupó con el tablero de control y, al cabo de un rato, empezó a seguir la dirección indicada por los sensores químicos. A fin de cuentas, era lo más obvio.

Paulatinamente, de forma que al principio estuvieron inseguros de si lo veían o lo imaginaban, se formó un borrón verde en la oscuridad. Los instrumentos lo habían detectado, mas únicamente el ojo daba forma y consistencia al fulgor moteado.

Bruscamente, el verde se trocó en un naranja encendido. Algo vino hacia ellos desde las tinieblas. Era largo y ahusado. Unas extremidades descoyuntadas se distendieron según pasaba sigilosamente. Unas prolongaciones ondulantes se retrajeron en la turbulenta pasada. Después desapareció.

—¿Qué ha…?

—Esa es exactamente la cuestión. Nikka dijo quedamente:

—Autoluminoso.

—Sí. Apostaría que se nutre de los radicales libres.

—No tiene ojos.

—No hay razón para desarrollarlos aquí.

—¿Qué imaginas…?

—Por ese lado.

Un resplandor tenue. El vehículo emitió un ping muy agudo y un crac según descendían.

—¿Qué es eso?

—No acierto a distinguirlo.

—Debe de estar muy lejos. No hay resolución.

—Si es así de brillante…

—Exacto. Es condenadamente luminoso.

—No uno de los seres que acabamos de ver.

—No. Más grande. Mucho más grande.

Creció. En los remolinos de partículas en suspensión se destacaban franjas de luz amarilla. El aparato se balanceó y viró ante las repentinas corrientes.

—Se mueve.

—Es una pauta. Mira, ¿ves?, se repite.

—Rotando.

—Sí. Da la vuelta en unos dos minutos.

La cosa adquirió mayor tamaño. Era enorme y estaba jalonada de fuego. Recorrían su faz un dorado parduzco y un naranja. De cada brillante punto flamígero brotaba una cascada de burbujas, cada uno en activo con su fuego interno propio.

—Esa maldita cosa tiene más de un klick de anchura.

—Sí. ¿Ves esos grandes sacos prendidos?

—Son globos.

—¿Para mantenerlo a flote?

—Eso debe de ser. El espectrómetro indica que hay rocas. Calientes.

—Los radicales libres.

—Muy cierto.

—¿Provienen de eso?

—Es una gran fuente de energía.

—¿Sacamos las tomas de muestras?

—Sí, hazlo. Hay profusión de materia molecular energética.

—Alimento.

—Para…

Los tres humanos rebulleron con inquietud en sus asientos. Sus proyectores perdían intensidad en la sedimentada negrura. Observaron la cosa que giraba lentamente en las tinieblas, emitía pulsaciones irregulares y expelía goterones anaranjados y de un verde encendido y dorados y rojos, una lluvia de burbujas calientes. Avanzaron con denuedo, tratando de ver a mayor distancia.

—Gran cantidad de radiactividad.

—En cifras.

—Me… me estoy poniendo nervioso.

—Sí. ¿Lo sientes, Nigel?

—¿Qué?

—Como… si hubiese algo ahí.

—Algo moviéndose.

—¿Más allá de nuestras luces…? Sí.

—Estamos ahora en la corriente ascendente que produce. Recibo muchos más impulsos en el contador Geiger.

—¿Es peligroso?

—No. Los gammas no pueden atravesar nuestro casco.

—Son irradiados por esa cosa.

—Supongo que sí. Esa roca inmensa…

—Exacto. Es un tosco reactor nuclear.

—Conduce elementos químicos por su interior, son bombardeados y… obtienen formas moleculares excitadas.

—¿Cuál es la fuente de las moléculas orgánicas?

—¿Aquí abajo? Algo tiene que suministrarlas.

—Exacto. Y avivan el fuego.

—¿Por qué situarlo cerca de una abertura?

—¿Por qué mudarse a Florida? Porque es más cálida.

—No, espera, ese es el camino errado. La abertura, la abertura está aquí…

—Debido a esto.

—Todo es artificial.

—Los volcanes, los lagos, ¿fueron creados por cosas como esta?

—La Regla de Walmsley.

—Pródigamente. Corrientes cálidas, alimentos…

—Y una abertura a la superficie. Carlos dijo:

—¿Para hacer qué? Me refiero a…

—No lo sé —repuso Nigel.

—¿Por qué estamos hablando en susurros? —inquirió Nikka. Nigel gritó:

—¡Quizá puedan oír!

—¡Jesús! —exclamó Carlos.

—Aunque, puede que no. —Nigel se arrellanó en su asiento—. De poder hacerlo, ya han percibido nuestros motores. Y deben de haberlo hecho, pensándolo bien. La audición es el ojo del pez.

Nikka dijo:

—Ese ser que pasó junto a nosotros era luminoso.

—¿Y? —preguntó Carlos.

—Debe de haber una razón para ello. Para encontrar presas.

Nigel murmuró.

—O para atraerlas. Carlos dijo:

—Me pregunto si no debería apagar las luces de navegación.

—Bien, podría ser una buena idea —comentó Nikka. Él desconectó varios interruptores. La media luna del control proyectó sombras angulares en la cabina. Nigel dijo quedamente:

—Deberíamos llamar al Lancer, ponerlos en antecedentes.

Carlos lo hizo. Antes de que pudiera explicarse, Ted Landon ocupó la línea.

Hemos logrado unanimidad en la votación de tu petición, Nigel. Lo lamento.

Nigel salió de su estado de ensoñación.

—¿Qué…? ¡Oh, sí! ¿Así pues?

Has perdido. Sal.

Nigel suspiró. El talante de Ted era de lo más jovial.

—Cuéntale, Carlos.

La charla continuó, pero él sabía lo que vendría a continuación. Sintió que la extenuación le atenazaba, pero con ella apareció una antigua certeza. Ted era un maniático de las reglas, especialmente de aquellas aprobadas sin dilación por el mandato consensuado de la bienamada gentuza.

Carlos habló con aplomo, exponiendo los hechos de modo firme, ordenado y autoritario. Cuanto más clarificara su idea de sí mismo, más difícil resultaría tratar con él. Nigel se puso en pie y se encaminó hacia la parte posterior de la nave.

—La naturaleza llama —le dijo a Nikka. No pudo arriesgarse a hacer un guiño de despedida.